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“Más allá de la vida y la muerte”

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Como bien se sabe, la presencia del ámbito familiar aparece en la obra vallejiana desde sus primeros libros; sin embargo, a diferencia del tratamiento que recibe en el poema en verso o en prosa22, en este relato adquiere nuevos visos en la medida en que acoge y presenta el componente de lo sobrenatural. Como señala Susana Reisz (1986), la diferencia fundamental entre el modo de lo fantástico y la imaginación poética consiste en que en esta última el procesamiento de la experiencia del sujeto se realiza siempre a través de los procedimientos que proporcionan la razón y la lógica. Se puede comenzar afirmando que “Más allá de la vida y de la muerte” presenta uno de los rasgos fundamentales de la literatura fantástica referida a la imposibilidad del narrador de explicar racional y coherentemente los acontecimientos de los cuales es testigo. Como se ha visto, en el relato que nos ocupa esta carencia de certezas se ve acentuada por el desdoblamiento del narrador y el efecto de extrañamiento que se logra a través del lenguaje; sin embargo, poco a poco la narración hace referencia a hechos cuya comprobación –como, por ejemplo, la muerte de la madre– contrasta con aquellos de carácter sobrenatural o extraordinario:

Pero ahora lloraba más recordándola así, enferma, postrada, cuando me quería más y me hacía más cariño y también me daba más bizcochos de bajo de sus almohadones y del cajón del velador. Ahora lloraba más, acercándome a Santiago, donde ya sólo la hallaría muerta, sepulta bajo las mostazas maduras y rumorosas de un pobre cementerio.

Mi madre había fallecido hacía dos años a la sazón. La primera noticia de su muerte recibíla en Lima, donde supe también que papá y mis hermanos habían emprendido un viaje a una hacienda lejana de propiedad de un tío nuestro, a efecto de atenuar en lo posible el dolor por tan horrenda pérdida. (pp. 49-50)

En el pasaje se establece una fecha precisa respecto al fallecimiento de la madre y se mencionan un conjunto de consecuencias a raíz de esta: entre ellas, la partida de la familia hacia una hacienda lejana y el consecuente duelo. Esta aparente racionalidad y estructuración de los acontecimientos va, no obstante, acompañada por observaciones puntuales de indicios (hechos o fenómenos) cuya causalidad u origen no se explican y que crean un efecto de extrañamiento y una atmósfera de suspenso. Ello ocurre, por ejemplo, en el momento en que el narrador-personaje vislumbra, a la llegada a su pueblo natal, el cementerio en donde está enterrada la madre:

Mi animal resopló de pronto. Cabillo molido vino en abundancia sobre ligero vientecillo, cegándome casi. Una parva de cebada. Y después perspectivóse Santiago, en su escabrosa meseta, con sus tejados retintos al sol ya horizontal. Y todavía, hacia el lado de oriente, sobre la linde de un promontorio amarillo brasil, se veía el panteón retallado a esa hora por la sexta tintura postmeridiana; y yo ya no podía más, y atroz congoja arrecióme sin consuelo.

A la aldea llegué con la noche. (p. 50)

Significativamente, la llegada se produce en la noche, uno de los núcleos temáticos señalados por los críticos que tipifica el modo de lo fantástico23. En esa misma noche –luego de encontrarse con su hermano Ángel–, el narrador decide recorrer los diferentes espacios de la casa natal, recorrido que produce en él la sensación “de quien va por los dominios alucinantes del pasado más mero de la vida” (p. 50). Esta visita nocturna por el espacio cerrado y clausurado de la casa natal, se configura a la manera de un viaje al pasado en el que se suspenden momentáneamente las coordenadas que organizan la percepción tanto espacial como temporal del sujeto. La constatación de la presencia de “lo extraño” se realiza en un pasaje inmediatamente posterior en el que ambos hermanos se sientan a descansar en el poyo de entrada de la casa y el narrador descubre en el rostro del hermano el signo inequívoco de lo sobrenatural:

Como en todas las rústicas construcciones de la sierra peruana, en las que a cada puerta únese siempre un poyo, cabe el umbral de la que acababa yo de franquear, hallábase recostado uno, el mismo inmemorial de mi niñez, rellenado y enlucido incontables veces. Abierta la humilde portezuela, en él nos sentamos, y allí también pusimos la linterna ojitriste que portábamos. La lumbre de ésta fue a golpear de lleno el rostro de Ángel, que extenuábase de momento en momento, conforme transcurría la noche y reverdecíamos más la herida, hasta parecerme a veces casi transparente. Al advertirle así en tal instante, le acaricié y colmé de ósculos sus barbadas y severas mejillas que volvieron a empaparse de lágrimas.

Una centella, de esas que vienen de lejos, ya sin trueno, en época de verano en la sierra, le vació las entrañas a la noche. Volví restregándome los párpados a Ángel. Y ni él ni la linterna, ni el poyo, ni nada estaba allí. Tampoco oí ya nada. Sentíme como ausente de todos los sentidos y reducido tan sólo a pensamiento. Sentíme como en una tumba... (p. 51)

La visión de la centella ocurre cuando ambos hermanos se sientan sobre uno de los poyos de la casa. Tal como afirma el narrador, el poyo señala un umbral junto a la puerta, pero, en este caso, simbólicamente el límite que separa a dos mundos o espacios contrapuestos: el de lo racional y el de lo irracional. A pesar de tratarse de un poyo “inmemorial [...] rellenado y enlucido incontables veces”, es decir, absolutamente familiar, la presencia de este elemento, casi imperceptible por su pertenencia a la esfera de lo cotidiano, servirá para anunciar la llegada de lo sobrenatural. La escena, además, añade a esta superposición un cierto tono de tristeza y patetismo que constituye un elemento innovador; el acompañamiento de estas notas subraya la confusión del narrador, pues a la intensidad del sentimiento de orfandad compartido con el hermano se unirá una absoluta falta de explicación para lo que luego sucede: aquel sentirse como muerto expresado por el narrador al final del pasaje. La aparición de la centella se ve también revestida por una característica que comparte con los personajes, pues –así como estos han perdido a la madre– ella también ha sido despojada de lo que le es connatural: el sonido del trueno.

En la escena siguiente, lo sobrenatural nuevamente se manifiesta, pero con una intensidad aún mayor: “Volví restregándome los párpados a Ángel. Y ni él ni la linterna, ni el poyo, ni nada estaba allí. Tampoco oí nada. Sentíme como ausente de todos los sentidos y reducido tan sólo a pensamiento. Sentíme como en una tumba...” (p. 51). El narrador confiesa haber perdido por un instante toda noción de aquello que se entiende por “lo real”, pues la percepción del mundo que lo rodea da paso a la captación de un agujero absolutamente vacío de la realidad (“nada estaba allí”), experiencia en la que desaparece por completo no sólo lo tangible, sino la posibilidad de hallar una explicación a través de una instancia superior o espiritual –que podrían, por ejemplo, proporcionar la religión o la mitología–. De este modo, desprovisto de toda capacidad para ensayar una explicación racional o incluso religiosa del suceso, el narrador se enfrenta a la absoluta aniquilación –la muerte– desprotegido tanto a nivel de su conciencia como de su espíritu.

La experiencia genera momentáneamente una transformación de la apariencia del hermano, aun cuando el narrador confiesa su duda acerca de la exactitud de sus percepciones:

Después volví a ver a mi hermano, la linterna, el poyo. Pero creía notarle ahora a Ángel el semblante como refrescado, apacible y –quizás me equivocaba– diríase restablecido de su aflicción y flaqueza anteriores. Tal vez, repito, esto era error de visión de mi parte, ya que tal cambio no se puede ni siquiera concebir. (p. 51)

Esta incertidumbre se ve ratificada poco después al referirse al retorno de los rasgos de quebrantamiento en el hermano: “Al término de la velada de dolor, Ángel parecióme de nuevo muy quebrantado, y, como antes de la centella, asombrosamente descarnado” (p. 51). Es interesante notar cómo el narrador describe la escena como una “velada de dolor”, es decir, incide nuevamente en el carácter patético que acompaña a lo sobrenatural, lo cual confirma esta tendencia a asociar el ámbito de lo extraordinario con el de la tristeza y la nostalgia y que plantea un distanciamiento frente a los procesos de racionalización que, generalmente, se presentan en la literatura fantástica24.

El relato y el viaje del narrador hacia la hacienda en donde se encuentra la familia, se reanudan y dan paso a la segunda parte del texto. Al final de esta, ocurre nuevamente un evento extraordinario: “Finada la primera jornada del camino, acontecióme algo inaudito. En la posada hallábame reclinado en un poyo descansando, y he aquí que una anciana del bohío, de pronto mirándome asustada preguntóme lastimera: —¿Qué le ha pasado señor, en la cara? ¡Parece que la tiene usted ensangrentada, Dios mío!...” (p. 52). El evento aparece enmarcado en un contexto temporal y espacial muy preciso y similar al que rodea la primera aparición de lo sobrenatural: al final de otra jornada de viaje, en el momento en que el narrador se dispone a descansar, significativamente, “reclinado en un poyo”. Estas dos coincidencias crean un patrón recurrente en el relato, dialogan entre sí y facilitan la coherencia interna del mismo a través del mecanismo de la autorreferencia. La pregunta acerca del origen de la sangre (“¿De dónde era esa sangre?”) y el completo desconcierto que genera en el narrador deriva en otro motivo de lo fantástico que reside en la incapacidad del lenguaje para aprehender la experiencia de lo sobrenatural: “Comprenderase el terror y el alarma que anudaron en mi pecho mil presentimientos. Nada es comparable con aquella sacudida de mi corazón. No habrán palabras tampoco para expresarla ahora ni nunca” (p. 52). La incapacidad expresiva está ligada al hecho de que el narrador –a través del testimonio de la “anciana del bohío”– presiente que la sangre que lleva adherida en el rostro pertenece a su madre y que, retrospectivamente, lo ha estado desde el momento en que creyó consolar a su hermano la noche anterior cuando estaban sentados en el poyo de la casa natal (“Al advertirle así en tal instante, le acaricié y colmé de ósculos sus barbadas y severas mejillas que volvieron a empaparse de lágrimas”). Así, solo en este segundo momento, el narrador toma conciencia de lo que ocurrió en la casa natal, lo cual obliga al lector, a su vez, a revaluar las circunstancias en que ocurrió el evento. Esta necesidad de reinterpretar algo ocurrido antes en el relato es también un rasgo anotado en la literatura fantástica25, pues coloca en un primer plano la materialidad del texto en tanto artefacto de invención pura y revela su rigurosa estructuración.

Como ya se ha dicho, la parte culminante del relato se escenifica en la hacienda situada en la selva, en la que el narrador se encuentra con su familia. Los acontecimientos producidos anteriormente contribuyen a crear un efecto de intensificación en la lectura que preparan al lector para este momento:

Una voz que llamaba y contenía desde adentro a los mastines, entre el alerta gárrulo de las aves domésticas alborotadas, pareció ser olfateada extrañamente por el fatigado y tembloroso solípedo que estornudó repetidas veces, enristró casi horizontalmente las orejas hacia adelante, y, encabritándose, probó a quitarme los frenos de la mano en son de escape. La enorme portada estaba cerrada. Diríase que toquéla de manera casi maquinal. Luego aquella misma voz siguió vibrando muros adentro; y llegó instante en que, al desplegarse, con medroso restallido, las gigantescas hojas del portón, ese timbre bucal vino a pararse en mis propios veintiséis años totales y me dejó de punta a la Eternidad. Las puertas se hicieron a ambos lados. (pp. 52-53)

Progresivamente, el narrador va develando el carácter sobrenatural de la escena a partir de las primeras impresiones que producen en él y en su caballo el reconocimiento de la voz de la madre. El portón detrás del cual aparecerá la figura materna –de manera similar a como ha ocurrido antes con el poyo de la casa natal– señala un límite más allá del cual toda explicación racional o coherente resulta insuficiente. Este límite separa no solamente lo real de lo irreal, sino que da paso a una nueva configuración en la que desaparecen estas categorías excluyentes –la “Eternidad”– lo cual también amplía el significado del título del relato. De esta manera, el viaje que realiza el narrador se organiza como una inmersión en las profundidades de un mundo cuya estructuración difiere radicalmente de aquella que organiza la realidad empírica de la cual proviene. Es significativo, también, que sea primero el animal quien percibe a través del olfato el carácter sobrenatural del encuentro, pues su naturaleza irracional no le impide constatar lo anormal de la situación, lo cual, además, le da mayor verosimilitud al pasaje e intensifica el impacto que produce en el narrador y en el lector.

Inmediatamente después, el narrador suspende la narración para dirigirse al lector y hacerlo partícipe de sus reflexiones. Estas tienen por objeto solidarizarlo con él y demostrar que –contrariamente a lo que se podría pensar– el acontecimiento no es producto de su imaginación ni tampoco obedece al hecho de haber perdido la cordura:

¡Meditad brevemente sobre este suceso increíble, rompedor de las leyes de la vida y la muerte, superador de toda posibilidad; palabra de esperanza y de fe entre el absurdo y el infinito, innegable desconexión de lugar y de tiempo; nebulosa que hace llorar de inarmónicas armonías incognoscibles! (p. 53)

En la imagen final, el narrador metaforiza su incapacidad para describir el evento a través del uso del oxímoron (“inarmónicas armonías incognoscibles”), recurso de presencia recurrente en la literatura fantástica26 y que expresa un principio de tensión que resulta sumamente apropiado para la esencial ambigüedad del modo.

En la escena siguiente, la madre pronuncia su primera alocución cuyo significado resulta incomprensible tanto para el narrador como para el lector: “—¡Hijo mío! —exclamó estupefacta—. ¿Tú vivo? ¿Has resucitado? ¿Qué es lo que veo, Señor de los Cielos?” (p. 53). Lejos de ser negada por el protagonista, esta genera en él una nueva sensación que también reviste un carácter sobrenatural:

[...] sentí ante su presencia entonces, asomar por las ventanillas de mi nariz, de súbito, dos desolados granizos de decrepitud que luego fueron a caer y pesar en mi corazón hasta curvarme senilmente, como si, a fuerza de un fantástico trueque del destino, acabase mi madre de nacer y yo viniese, en cambio desde tiempos tan viejos, que me daban una emoción paternal de ella. (p. 53)

El procesamiento de los hechos que realiza el narrador y las eventuales consecuencias que extrae de estos están también teñidos de un cariz extraordinario pues sugieren la posibilidad de una completa reversión de la condición misma de los personajes: la madre ahora –tal es el gozo de haberse reencontrado con el hijo–, se convierte por un momento en “hija” de él y este, a su vez, en “padre” de aquella: este momentáneo intercambio de los roles sugiere su carácter provisorio, es más, trasunta la necesidad de demostrar que en el espacio de la hacienda las identidades de los personajes son intercambiables y que en él, literalmente, el narrador se encuentra situado en un “mundo al revés” que ha cobrado vida una vez que se han franqueado las “gigantescas hojas del portón” que lo separan del mundo empírico. La escena da lugar nuevamente a un intenso patetismo lo cual subraya la incapacidad del narrador para procesar con objetividad los eventos en el momento en que ocurren; lo interesante radica en que, en el presente del enunciado –es decir, el momento en que se encuentra narrando la experiencia–, tampoco parece dar muestras de vacilación alguna ante lo ocurrido, como si existiera en él un deseo por que los hechos efectivamente hubieran ocurrido de ese modo. Sin embargo, como se ve inmediatamente, esta eventual aceptación da paso a un rechazo visceral de la situación: “— ¡Nunca! ¡Nunca! Mi madre murió hace tiempo. No puede ser...” (p. 54). La efectividad de las oscilaciones que se muestran en la conducta del narrador, contribuyen a crear un efecto de mayor verosimilitud y demuestran de qué manera la presencia de lo sobrenatural conlleva a una escisión de su subjetividad.

Sin embargo, el final del relato –lejos de introducirse una explicación coherente acerca de lo sucedido y confirmar, de paso, la cordura del narrador– agrega una nueva vacilación a la interpretación de los hechos que confirma la idea de que no existe regreso posible a aquel mundo empírico desde el cual se ha pretendido narrarlos. En el mundo de “más allá de la vida y de la muerte” en el que se ha internado el narrador –y del cual nunca regresará– cohabitan lo posible y lo imposible, fusionados de tal modo que resultan prescindibles las categorías que en un principio parecían gobernar la razón y separar claramente lo real de lo irreal:

—¡Pero, hijo de mi corazón! —susurraba casi sin fuerzas ella—. ¿Tú eres mi hijo muerto y al que yo misma vi en su ataúd? Sí. ¡Eres tú, tú mismo! ¡Creo en Dios! ¡Ven a mis brazos! Pero ¿qué?... ¿No ves que soy tu madre?

¡Mírame! ¡Mírame! ¡Pálpame, hijo mío! ¿Acaso no lo crees?

Contempléla otra vez. Palpé su adorable cabecita encanecida. Y nada. Yo no creía nada.

—Sí, te veo —respondí—, te palpo. Pero no creo. No puede suceder tanto imposible.

¡Y me reí con todas mis fuerzas! (p. 54)

Como puede observarse, el desenlace del relato, lejos de proporcionar una pauta esclarecedora de lo sucedido, multiplica las posibilidades de interpretación: en primer término, la risa final del narrador se contradice abiertamente con las consecuencias que emanan del reencuentro, pues si se asume que este aún se encuentra en posesión plena de su capacidad de discernimiento, la risa es un signo de aceptación precisamente de aquello que hasta ese momento ha carecido de toda explicación y que se ha identificado como sobrenatural. Por otro lado, la risa puede interpretarse en sentido contrario, es decir, como signo inequívoco de la pérdida de discernimiento del narrador y la plena aceptación de los acontecimientos y, de paso, subrayar la pérdida final de la capacidad de representación verbal de lo sobrenatural. Una tercera posibilidad –quizás más acorde con el significado del título del relato– consistiría en entender que el desplazamiento realizado por el narrador hacia el espacio de la casa natal –en primer lugar– y la hacienda –en segundo–, al encuentro con su familia y pasado, tiene por propósito el acceso a una nueva dimensión espacio/temporal utópica en la cual es posible el reencuentro entre dos seres que aparentemente han sido separados por la muerte. Por último, aun cuando existan pocos indicios para llegar a esta conclusión, el relato en su totalidad podría ser entendido como el producto de una imaginación –enajenada o no– que trama un discurso que justifica precisamente el carácter ficticio de los hechos narrados, esto es, un discurso dirigido a legitimar la invención como procedimiento de suspensión de las convenciones que regulan nuestras percepciones de lo que creemos conocer como “lo real”.

Creo, finalmente, que estas interpretaciones contribuyen a vislumbrar el carácter único del relato y, por extensión, del volumen en el que se incluye, pues al uso de una serie de procedimientos formales y núcleos temáticos comunes de la narrativa fantástica (narrador en primera persona; presencia de motivos tales como “la noche”, “el laberinto”, “el umbral” o “el doble”; explicitación de los mecanismos de la ficción, entre otros) se adhieren elementos cuyo origen se situaría más bien dentro del legado de las experimentaciones de corte vanguardista de comienzos de siglo (escisión del sujeto que narra, subjetivización de la narración, creación de nuevos lenguajes y/o códigos de representación, énfasis en el plano del significante y la materialidad de la escritura, ampliación de las fronteras interpretativas del texto, entre otros). De esta manera, quizás, pueda llegarse a plantear una revaloración de la obra narrativa vallejiana –en particular de los textos que conforman Escalas– y no simplemente considerarla como apéndice de aquella otra –la poética–, consagrada desde hace mucho tiempo por la crítica.

Del otro lado del espejo

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