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Claves secretas del romanticismo en la narrativa de Clemente Palma

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José Güich Rodríguez

Las noticias críticas sobre Clemente Palma no han sido precisamente copiosas en los estudios literarios peruanos. En general, es sabido que por varias décadas la narrativa fantástica escrita en el país se mantuvo apenas como una referencia lateral en la mayor parte de manuales o de panoramas históricos1. No fue tema central y esa situación se reflejó en su existencia al margen de los circuitos oficiales o hegemónicos dominados por la llamada “academia”.

Es obvio que en gran medida aquello afectó al conocimiento cabal o profundo de un escritor de intensa actividad periodística y universitaria entre fines del siglo XIX e inicios del XX; a eso se suman los lazos familiares: como hijo del gran tradicionista, la tendencia natural del sistema literario –salvando excepciones– fue reducir o silenciar su importancia, a la sombra del que es considerado uno de los más importantes autores peruanos de todas las épocas.

Gabriela Mora (2000) propone explicaciones que van desde la truculencia o crudeza de los temas abordados por el escritor, hasta la animadversión por parte de los críticos posteriores a propósito de los juicios de Clemente Palma en torno de autores capitales como César Vallejo (pp. 24-25), cuyos aportes al género son analizados por Alejandro Susti dentro de los alcances de este trabajo.

Por otro lado, resulta paradójico que para quienes se aventuraron a explorar el desarrollo del género en el Perú, la génesis de tal proceso sea Ricardo Palma, como apunta Elton Honores en la introducción a La estirpe del ensueño, antología elaborada por Gonzalo Portals Zubiate (2007):

El género fantástico peruano, salvo excepciones, no ha sido mayoritariamente objeto de interés dentro de los estudios literarios. Sin embargo, tanto Mauren Ahern (1961) como Tauzin Castellanos (1999) señalan el punto de partida del género fantástico en las primeras tradiciones de Ricardo Palma, que desarrolla a mediados del siglo XIX. (p. 31)

El primer estudioso del género que intenta un abordaje con sustento teórico fue Harry Belevan, como ya se ha expresado en el panorama introductorio que antecede a estas páginas. Su Antología del cuento fantástico peruano (1977) incluye dos informados estudios que preceden a la muestra en sí2. Según Belevan, por un lado, “prácticamente todos los estudiosos han coincidido en señalar que no existe una tradición fantástica peruana” (p. XLVII). Para el escritor, esto invalidaría la necesidad de una antología semejante.

En cuanto a Clemente Palma, basándose en diversos críticos (Oviedo, Carrillo), Belevan (1977) incide en el hecho de que se trata del iniciador de la literatura fantástica propiamente dicha en el Perú (p. XLVII). De otro, el mismo Belevan defiende la existencia de esa tradición, no formada por casos aislados, sino definible (p. XLVIII): “[...] es factible referirse, dentro de nuestra literatura, a una narrativa fantástica que se inicia, efectivamente, con Clemente Palma y que marca nítidamente una sincronía generacional [...]” (p. XLVIII). Al margen de la validez de los juicios de Belevan en torno del concepto de tradición y de sus requisitos (críticos jóvenes como Honores son más cautos), el consenso es casi unánime respecto al carácter pionero o fundacional del autor de Cuentos malévolos (1904), Historias malignas (1925) y la novela de ciencia ficción XYZ (1934).

Otro esfuerzo sistemático (y quizá el más reciente) por establecer la posición de Clemente Palma en el marco de la literatura peruana y en especial, dentro de las corrientes modernistas, es el de Ricardo Sumalavia. Se trata del amplio estudio preliminar a la Narrativa completa de nuestro autor (2006), titulado “Clemente Palma y el modernismo peruano. La búsqueda de un ideal”. Sumalavia propone una caracterización del modernismo peruano a la luz de una serie de consideraciones y juicios canónicos, como los de Sánchez, Escobar, Oviedo o Delgado. Este, por ejemplo, sostiene que Clemente Palma pertenece, como rara avis, a una vertiente arielista, la más cercana a Rubén Darío en poesía y a José Enrique Rodó en prosa3. Otros escritores de ese perfil son Víctor A. Belaunde, Ventura García Calderón, José Gálvez y Luis F. Cisneros, entre otros (p. 4).

A manera de una ampliación de estas consideraciones, es claro que el Modernismo suele percibirse o construirse de un modo reduccionista y estereotipado, como una versión hispanoamericana de usos literarios europeos, por ejemplo, el parnasianismo o el simbolismo, o las tendencias decadentistas y góticas tan en boga desde mediados del siglo XIX hasta inicios del XX. Estos, a su vez, se consideran tributarios de la influencia que ejerció el norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) en Francia, donde fue traducido y difundido por Charles Baudelaire, el autor de Las flores del mal, libro de fundación en varios sentidos.

Lo que suele ser poco examinado por la crítica especializada es la raíz esencialmente romántica (en tanto actitud estética y filosófica) del Modernismo hispanoamericano; el Romanticismo alimentó también a sus antecesores inmediatos, como al ya citado Baudelaire, lo mismo que a Rimbaud o Mallarmé. Y de modo específico, tampoco se ha subrayado cuánto de esa tradición subsiste en la narrativa fantástica que se desarrolló con abundancia en los sucesivos períodos de la explosión modernista en nuestro continente.

Ya Octavio Paz (1974) había llamado la atención sobre tales cuestiones, aduciendo que la corriente modernista –complejo producto de la asimilación en nuestros países de las tendencias cosmopolitas de una Europa sometida a grandes transformaciones sociales, económicas y culturales– era, en realidad, nuestro “Romanticismo”. Según esta perspectiva, fue la primera vez que el continente producía una literatura que no fuese mero eco de lo impuesto por los centros hegemónicos de la inteligencia occidental:

El modernismo fue la respuesta al positivismo, la crítica de la sensibilidad y el corazón –también de los nervios– al empirismo y el cientificismo positivista. En este sentido su función histórica fue semejante a la de la reacción romántica en el alba del siglo XIX. El modernismo fue nuestro verdadero romanticismo y, como en el caso del simbolismo francés, su versión no fue una repetición, sino una metáfora: otro romanticismo. (p. 126)

La idea de Octavio Paz deviene en inmejorable punto de partida para lo que abordará este trabajo, aunque podría dar pie a más de un problema de enfoque. Si el Modernismo de José Martí, Rubén Darío o Leopoldo Lugones fue, en cierta medida, nuestro Romanticismo (experimentado hasta entonces solo como una copia impostada o artificiosa, en líneas generales, salvo contadas excepciones), ¿contra qué se habrían alzado esos escritores finiseculares, dada la impronta cuestionadora y parricida que, desde fines del siglo XVIII e inicios del XIX –en países como Alemania e Inglaterra–, había objetado la razón y las formas de vida burguesa para proponer otra sensibilidad, más intuitiva y abierta a los dominios de lo irracional? ¿Los mismos factores que dieron vida a los románticos alentaban a los modernistas de Hispanoamérica a recorrer los mismos caminos? ¿No habían sido los creadores románticos cultores sin discusión de casi todos los temas y búsquedas que el Modernismo anunciaba como novedad o como un espíritu distinto de un estado de cosas anterior? ¿El germen del decadentismo y de lo gótico que tanto entusiasmaba a buena parte de los modernistas no se encuentra ya anunciado en los románticos?4

Estudiosos como el colombiano Rafael Gutiérrez Girardot (2004) postulan vías alternas para entender esa relación, por lo general tan poco atendida, entre el Modernismo y otros apartados de la historia de la literatura sostenidos por principios análogos. Comentando las ideas de Ricardo Gullón respecto a la heterodoxia y la disidencia de los escritores de esta tendencia, Gutiérrez Girardot formula una interrogante que dialoga con las observaciones de Octavio Paz:

[...] ¿no cabe preguntar entonces si esa caracterización supuestamente específica del Modernismo hispano (incluido el 98) no es también la de movimientos modernos como el Sturm und Drang, la Joven Alemania, el expresionismo alemán, el romanticismo inglés de un Coleridge, la actitud de Baudelaire, las de D’Annunzio y Marinetti, y la del voluble padre romántico de la literatura moderna, Friedrich Schlegel? (p. 27)

Habría, por lo tanto, un espíritu que se remonta hasta la crisis del racionalismo de fines del siglo XVIII y que se ha manifestado sin interrupciones incluso hasta las vanguardias del siglo pasado. El Modernismo, pese a algunas marcas que lo individualizarían o le conferirían cierta especificidad, estaría inscrito en esa dinámica que precisamente Octavio Paz calificó como “tradición de la ruptura”.

Retornando a Clemente Palma, autor que hoy es reconocido como el fundador de la narrativa fantástica peruana dentro de los lineamientos modernistas casi sin oposición. Sin embargo, un atento examen de sus relatos más canónicos podría cuestionar la noción de que su poética de lo fantástico corresponde a otra sensibilidad, menos articulada en torno de las líneas centrales de registros modernistas de lo que parece indicar el consenso, como sugiere Irmtrand König.

Para esta investigadora, citada por Juana Martínez Gómez (1992) en el ensayo “Intrusismos fantásticos en la narrativa peruana”, Clemente Palma sería el menos modernista de su generación, por cuanto su experiencia de lo fantástico es afín a tratamientos o imaginarios propios del romanticismo, precisamente la escuela que hizo posible el surgimiento de la literatura gótica y preludió al decadentismo (dos vertientes de gran significación no solo para la obra de Clemente Palma, sino para otros escritores con quienes compartió el escenario): “Sus cuentos expresan una relación con el mundo que en su desgarramiento y enmascarada melancolía corresponde más a la conciencia romántica [...] que a la conciencia moderna finisecular, tal como se manifiesta en los máximos exponentes del modernismo hispanoamericano” (p. 147).

Si bien es cierto que el Modernismo pretendía tomar distancia crítica de algunas de las directrices románticas (quizá, desde la visión de sus agentes, superadas, porque el marco histórico y cultural que les dio vida ya se había modificado), como propone Gabriela Mora en uno de los pocos estudios sistemáticos sobre la obra de Clemente Palma (Mora, 2000, p. 16), también es factible comprobar que la escritura de relatos fantásticos en este autor se sustenta en tópicos y atmósferas establecidas con claridad dentro del sistema literario por décadas y que no eran exclusivo dominio de las tendencias contemporáneas.

Del otro lado del espejo

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