Читать книгу Del otro lado del espejo - José Güich Rodríguez - Страница 16
“La Granja Blanca” (1904)
ОглавлениеEl relato “La Granja Blanca”, uno de los más conocidos de su autor y publicado inicialmente en El Ateneo de Lima (1900), formó parte de la primera colección de Clemente Palma, Cuentos malévolos, que apareció, con prólogo de Miguel de Unamuno, en 1904. Su título original fue “¿Ensueño o realidad?”, como si el autor quisiera advertir desde el inicio que se trataba de un relato donde ambas instancias se entrecruzaban o creaban un universo sometido a la ambivalencia.
La frase, luego modificada, es probablemente una de las primeras claves que darían razón a la postura de König, opuesta a la mayoría de críticos o antologadores, como Harry Belevan (1977), quien sostiene que Clemente Palma es “seguramente el máximo exponente del modernismo en el Perú, por el cuidado del lenguaje y la elaborada ambientación temática en donde se alimenta el barroquismo de su escritura fantástica” (p. 4).
El cuento tiene como eje a una pareja de jóvenes enamorados (primos entre sí) quienes, sujetos a las convenciones rigurosas de la época, viven una pasión contenida a la espera de la formalización que implica el vínculo matrimonial. Sin embargo, el relato no muestra de inmediato estos hechos, sino que se inicia con una digresión. Esta delata el aprendizaje de la poética de Poe por parte de Clemente Palma; se trata de una especie de introducción o presentación de ciertas ideas que más tarde serán planteadas en el desarrollo narrativo:
¿Realmente se vive o la vida es una ilusión prolongada? ¿Somos seres autónomos e independientes en nuestra existencia? ¿Somos efectivamente viajeros en la jornada de la vida o somos tan solo personajes que habitamos en el ensueño de alguien, entidades de mera forma aparente, sombras trágicas o grotescas que ilustramos las pesadillas o los sueños alegres de algún eterno durmiente? Y si es así, ¿por qué sufrimos o gozamos por cuenta nuestra? Debiéramos ser indiferentes e insensibles; el sufrimiento o el placer debieran corresponderle al soñador sempiterno, dentro de cuya imaginación representamos nuestro papel de sombras, de creaciones fantásticas. (p. 123)
Estamos ante una suerte de “exposición de motivos” inserta en una conversación sostenida entre el protagonista (narrador autodiegético) y su viejo maestro de filosofía. Muy seguro de sí, el discípulo cuestiona las ideas de Kant respecto a la representación defectuosa o inexacta de la realidad; para el joven, no existe el mundo real, puesto que vivimos en un mundo intermedio del ser colocado entre la nada, inexistente, y la realidad, también inexistente: somos un acto de imaginación de una entidad eterna.
Al final del segmento, se produce una anticipación en torno de las experiencias del protagonista, quien desliza el dato de que su maestro cambiará de parecer a propósito de algunas circunstancias particulares que serán conocidas con posterioridad. La indeterminación acerca de cuándo se produce este diálogo (si antes o después de los sucesos principales) fortalece ese tono racional o de especulación hollado por una impronta fantasmagórica. El fragmento digresivo constituye, a su vez, una llamada de atención sobre lo que sobrevendrá y que, por ahora, quedará en suspenso.
Las preocupaciones sobre el sueño y la vigilia constituyen uno de los núcleos hegemónicos en la obra de los escritores románticos. En gran medida, las formulaciones del protagonista de “La Granja Blanca” coinciden con las exploraciones y reivindicación del inconsciente por parte de escritores alemanes como Jean Paul, Novalis, Hölderlin o Hoffmann. Estudiosos como Albert Béguin, en libros capitales como El alma romántica y el sueño, han establecido una línea continua que se extiende desde esos autores de la primera hora del Romanticismo hasta los poetas franceses que también hallaron en la noche y en las imágenes oníricas una poderosa fuente de inspiración. Incluso, Béguin (1996) desplaza más lejos en el tiempo esas obsesiones:
Si es exacto que los románticos renovaron profundamente el conocimiento del sueño y le dieron un lugar privilegiado, se cometería un error de perspectiva al suponer que fueron los primeros en interesarse por él y en hacerlo objeto de estudios psicológicos. (p. 25)
Iniciada la historia, sabemos que el vínculo de los enamorados se ha solidificado con el tiempo, incentivado por la muerte de los padres del protagonista. La relación es pedagógica, en tanto se insiste en el hecho de que uno es maestro del otro. Eso ha determinado el surgimiento de una comunión de almas que también puede concebirse a la luz de otras ideas románticas, sobre todo aquellas tendientes a buscar y revelar una armonía entre el ser humano y el cosmos.
Chopin y Beethoven, emblemáticos compositores del sentimiento romántico por antonomasia, son los favoritos de la pareja y operan como telón de fondo en sus conversaciones de manera permanente. La autorreferencia acerca de una tragedia que se avecina, oculta por las experiencias de un sentimiento idealizado, funciona como mecanismo prospectivo; el narrador-protagonista halla estos anuncios nefastos en las situaciones más serenas y contemplativas.
También es posible rastrear esas marcas propias de la sensibilidad romántica en la descripción que el narrador hace de Cordelia, a quien representa como “alta, esbelta, pálida, sus cabellos abundantes, de un rubio de espigas secas, hacían contraste con el rojo encendido de sus labios y el brillo febril de sus ojos pardos” (p. 126). Ello contrasta con la premonición del fin de la vida que el narrador contempla en la belleza de Cordelia. Percibe en ella “un hálito impalpable de la muerte” (p. 126), y calza esta obsesión con un cuadro flamenco descubierto en la catedral cercana, que representa la resurrección de la hija de Jairo.
El personaje de la pintura se parece mucho a Cordelia, lo que ampara las reflexiones del narrador a propósito de cómo la belleza de un ser, en la plenitud de sus fuerzas, oculta las semillas de la muerte (la correspondencia con el sueño se evidencia aquí: es un estado semejante al de la muerte por cuanto implica una suspensión momentánea de la existencia). Por otro lado, también es una prefiguración de la dualidad o de la alteridad. El narrador-protagonista vuelve a fijar una pista que paulatinamente llevará al lector al desenlace y a una interpretación posible de los extraños acontecimientos.
La llamada “Granja Blanca”, una propiedad campestre ubicada en una geografía no identificada, se convertirá en el locus amoenus y escenario del amor de la pareja, pero también en una imagen invertida, es decir, del infierno y de la muerte. Es en realidad un palacio erigido en medio de un bosque, heredado por el narrador y a donde se dirige junto con Cordelia para contar con alguna privacidad y vivir cerca de la naturaleza. Cada cuatro meses se instalan en ese paraje que nadie ha habitado por doscientos años. Los acompaña el maestro de filosofía que aparece en la digresión del inicio.
Tal como sugiere König, la imagen del lugar se construye sobre la base de una sensibilidad que remite al espíritu romántico anterior a las concepciones del decadentismo de fin de siglo. Será el territorio o plano intermedio al que alude el protagonista del relato en la larga digresión del comienzo a propósito de las posturas de Kant. En efecto, la “Granja Blanca” se convertirá en una proyección “concreta” de las intuiciones que animan al protagonista: el ser humano habita en un puente entre la Nada y la Realidad.
Es el espacio donde el amor apasionado entre los protagonistas genera un mundo no sometido a la urbanización ni a las preocupaciones vulgares de la existencia cotidiana. Está detenido en el tiempo; es una suerte de Arcadia donde la pareja elude las miradas extrañas o censoras. Las anticipaciones respecto de la muerte se acrecientan, pues luego de besar a Cordelia, quien busca momentos propicios para esos encuentros, tiene la impresión de “haber besado los sedosos pétalos de una gran flor de lis nacida en las junturas de una tumba” (p. 129).
Este particular tratamiento acerca de la relación del hombre con el entorno natural y la recuperación de un paraíso coincide con lo expresado por Octavio Paz (1974) que, pese a centrar sus propuestas en torno de la poesía, también resulta pertinente en relación a ciertas exploraciones del romanticismo presentes en la narrativa modernista:
La superioridad de lo natural reposa en su anterioridad: el primer principio, el fundamento de la sociedad, no es el cambio ni el tiempo sucesivo de la historia, sino a un tiempo anterior, igual a sí mismo siempre [....] La nostalgia moderna de un tiempo original y de un hombre reconciliado con la naturaleza expresa una actitud nueva. Aunque postula como los paganos la existencia de una edad de oro anterior a la historia, no inserta esa edad dentro de una visión cíclica del tiempo; el regreso a la edad feliz no será la consecuencia de la revolución de los astros, sino de la revolución de los hombres. (pp. 58-59)
La influencia de ese espacio de la ambigüedad –limbo donde las leyes de la lógica parecen anularse e impulsar los acontecimientos fatídicos– será determinante para la edificación de la peripecia fantástica, pues se encuentra regido por fuerzas inescrutables que el sujeto y la razón jamás descifrarán y que subvierten de manera dramática el curso normal de los sucesos.
Eso se evidencia a partir de la cuarta sección del texto. Un mes antes de la boda, el narrador buscará a Cordelia para efectuar la última visita a la Granja Blanca antes de la ceremonia. La fractura de esta atmósfera paradisiaca se produce con la enfermedad repentina de la muchacha, aquejada de malaria. La aspiración a un mundo no contaminado por las angustias o los pesares que los personajes desplegaron a lo largo de las primeras estancias en el palacio, ahora reconstruido y habitable, sufre un golpe contundente.
Este choque propicia el primer giro dramático de la historia, que a partir de entonces se tornará más incierta, morbosa y oscura. Las palabras del narrador innominado grafican el estallido de ciertas pulsiones respecto de la inminencia de la muerte. Quiere neutralizar ese peligro, anulando la frontera entre lo sagrado y lo profano. Estamos ante un “pacto fáustico” implícito, apenas anunciado en el estado febril en que vive el protagonista:
La más espantosa angustia se apoderaba de mí al oírla delirar con la Granja Blanca. Las maldiciones y las súplicas, las blasfemias y las oraciones se sucedían en mis labios, demandando la salud de mi Cordelia. Diéramela Dios o el diablo, poco me importaba. Yo lo que quería era la salud de Cordelia. La habría comprado con mi alma, mi vida y mi fortuna; habría hecho lo más inmundo y lo más criminal. (p. 130)
El protagonista acompañará a Cordelia en ese trance, hasta que un día, sin mediar una explicación más sustanciosa, se anuncia el fallecimiento de la muchacha. En este instante, de modo imperceptible, el relato se desarrolla en un plano donde tanto el sueño (realidad alternativa) como el tema del doble –recurrentes elaboraciones románticas– articularán una unidad narrativa manejada dentro de los alcances propios de las correspondencias o analogías tan caras a la cosmovisión romántica, como el ensayo de Paz (1974) también propone:
La creencia en la analogía universal está teñida de erotismo: los cuerpos y las almas se unen y separan regidos por las mismas leyes de atracción y repulsión que gobiernan las conjunciones y disyunciones de los astros y de las sustancias materiales. (p. 101)
El desmayo del personaje y la recuperación de la conciencia ante lo terrible de esa noticia fungen de puente hacia el mundo “soñado” que su horror a la pérdida forjará; esta es una posible interpretación de la historia. Al despertar, corre desesperado a la casa de Cordelia. Una engañosa normalidad, signada por la aparición de la madre de su prometida, parece derivar los hechos por los cauces en apariencia correctos, donde nada que altere ese estado de inmersión en lo arcádico logre prevalecer o triunfar.
El matrimonio se lleva a cabo, como estaba previsto, y la pareja se traslada a la Granja Blanca. El protagonista, a raíz del pacto luciferino firmado sin medir las consecuencias o sin reparar en ello, ha perpetrado un simulacro que se irá revelando gracias a indicios hábilmente dosificados; logra, por lo tanto, anular las fronteras entre lo real y lo imaginario (nueva referencia al exordio o digresión del principio), porque es incapaz de aceptar la terrible pérdida y se ha rebelado ante ella, haciendo prevalecer categorías que también son una manifestación del espíritu prometeico del romanticismo temprano, tan bien explorado por Carlyle en Los héroes5.
La corporeidad de esa simulación ha llegado a tal punto de “verosimilitud” que engendrará una niña con la segunda Cordelia, antes de que ella se extinga definitivamente, luego de una serie de episodios de marcadas resonancias eróticas con visos de vampirismo y satanismo. Ella, ser sin nombre (como el padre-narrador), nacida al final del primer año en la Granja Blanca, es una continuidad, una suerte de clon demoníaco que prolonga la existencia de Cordelia más allá de las dos muertes sufridas por este personaje: la primera, real; la segunda, una réplica de la anterior. Transcurrido otro año, la realidad paralela que sirvió de marco a la plenitud del vínculo amoroso (que fusiona cuerpo y alma, como correlato de la búsqueda de la unidad perdida) empezará a ser amenazada por el mundo exterior que ha seguido su curso, de acuerdo con sus propias leyes.
La prueba máxima de autoridad racional la brinda el maestro de filosofía (ahora, el mayor enemigo de la Arcadia o de la Edad de Oro), quien se ha presentado en el palacio para entregarle al protagonista una carta de la madre de Cordelia, evocando los dos años de su muerte. Mundo real y alterno o soñado se aproximan y tienden a fusionarse luego de la prolongada escisión creada por el personaje –acuciado por sus obsesiones–, quien insiste una vez más en sus convicciones acerca de que los seres humanos son “concebidos” por una entidad desconocida y superior, sin percatarse de que él podría ser el responsable de todas las manifestaciones, una suerte de héroe trágico víctima de una ironía del destino:
¿Insiste usted, maestro, en creer en la realidad de la vida y de la muerte? ¡Bah! Pues yo le digo a usted que no existen ni la una ni la otra. Ambas son ilusiones, ensueños episódicos, que no se diferencian sino en la conciencia de ese gran durmiente en cuya imaginación vivimos una vida fantástica. (p. 142)
En el clímax del relato, el maestro, horrorizado ante las declaraciones de su discípulo, cae en la cuenta de lo que debe de haber ocurrido durante el período que el propietario de la Granja Blanca vivió ahí, aislado del entorno, en aparente duelo. Las pruebas innegables cuestionan el edificio de la razón y de la lucidez que él encarna, frente a la libertad trágica que su discípulo representa.
El anciano, luego de confrontar una serie de indicios, descubre que la niña es Cordelia cuando tenía un año. Ante el peligro de un vínculo incestuoso con la réplica de la mujer, el maestro la arrojará sobre una terraza y los lobos devorarán el cuerpo. Al final del relato, la Granja Blanca será devorada por el fuego y el narrador partirá, alejándose para siempre del Paraíso al revés en que se ha convertido el entrañable refugio y que con probabilidad también fue un factor coadyuvante en la serie de acontecimientos anómalos.