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Proemio Modernismo, Vanguardia y Generación del Cincuenta

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En numerosas ocasiones, se ha afirmado con poca exactitud que la poesía peruana de la Generación del Cincuenta se escinde en dos grandes vertientes identificadas con los rótulos de “poesía pura” y “poesía social”. La primera, heredera de las vanguardias, se caracterizaría por la experimentación, la conciencia del poema como realidad formal y la búsqueda de lo esencial; la segunda, en cambio, vinculada a los presupuestos del social realismo y el compromiso político, desarrollaría una poesía situada y abocada a la representación crítica de la realidad. Esta distinción es esquemática y poco fiable, pues cualquier poema valioso posee, en mayor o menor medida, esta doble identidad; por ello, Marco Martos ha querido reformularla proponiendo una dicotomía que opone los poetas aristotélicos a los poetas platónicos. Con esta distinción se aminoran los componentes políticos e ideológicos, vinculados a una famosa polémica desarrollada en la literatura peruana en los años cincuenta, para privilegiar una actitud ante la realidad. Los primeros desarrollarían una poesía idealista y volcada a una dimensión o bien trascendente o bien interior; los segundos, en cambio, buscarían una poesía definida por su capacidad para representar la realidad contingente. Es factible extender esta distinción a los narradores para evaluar, en el proceso de la narrativa peruana del siglo XX, la presencia de una forma de ficción que propone universos en los que cobran fuerza dimensiones imaginarias e irracionales. Podría reconocerse, pues, una amplia corriente de aliento realista que ha ofrecido múltiples modulaciones, en contraposición a otra línea de corte experimental y fantástico. Esta doble actitud ha estado presente, con intermitencias a todo lo largo del siglo XX, con la salvedad de que la primera ha terminado escamoteando el reconocimiento y el valor de la segunda.

Hasta los años ochenta, hubo una mirada casi unánime en la crítica que resaltaba la preferencia de nuestros narradores por el realismo y la actitud crítica ante la realidad. El paradigma de las décadas de los veinte, treinta y cuarenta fue el indigenismo, para ceder su lugar preponderante al neoindigenismo y neorrealismo, vinculados a las transformaciones de la sociedad y la ciudad de Lima, en las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta. En ambos casos se trataba de ofrecerle al lector microcosmos ficcionales dotados de un valor mimético y testimonial, cuya fuerza narrativa residía en la capacidad de representar en sus situaciones y personajes, el complejo sistema de tensiones que sostiene la sociedad peruana. Novelas totales como El mundo es ancho y ajeno, Todas las sangres, La casa verde o Conversación en La Catedral se convirtieron así en los signos mayores de ese compromiso realista. “La letra viene de la sangre y la vida, con el ritmo y las experiencias del creador”, afirmaba Ciro Alegría (1991) en “Novela de mis novelas”, y añadía inmediatamente: “Si es arte el mío y si en arte es una virtud la sinceridad, yo la reclamo”1. Podemos entender “sinceridad” como “verdad” y esta como trasposición fidedigna de la realidad. Hay, pues, en las palabras de Ciro Alegría un reclamo de la “verdad” en el tejido de la narrativa, pues la ficción es coherente en tanto es capaz de representar artísticamente el mundo que nos rodea. Pero el dominio de este paradigma no ha significado la inexistencia de otras propuestas ficcionales desvinculadas de los cánones realistas; es más, ellas han existido no como excepciones o propuestas insulares, sino como una constante que ha ido creciendo en el tiempo para forjar su propia identidad y tradición.

Le corresponde a Harry Belevan el primer esfuerzo sistemático para explorar el hilo fantástico en nuestra narrativa. Su Antología del cuento fantástico peruano (1975) es ya un texto clásico que demuestra la existencia en nuestra literatura de “una línea de expresión fantástica y no como un componente de casos aislados, sino, inclusive, como una tradición perfectamente definible” (p. XLVIII). Ya en la década del ochenta, empieza el reconocimiento crítico de esta tradición como un corpus significativo en el proceso de la narrativa peruana del siglo XX.

Uno de los primeros trabajos que busca ofrecer una perspectiva integral de nuestra ficción es el artículo “La narrativa peruana después de 1950” de Ricardo González Vigil (1984). Si bien el autor explica que eligió 1948 como fecha límite (en ese año Carlos Eduardo Zavaleta publicó El cínico) para observar la renovación de nuestra narrativa, su análisis incorpora la revisión de numerosos autores y obras anteriores a este límite. González Vigil reconoce la existencia de cinco corrientes que han tenido un peso específico distinto en diferentes ciclos de nuestra narrativa. La primera de ellas corresponde al “Realismo maravilloso” que encarna en la renovación del indigenismo, en la visión interna de la Amazonía y en la dimensión maravillosa de cierta narrativa de la costa. El “Neorrealismo” es la segunda corriente e implica la reformulación del realismo tradicional para ofrecer una visión más amplia y compleja de la realidad en todos sus niveles. Es significativo que estas dos tendencias, que tienen un anclaje en la realidad, sean las más desarrolladas en el estudio por la gran cantidad de autores que pueden afiliarse a estas zonas de creación. Las tres vertientes restantes tienen una visibilidad menor, pero no por ello menos importante. González Vigil las identifica con los rótulos de “El experimentalismo”, definido así porque convierte al lenguaje en protagonista, y la “Revalorización de la sub-literatura”. Hemos dejado para el final la “Literatura fantástica” que comienza en el Modernismo como “una línea menor que lleva del Indigenismo al Realismo maravilloso y del Costumbrismo al Neorrealismo urbano” (p. 244).

Como puede observarse, en el tránsito correspondiente a los años setenta y ochenta, la narrativa fantástica peruana deja de ser vista como una rareza o un ejercicio epigonal y es el objetivo de nuestro trabajo observar, a través de un conjunto de ensayos, los rostros y singularidades de algunos cultores de la ficción de aliento fantástico en nuestra tradición. Sin embargo, un breve recuento es indispensable en esta introducción.

Siguiendo a Belevan, es factible detectar dos ciclos significativos en el desarrollo de esta modalidad de relato en la primera mitad del siglo XX. Efectivamente, la narrativa fantástica peruana surge vinculada al Modernismo y le corresponde a Clemente Palma iniciarla con Cuentos malévolos (1904) y dos de sus novelas: Mors ex vita (1923) y XYZ (1934). Siguiendo la impronta de Poe, Hoffmann y Maupassant, Clemente Palma logra peculiares relatos que fusionan el horror y elementos sobrenaturales. Más logrados y complejos son algunos cuentos de Abraham Valdelomar como “Los ojos de Judas”, “El hipocampo de oro” o “Finis desolatrix veritae” que suponen diversas incursiones en predios fantásticos. Casualmente, el primero de ellos es uno de sus relatos más notables, además de articular un sugerente giro fantástico en una atmósfera de corte evocativa y situada en espacios muy concretos de la costa peruana.

La otra gran presencia que sienta las bases para la fundación del relato fantástico peruano es César Vallejo, quien integra las rupturas vanguardistas con ficciones existenciales que diluyen los límites realistas. Si bien su genial poesía ha relegado un poco su rol narrativo, libros como Escalas melografiadas, Fabla salvaje y algunos textos de Contra el secreto profesional son hitos significativos que anuncian la modernización de nuestra narrativa y la incursión fructífera en dominios fantásticos. No puede dejar de mencionarse, en este ciclo, el aporte de Ventura García Calderón en algunos de sus relatos de La venganza del cóndor, a pesar de la mirada exótica que los define.

Después de esta primera eclosión hay que esperar hasta la Generación del Cincuenta para hallar un conjunto significativo de nuevas incursiones en este género. Como sugiere Juana Martínez Gómez en “Intrusismos fantásticos en el cuento peruano” (1992), en los cincuenta pueden identificarse dos dominios principales en el ámbito de lo fantástico. En el primero de ellos pueden ubicarse algunos cuentos de Julio Ramón Ribeyro, Felipe Buendía, Alejandro Arias y José Durand. Estos relatos, explica Martínez, no abandonan “el referente urbano preferido por la generación, de modo que en el asiento realista se infiltra suavemente la expresión fantástica, desviando el foco de atención del lector desde los problemas sociales y colectivos a los más íntimos del ser humano” (p.150). El otro dominio es más elusivo y heterodoxo al articular o sugerir elementos fantásticos con otros que se relacionan con el cuestionamiento del lenguaje propio de la narrativa experimental, el microcuento y el poema en prosa. Es el caso de algunos textos de El avaro de Luis Loayza o el juego de espejos de Un cuarto de conversación de Manuel Mejía Valera.

Otra propuesta para evaluar la diversidad de la narrativa fantástica en los cincuenta es la de Elton Honores en Mundos imposibles. Lo fantástico en la narrativa peruana (2010) que identifica cuatro vertientes fundamentales. La primera de ellas corresponde al “cuento fantástico estilístico-minificcional” caracterizado por su componente metaficcional y el cuidado por el estilo; allí pueden inscribirse los relatos de Luis Loayza, Manuel Mejía Valera, José Miguel Oviedo y José Durand. Una segunda vertiente es la del “cuento fantástico humorístico” que apela a la parodia de subgéneros populares como la ciencia ficción, el policial y el terror; aquí se sitúan Luis Rey de Castro, Luis León Herrera, Luis Felipe Angell y Juan Rivera Saavedra. Una tercera línea corresponde al “cuento fantástico maravilloso” en la que pueden ubicarse los relatos de José Durand, Edgardo Rivera Martínez y Manuel Velázquez Rojas. La última vertiente es la del “cuento fantástico absurdo existencialista” vinculado a la crisis del sujeto en el mundo moderno; allí se reconocen los relatos de Julio Ramón Ribeyro o Felipe Buendía.

La Generación del Cincuenta fue responsable de insertar a la narrativa peruana en la Modernidad; en ese lapso, el neorrealismo urbano, el neoindigenismo y lo fantástico cohabitaron en nuestro sistema literario peruano con equilibrio de fuerzas. Cada uno era tributario de las mutaciones operadas en la cultura occidental durante la primera mitad del siglo XX en los dominios de las formas y de los contenidos. En América Latina, la Vanguardia había preparado el terreno para la asimilación de novísimas prácticas literarias.

En la última de estas líneas, la fantástica, destacaron Buendía, Loayza, Durand o Ribeyro, entre otros. La opción desrealizadora perdía de modo paulatino un halo marginal o periférico para ofrecer producción de calidad, tanto en formato de libro como en revistas y medios de prensa. Ello lo corrobora el acucioso y fundacional libro de Elton Honores, Mundos imposibles. Lo fantástico en la narrativa peruana (2010); Honores es el crítico que mejor conoce el desarrollo de este complejísimo proceso. Los autores citados se encuentran a la espera de investigaciones meticulosas que establezcan con fundamento su real valor de posición, pero Honores ya ha abierto el camino que pocos, por ahora, se han decidido a recorrer con herramientas teóricas consistentes y con conocimiento amplio de las fuentes primarias y secundarias.

Retomando la década del cincuenta, lo fantástico ya no devenía un territorio excéntrico, pues los creadores de tal tendencia practicaban esta narrativa bajo los presupuestos de un proyecto artístico o intelectual, apoyados en la asimilación reflexiva de creadores extranjeros que poco a poco alcanzaban reconocimiento y prestigio fuera de sus países de origen. Los nombres de Borges, Cortázar, Bioy Casares o Arreola ya no resultaban extraños o ajenos; existía, a la sazón, una corriente fantástica en lengua castellana; además, primaba la sensación de que literaturas próximas resolvían con versatilidad el viejo (y trivial) antagonismo entre opciones realistas canónicas y otras miradas, más centradas en lo insólito, lo extraño o la fantasía pura.

En el Perú, el Modernismo y la Vanguardia habían inaugurado las exploraciones que más tarde esa generación asumiría con rigor poético o artístico personales. Clemente Palma (1872-1946), Abraham Valdelomar (1888-1918) y César Vallejo (1892-1938) son paradigmáticos al respecto. Son, de algún modo, las piedras angulares de esta corriente en el Perú. En el caso del gran poeta nacido en Santiago de Chuco, no es aventurado afirmar que ostentaba las condiciones adecuadas para convertirse en el más importante narrador peruano del género, de no haber sido la poesía el eje esencial de su carrera. Libros como Escalas melografiadas son de lectura y mención obligatorias, como se apreciará posteriormente en este trabajo

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