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Introducción Del otro lado del espejo: lo fantástico o el reino de la transgresión

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Alejandro Susti

Elusivo y siempre proteico, lo fantástico resurge a lo largo de la historia de la literatura moderna como un medio de expresión que indaga en terrenos disímiles que abarcan, entre otros, lo “extraño”, lo “transgresivo”, lo “reprimido” o lo “irracional” que, en general, se vinculan al universo de la imaginación y el deseo1. De ahí que, como señala Rosemary Jackson (1986), se haya constituido siempre por su “resistencia a toda definición”, es decir, por su capacidad de disolver y contravenir las convenciones y restricciones que translucen aquellos otros textos que la crítica literaria suele clasificar como “realistas”, por su rechazo a la observación empírica de “las unidades de tiempo, espacio y personaje, el alejamiento del orden cronológico y la tridimensionalidad, así como las rígidas distinciones y oposiciones que separan a los objetos en animados e inanimados, a la constitución de la identidad y la diferencia entre el sujeto y los otros y, por último, a los límites que distinguen la vida de la muerte” (pp. 1-2). Planteado de esta manera, lo fantástico se erige no solo como un modo2 que privilegia la exploración y experimentación de las categorías que conforman el discurso literario (lo verosímil, la búsqueda de un nuevo lenguaje, la construcción del personaje, el manejo del tiempo y el espacio, entre otras) sino, además, como un mecanismo que indaga acerca de los límites con los que la cultura define históricamente su conocimiento del mundo contribuyendo con ello a revelar las formaciones ideológicas que gobiernan la subjetividad en una determinada época. De ahí que todo acercamiento a lo fantástico deberá necesariamente ahondar no solo en el ámbito de su poética –esto es, la reflexión acerca del proceso productivo por el cual el texto fantástico se constituye como tal–, sino, además, en el de su inserción como formación cultural en un orden social y político dentro del cual se presta ya sea al cuestionamiento o a la validación de los supuestos filosóficos y/o epistemológicos que privilegian determinadas formas de conocimiento del mundo (Jackson, pp. 5-6). Este doble enfoque, que atañe tanto a la estructura interna del texto como a su vínculo con el orden político y social dominante en un determinado periodo, permite comprender mejor la naturaleza dialógica, polivalente y antinómica de lo fantástico en la que “se presupone una percepción esencialmente relativa de las convicciones e ideologías del momento, puestas en obra por el autor” (Irène Bessière, 1974, p. 11). Por ello, lo fantástico “no constituye una categoría o un género literario, sino que supone una lógica narrativa a la vez formal y temática que, ya sea sorprendente o arbitraria para el lector, refleja, bajo la apariencia del juego de la invención pura, las metamorfosis culturales de la razón y el imaginario comunitario” (Bessière, p. 10). Por todas estas razones, lo fantástico –usando los términos usados por Bessière–, propone una lógica narrativa que encuentra su razón de ser en la medida en que paradójicamente vincula categorías tales como lo real, lo racional y lo dicho con “lo no dicho y lo invisible de la cultura: aquello que ha sido silenciado, hecho invisible, cubierto y hecho ausente” (Jackson, p. 4)

La configuración de lo fantástico, por lo tanto, se sustenta sobre la base de una búsqueda tanto formal como temática, que coloca en un lugar privilegiado el cuestionamiento de los procedimientos de la representación mimética verbal3, y se formula a través de una crítica sistemática de la capacidad expresiva del lenguaje para dar cuenta de aquello que escapa a lo real, de aquella “presencia espectral” que elude toda formulación lógica y que, sin embargo, paradójicamente “recombina e invierte lo real” (Jackson, p. 20). En tal sentido, el tropo literario que mejor representaría la naturaleza contradictoria y proteica de lo fantástico sería el oxímoron, figura que, por su capacidad de contraponer conceptos que se complementan a su vez4 se presta a la formulación de un sentido o significado que modela aquellas experiencias que exceden los parámetros de interpretación que organizan el pensamiento y comportan la aprehensión de lo que se conoce como “lo real”.

Dentro de este proceso de búsqueda de una expresión para la experiencia de “lo extraño” se ha señalado también el distanciamiento operado entre el significante y el significado en la literatura fantástica, lo que ha dado lugar a que haya sido caracterizada como una “literatura de la separación”, un discurso que carece de objeto o referente (Jackson, p. 40). Autores como Jean Paul Sartre –quien estudia el universo ficcional en la obra de Franz Kafka– han abordado el “exceso semiótico” de los textos fantásticos modernos:

The law of the fantastic condemns it to encounter instruments only. These instruments are not [...] meant to serve men, but rather to manifest unremittingly an evasive, preposterous finality. This accounts for the labyrinth of corridors, doors and staircases that lead to nothing, the sign posts that lead to nothing, the innumerable signs that line the road and that mean nothing5.

Esta proliferación y abundancia de signos y objetos presente en los textos fantásticos señalaría paradójicamente el fenómeno de vaciamiento de sentido del mundo que se pretende representar a través del lenguaje, con lo cual lo fantástico se configuraría a través de una economía del lenguaje en la cual la multiplicación semiótica evocaría precisamente su signo contrario: la imposibilidad de precisar verbalmente y con exactitud la naturaleza de “lo extraño”. A partir de este principio de tensión –que es el que también se expresa en el oxímoron–, se generaría un proceso de resemantización para una representación más exacta de un objeto/referente siempre elusivo. El proceso, sin embargo, estaría permanentemente signado por el riesgo y la imposibilidad expresiva, es decir, por la tendencia a una representación metonímica del referente, siempre parcial, incompleta e inadecuada6. El modo de lo fantástico se fundaría así a partir de un permanente cuestionamiento de los medios de representación de la escritura que subrayaría la inestabilidad y mutación constante tanto de medios como de fines, rasgo que, además, lo vincularía con el surgimiento de la modernidad7. Sin embargo, se hace necesario advertir que el proceso de búsqueda y resemantización que se produce en la literatura fantástica obedece a la necesidad de representación de un universo que no participa de las leyes y modelos que gobiernan el mundo de lo cotidiano, universo cuya posición no se subordina a las realidades empíricas sino que más bien prefigura una alteridad perturbadora que desdice y subvierte sus fundamentos8. Esta naturaleza paralela del universo de lo fantástico, manifiesta muchas veces una preocupación por una visibilidad siempre insuficiente de los fenómenos u objetos que se sitúan en él junto con una proliferación de instrumentos vinculados a la visión como espejos, reflejos, retratos, entre otros (Jackson, p. 43). El cuestionamiento de los medios no únicamente expresivos del lenguaje sino, además, de aquellos que conciernen a la percepción del mundo –que incluyen tanto los instrumentos diseñados para su aprehensión como los mecanismos sensoriales del sujeto–, coloca el universo de lo fantástico en un territorio muy distante de aquel al que apela, por ejemplo, la imaginación poética, pues en este caso el procesamiento de la experiencia del sujeto se realiza a través de los procedimientos que proporcionan la razón y la lógica. Como bien señala Susana Reisz (1986):

No es el carácter aterrador o inquietante de un suceso el que lo vuelve apto para una ficción fantástica sino, antes bien, su irreductibilidad tanto a una causa natural como a una causa sobrenatural más o menos institucionalizada. El temor o la inquietud que pueda producir, según la sensibilidad del lector y su grado de inmersión en la ilusión suscitada por el texto, es sólo una consecuencia de esa irreductibilidad: es un sentimiento que se deriva de la incapacidad de concebir –aceptar– la coexistencia de lo posible con un imposible como el que se acaba de describir, o, lo que es lo mismo, de admitir la ausencia de explicación –natural o sobrenatural codificada– para el suceso que se opone a todas las formas de legalidad comunitariamente aceptadas, que no se deja reducir ni siquiera a un grado mínimo de lo posible (llámese milagro o alucinación). (p. 169)

La preocupación que atañe a la resemantización del lenguaje, como puede observarse, está fuertemente vinculada a la temática de los textos fantásticos lo cual a su vez revela el vínculo indisoluble entre estructura y temática, expresión y contenido que expresan estos textos. La experiencia de las fisuras o fracturas que se perciben ya sea en el orden del tiempo, del espacio o en la subjetividad de los personajes –por citar tan solo algunas de las variantes que presenta este complejo universo–, conducen a la disolución de las categorías y niveles de aprehensión de la realidad y conlleva la ruptura de la visión monológica que se expresa con mayor claridad en la novela realista decimonónica. Tal como propone Mijaíl Bajtín, el origen y antecedente de esta fragmentación y disolución se encontraría en un género literario tradicional ya presente en la literatura cristiana y bizantina y que se extiende a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento hasta llegar al siglo XVIII: la sátira menipea. Según Bajtín, la sátira menipea estuvo estrechamente vinculada al concepto del carnaval, un evento festivo y ritualizado en el que se trastocan los valores y roles comunitarios (Jackson, pp. 15-16); durante el breve tiempo de duración del carnaval, el mundo y la vida literalmente son “puestos de cabeza”. Por otra parte, se ha hecho notar el vínculo de lo fantástico con aquellas fuerzas que se constituyen en contra de un orden cultural en el que se privilegia el racionalismo9, cuyo origen y crítica se remontan a la Antigüedad clásica y son referidas implícitamente por Platón en la República. Según Jackson, “Plato expelled from his ideal Republic all transgressive energies, all those energies which have been to be expressed through the fantastic: eroticism, violence, madness, laughter, nightmares, dreams, blasphemy, lamentation, uncertainty, female energy, excess” (p. 177)10. Puede, por lo tanto, trazarse una línea genealógica que vincularía el principio de lo dionisíaco en la cultura griega –por oposición al principio de lo apolíneo–11, con las posteriores manifestaciones presentes en la literatura cristiana y posterior, a través de la sátira menipea, tal como la examina Bajtín. Así, el modo de lo fantástico surgiría del entroncamiento con un discurso en el que se ofrece la posibilidad de revertir los roles y funciones sociales y dar rienda suelta a la manifestación de los deseos y pulsiones reprimidos en el subconsciente12. Este discurso vinculado a aquellas “energías transgresoras” invocadas por Jackson encuentra su expresión a través de lo fantástico a mediados del siglo XVIII, en el seno de una sociedad secular que gradualmente abandona la creencia de lo sobrenatural para enmarcarlo dentro de una concepción racionalista de la realidad, como explica David Roas (2001):

Durante la época de la Ilustración se produjo un cambio radical en la relación con lo sobrenatural: dominado por la razón, el hombre deja de creer en la existencia objetiva de tales fenómenos. Reducido su ámbito a lo científico, la razón excluyó todo lo desconocido, provocando el descrédito de la religión y el rechazo de la superstición como medios para explicar e interpretar la realidad. Por tanto, podemos afirmar que hasta el siglo XVIII lo verosímil incluía tanto la naturaleza como el mundo sobrenatural, unidos de forma coherente por la religión. Sin embargo, con el racionalismo del Siglo de las Luces, estos dos planos se hicieron antinómicos y, suprimida la fe en lo sobrenatural, el hombre quedó amparado sólo por la ciencia frente a un mundo hostil y desconocido. (p. 21)

Es, por lo tanto, a partir de este diálogo y confrontación con el racionalismo que la literatura fantástica se configura como un modo de expresión que canaliza una nueva forma de verosimilitud que corresponde a las coordenadas históricas y sociales trazadas desde los inicios de la modernidad13. Esta nueva forma de verosimilitud, como resulta evidente, adopta una serie de convenciones que incluyen, entre otras, una voluntad realista del narrador determinada por la necesidad de enmarcar y contrastar el fenómeno sobrenatural en la búsqueda de una explicación/causa de este (Roas, p. 25)14. Por otra parte, resulta también claro que la perspectiva o punto de vista más propicio para la narración –aunque no excluyente–, será aquel que se identifique con la mirada particular de un personaje de la ficción, es decir, el uso de la primera persona, herramienta que posibilitaría una percepción de mayor inmediatez y cercanía ante la experiencia de lo sobrenatural. El uso de este recurso –repetimos– no constituye en modo alguno un requisito como tampoco conlleva a una percepción necesariamente unitaria y coherente de la experiencia, sino que más bien posibilita el cuestionamiento de la pretendida objetividad del narrador en tercera persona –característica de la novela realista– que, colocado ya sea dentro o fuera de la ficción, observa con relativa certidumbre y parsimonia los acontecimientos relatados. Resulta también evidente que el uso de la forma pronominal de la primera persona permite establecer con mayor énfasis y eficacia el problema de la llamada indistinción entre el sujeto y su entorno o entre el sujeto y “el otro”, rasgo también presente en la narrativa fantástica del siglo XIX15. Junto a esta ruptura de los límites que separan al sujeto del mundo que lo rodea se unen otros factores determinantes que ayudan a entender las diferencias entre el relato fantástico y el realista; en este último, el personaje se define en términos de su pertenencia a un espacio y a un tiempo determinados y su identidad se mantiene como una constante cuya estabilidad se fundamenta en la ley de la causalidad. La personalidad, además, se define en virtud de la interrelación que se establece entre la historia individual pasada y la conciencia de sí mismo en el presente. En el relato fantástico, por el contrario, el doble locus espacio-temporal y el principio de identidad quedan abolidos lo cual, a su vez, produce un desmantelamiento de los valores absolutos que trascienden la historia (el Bien, el Mal, el Conocimiento) y una crítica radical de los poderes perceptivos y cognitivos del hombre en la aprehensión de la realidad. El personaje del relato fantástico, por lo tanto, aparece signado por la ambigüedad y la duda sistemáticas y tanto él como el mundo que lo rodea se constituyen sobre la base de la negatividad y la falsedad. En cierta medida, esta constatación de las condiciones precarias en que subsiste y que afectan tanto sus percepciones como sus acciones, produce en él la sensación de que carece de toda libertad (Bessière, pp. 178-181).

En relación con el orden y coherencia que rigen la narración fantástica por contraposición a la realista, Bessière ha subrayado, además, una serie de diferencias pertinentes. Para ella, “el género novelesco es una forma literaria que privilegia lo cotidiano y la Historia y que registra la desaparición de los mitos y substituye el extenso ciclo de la fábula (estacional o anual) por un ciclo corto (el de la sucesión de los días)” (p. 204)16. Por ello, la novela “plantea una exigencia de finalidad y totalidad que se canaliza a través de la búsqueda de ciertos valores y de un ideal necesarios para la vida, pero irrealizables dentro de la sociedad” (p. 204)17. En tal sentido, la estructura lineal de la novela contribuye a darle una dimensión a este proyecto situándolo en un contexto temporal específico. De esta manera, el sujeto de la narración se presenta limitado por el mundo cotidiano que lo rodea, pero, a la vez, impelido a integrarse a él; su empresa, por lo tanto, aparece marcada no por una indagación acerca de la ambigüedad de los acontecimientos que se le presentan (como sucede en la narración fantástica), sino más bien por colocar como centro de su interés la realidad sobre la que pretende actuar: es precisamente en este punto en donde puede reconocerse una diferencia significativa respecto a la narración fantástica en la cual:

la ambigüedad [...] prohíbe toda referencia al proyecto humano e, incluso, a la pertinencia del orden racional, pero introduce una regulación a través de la reiteración de los signos y preserva la vocación unitaria de la narración, rasgo que comparte con la novela. (p. 205)18

Las diferencias relativas al orden y coherencia del orden temporal llevan a la autora a subrayar otras implicancias. Si el relato fantástico apunta a “denunciar la disparidad de lo real para dibujar un orden superior a través del solo recurso de la letra” (disparidad que subyace al “devenir neutro” de la novela), este orden se formula mediante una “impresión constante de lo ‘ya-visto’: este mundo sin pasado, enteramente contenido dentro del presente, resucita con regularidad bajo apariencias apenas modificadas” (p. 205)19. Para Bessière, por lo tanto, en el relato fantástico subyace un orden formal sugerido por la reiteración de ocurrencias que se asocia a una concepción del tiempo como un “eterno retorno” que el héroe percibe en determinados estados como “el sueño o a causa del temor de la muerte” (p. 205). De esta manera, puede afirmarse que lo fantástico, a través de esta forma de concebir y organizar el tiempo, se emparentaría con “la lógica de la fábula, la estructura del mito en la evocación de una realidad desmitificada (como respuesta a lo sobrenatural en su forma ortodoxa) y mediante una forma ajena al mito” (p. 205)20.

Si bien las oposiciones que Bessière plantea al contrastar el relato fantástico con el realista parecen ceñirse mejor a la naturaleza de estas dos modalidades narrativas tal como se desarrollan durante el siglo XIX (esto es, antes de las innovaciones introducidas gracias a la experimentación vanguardista de inicios del siglo XX y que se aplican a ambos casos), creo que existen en ellas una serie de intuiciones que permiten comprender mejor de qué manera en sus orígenes la narrativa fantástica se convierte en una suerte de catalizador propicio para el cuestionamiento ideológico de una concepción (lineal, evolutiva, determinista, etc.) de la Historia impuesta por las necesidades de un nuevo tipo de sociedad; de ahí que este tipo de relato, a través de la constatación de aquello que se muestra aún incomprensible para esta concepción (y que se presenta bajo la forma de “lo extraño”, “lo ominoso”, etc.) se constituye en una suerte de bastión del imaginario en el que quedan suspendidas y neutralizadas aquellas convenciones o códigos (sean estos culturales o ideológicos) que, desde entonces, empiezan a reglar la forma cómo el sujeto se relaciona con y concibe “lo real”21. En este sentido, la naturaleza transgresora del relato fantástico podría ser entendida en dos direcciones complementarias: la primera de estas se relacionaría con la conservación de un modelo o concepción del mundo que si bien es relegado a un segundo plano por el creciente (y reciente) prestigio del racionalismo, aún conserva un extraordinario poder de atracción para el imaginario del hombre moderno; y, en segundo lugar, se trataría de una forma híbrida e innovadora que más que incidir nostálgicamente en las ventajas de ese modelo, se propondría erigir una modalidad de narración en la que se conjugan, emplean y enfrentan antinómicamente dos concepciones ideológicas opuestas. Aun cuando los críticos –en particular Bessière y más tarde Jackson, adoptando ambas una aproximación no exclusivamente formal al relato fantástico como la que asume, por ejemplo, Todorov– han incidido en este carácter antinómico, resulta importante subrayar que las contradictorias bases sobre las que se construye el universo de lo fantástico constituyen, en mi opinión, una respuesta absolutamente moderna al proponer una cosmovisión radicalmente diferente a la postulada por el realismo y un nuevo modo de representación del imaginario.

Esta noción de trasgresión e hibridez que marca el desarrollo inicial del relato fantástico conlleva –como ya se ha señalado– a una reformulación del concepto/sistema de lo verosímil. En este sentido, se puede entender que lo fantástico se constituye como un modo de invención pura y artificiosa que problematiza el concepto de lo real a través de la ruptura y ampliación de aquello que se considera como verosímil en un determinado periodo histórico. El narrador del relato fantástico –o quizás sería mejor referirse en este caso al escritor/autor– establece un “diálogo abierto con su cultura” en el que propone no únicamente una ficción que subvierte determinados modelos de conducta (aquellos, por ejemplo, que corresponderían a los héroes novelescos cuyas conductas podrían ser consideradas como producto de una “sintaxis de la conducta”) sino –y sobre todo– una nueva estructura de interpretación de esos modelos (Bessière, p. 214). El relato fantástico, por lo tanto, se funda sobre la base de un paradigma de observación que el escritor/autor realiza de los sistemas de relación propios de su cultura a la vez que se permite el “dibujo de su propia autonomía” como sujeto fuera de estos (Bessière, p. 217). Es necesario incidir, una vez más, que este proceso se hace posible a la luz de las transformaciones históricas mencionadas anteriormente. Lo interesante, en todo caso, radica en que el relato fantástico –entendido como producto cultural– se convierte en un medio eficaz para someter a crítica las convenciones sociales y culturales de una época a partir de su desmantelamiento silencioso: no se trata, ciertamente, de subrayar una vocación política o social presente en el relato fantástico –lo cual sería, a estas alturas, absurdo–, sino más bien entender cómo a través del diseño y (re)invención de los modelos de conducta, la (re)estructuración de la subjetividad a través de la disolución de los límites que separan al sujeto de su entorno, las fisuras que traslucen tanto la lógica causal como la concepción racionalista y empírica de lo real –entre otros aspectos–, lo fantástico se convirtió en un instrumento sumamente poderoso de seducción de la imaginación de los lectores, justamente a través del procesamiento de las pretendidas ventajas que la modernidad aportó al hombre occidental: no resulta, por lo tanto, aventurado sostener que nunca antes el poder del análisis racional y la objetividad heredada del desarrollo científico prestaron mejor atención y servicio precisamente al examen de las limitaciones que esos mismos sistemas de pensamiento contenían. Por todo ello, lo fantástico es, sin lugar a dudas, una de las más fascinantes aventuras de la imaginación que emprende el hombre moderno en tanto remite tanto a la autonomía del sujeto como a su pertenencia a un núcleo cultural, al poder de la razón como al de la “sinrazón”22, a la representación mimética del lenguaje como a sus limitaciones expresivas y, por último, a la vigencia de una cosmovisión pre-moderna como a su inserción en el seno de una sociedad que privilegia la finalidad y la funcionalidad como instrumentos y modos de integración.

Del otro lado del espejo

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