Читать книгу Curso de Filosofía del Derecho. Tomo I - José Joaquín Ugarte Godoy - Страница 25
ОглавлениеCAPÍTULO OCTAVO
RELACIONES ENTRE EL ENTENDIMIENTO Y LA VOLUNTAD
a) Superioridad absoluta y relativa
196.- Para indagar qué potencia sea superior, si el entendimiento o la voluntad, es menester comparar sus respectivos objetos, pues toda facultad se constituye en su ser por el objeto que le es propio, y con el cual debe guardar la necesaria proporción.
El objeto del entendimiento es el ser; el objeto de la voluntad es el bien, esto es, el ser o ente deseable o conveniente; pero ser un ente deseable o bueno supone ya ser ente; luego el objeto del intelecto es más universal que el de la voluntad y lo comprende.
Desde el punto de vista del bien, el intelecto resulta asimismo superior, pues su objeto es la razón misma de bien apetecible, por lo que puede discernir qué sea bueno y qué no; en cambio el objeto de la voluntad es el bien apetecible, cuya noción está en el intelecto. Así, el objeto de la inteligencia es más simple y absoluto que el de la voluntad1.
Tenemos entonces que consideradas ambas en sí mismas, desde un punto de vista absoluto, la inteligencia es potencia superior a la voluntad, por ser su objeto superior al de ella.
Pero es dable también establecer la comparación entre la inteligencia y la voluntad desde el punto de vista de su relación con el objeto. Así consideradas dichas facultades, puede suceder que sea superior la voluntad. La razón es que, por el conocimiento, el objeto se interioriza en el cognoscente, es poseído por él, se hace re-presente en él, y adquiere el modo de ser del sujeto que conoce —lo que se recibe se recibe al modo del recipiente, se adapta al recipiente—; de suerte que el intelecto reduce los objetos conocidos a su propio modo de ser, engrandeciéndolos cuando le son inferiores y disminuyéndolos cuando le son superiores; en cambio, la voluntad, como es una tendencia, apunta al objeto tal como este es en sí.- Ocurre entonces que cuando el objeto que se conoce es superior al sujeto que lo conoce, el conocimiento —en cierto modo— lo empequeñece; lo que no sucede con el acto de la voluntad. De lo cual se desprende que esta es en tales casos más excelente que el entendimiento, por razón del objeto.
Tras exponer esta doctrina (Suma Teológica, 1, q.82, a.3) Santo Tomás concluye así: “Por tanto, cuando la realidad en que se encuentra el bien es más noble que el alma misma, en la que se encuentra el concepto de tal realidad, tenemos, por comparación a esta realidad, que la voluntad es más noble que el entendimiento. Sin embargo, cuando la realidad en que se encuentra el bien es inferior al alma, entonces por comparación a tal realidad, el entendimiento es superior a la voluntad. Por esto es preferible amar a Dios que conocerlo (es mejor el amor que el conocimiento de Dios); y viceversa: mejor es conocer las cosas corporales que amarlas. No obstante, el entendimiento es, en absoluto, más noble que la voluntad.” (Ibid)2.
b) Influjo recíproco de la voluntad y el entendimiento
197.- La voluntad, hemos dicho, es la tendencia al bien presentado por el entendimiento. Por ello, la voluntad sigue al intelecto, depende de él, le está subordinada: se quiere lo que se conoce si se lo conoce como bueno. En este sentido, la inteligencia mueve a la voluntad, al modo que la causa final, el fin, mueve al que actúa. La inteligencia es quien propone su fin a la voluntad.
Pero, por otra parte, para que el entendimiento se aplique a conocer su objeto, es necesario que la voluntad quiera que así sea. Ella mueve al entendimiento a su acto, mas no de la misma manera en que ese la mueve a ella, sino como causa eficiente3.
De la índole de causalidad que cada una de estas potencias ejerce sobre la otra, se deduce también la superioridad del intelecto, pues es más perfecta la causa final que la eficiente, ya que al agente —causa eficiente— lo mueve el fin.
c) Diversos momentos de la actividad intelectual y volitiva que conforman el acto voluntario
198.- El acto libre o voluntario procede de la razón y de la voluntad, y en su producción se dan diversos actos de cada una de estas potencias, de tal suerte que, en cada etapa de la génesis del acto libre, hay un acto intelectual y otro correlativo de la voluntad.
En primer lugar, tenemos la aprehensión del fin: el fin es concebido simple-mente por el entendimiento, acto al que corresponde, por parte de la voluntad, la simple volición, o primera complacencia respecto del fin, es decir, una aprobación que aún no importa tender hacia él.
En segundo lugar, viene, por parte del intelecto, el juicio del bien que se ha aprehendido, como posible, y, por parte de la voluntad, la intención del fin, es decir, el acto de tender hacia el fin (“intención” viene de in tendere, tender a).
Luego vienen los actos relativos a los medios que conducen al fin perseguido. Por parte del entendimiento tenemos, en primer lugar, la deliberación o consejo. La deliberación es el acto por el cual el entendimiento indaga acerca de los medios que pueden servir para la obtención del fin. Se da siempre, a menos que, evidentemente, no haya sido un medio conducente a tal objeto, lo que será excepcional.
“… en las cosas prácticas —dice Santo Tomás— se encuentra mucha incertidumbre, por versar las acciones sobre cosas singulares y contingentes, tan inciertas por su misma variabilidad. En materias dudosas e inciertas, la razón no da su juicio sin una investigación precedente. Por eso es necesaria una indagación de la razón antes del juicio sobre lo que se ha de elegir. Esta investigación se llama consejo.” (Suma Teológica, 1-2, q.14, a.1).
Por parte de la voluntad, se corresponde con la deliberación del intelecto, el acto llamado “consentimiento” —en una acepción técnica especial del vocablo—, y que consiste en una aprobación conjunta de los medios presentados por la deliberación, pero sin elegir todavía ninguno. Santo Tomás define el consentimiento o consenso como el apetito de los medios4.
A continuación, y siempre con relación a los medios, el entendimiento emite un juicio práctico, acerca de cuál sea el medio más conveniente5. Comúnmente se pronuncian varios juicios prácticos —como hemos visto a propósito del libre albedrío— y es la voluntad la que decide, al hacer cesar la deliberación, quedándose con el juicio que de hecho resultó último, y que se llama juicio electivo, porque sirve de base a la elección o decisión de la voluntad, que es el acto por el cual prefiere un medio sobre los otros. La elección o decisión es acto de la voluntad, pero radicado en el entendimiento, que ha emitido el último juicio práctico, o juicio electivo.
199.- Elegido el medio, viene la etapa de ejecución. En ella, el entendimiento pone el acto llamado imperio, por el cual ordena a la voluntad y demás facultades apetitivas y de acción lo que han de hacer para poner por obra la consecución del fin. El imperio es una orden intimativa de la razón: un mandato que mueve y no un simple enunciado intelectual: ¿de dónde trae su fuerza motriz? Del impulso del acto voluntario, del acto de la voluntad por el cual esta tiende hacia el fin.
Se ha discutido si el imperio es acto de la razón o de la voluntad. Santo Tomás enseña que es propio de la razón, si bien presupone el impulso motor de la voluntad, de donde toma su carácter intimativo:
“… con frecuencia ocurre que un acto es de la voluntad, pero conservando virtualmente algo del acto de la razón, como se ha dicho… de la elección. Y, a la inversa, puede ser acto de la razón y permanecer en él virtualmente el acto de la voluntad.”
“Ahora bien, imperar es por esencia acto de la razón, pues el que impera ordena, a aquel a quien impera, hacer algo, intimando o mandando; mas ordenar así, por modo de cierta intimación, es propio de la razón. Pero la razón puede intimar o mandar algo de dos maneras. De un primer modo, en forma absoluta: la cual intimación se expresa por el verbo en modo indicativo; como si alguno dice a otro, “esto debes hacer”. Otras veces la razón intima alguna cosa a alguien, moviéndolo a ello: y tal intimación se expresa por el verbo en modo imperativo; por ejemplo, cuando se dice a alguien: “Haz esto”. Pero el primer motor que mueve a las facultades del alma a la ejecución del acto, es la voluntad, como se ha expuesto más arriba. Luego, como el segundo motor no mueve sino por la virtud del primer motor, se sigue que el hecho mismo de que la razón mueva imperando tiene lugar en virtud del impulso de la voluntad. De donde resulta que el imperar es acto de la razón, pero presupone el acto de la voluntad, por virtud del cual la razón mueve mediante el imperio al ejercicio del acto.” (Suma Teológica, 1-2, q.17, a.1).
Al imperio de la razón, corresponde el uso activo de la voluntad, por el cual esta mueve a las demás potencias que de ella dependen al conseguimiento del fin.
Por último, la razón y las demás potencias son aplicadas por la voluntad a la obtención del fin, y este es su uso pasivo, al que corresponde, por parte de la voluntad, el goce o reposo en el fin o bien conseguido y poseído.
200.- Puede formarse la siguiente tabla de los actos intelectuales y volitivos que concurren a la génesis del acto voluntario6.
Actos de la inteligencia | Actos de la voluntad | ||
1) | Aprehensión del fin | Simple volición del fin | |
2) | Juicio del bien o fin como posible | Intención del fin | |
3) | Deliberación o consejo | Consentimiento, consenso o aprobación conjunta de los medios | |
4) | Último Juicio práctico sobre el medio más conveniente, o juicio electivo | Elección | |
5) | Imperio | Uso activo de la voluntad | |
6) | Ejecución, por actos del entendimiento y de todas las potencias: uso pasivo | Goce y reposo |
d) Intelectualismo y voluntarismo
201.- El problema acerca de si la primacía corresponde a la razón o a la voluntad, entre las facultades espirituales, ha dado origen a las dos posiciones filosóficas conocidas como “intelectualismo” y “voluntarismo”. Santo Tomás y sus discípulos enseñan, como hemos visto, la superioridad de la inteligencia: ella especifica al acto de la voluntad, le propone su objeto, lo que ha de querer; bien que admitan la superioridad relativa de la voluntad cuando el alma tiende a un objeto —a un ser— que es más que ella. Este sistema es calificado como “intelectualista moderado”.
Para el voluntarismo, en cambio, prevalece la voluntad. Uno de los representantes clásicos de esta corriente es el teólogo franciscano Juan Duns Escoto7, llamado el Doctor Sutil. Escoto enseña la supremacía de la voluntad sobre la inteligencia, basado en el hecho de que aquella puede mandar o imperar los actos de esta. El intelecto más que causa es ocasión con respecto a la voluntad, al conocer lo que esta puede luego querer. La voluntad es siempre la causa, la única causa de su propio acto, y es, además, la causa del acto del intelecto, cuando lo aplica a su función de conocer: “Nada más que la voluntad es la causa total de la volición en la voluntad.” Explicando este pensamiento, dice Gilson: “… Es verdad que debemos conocer un objeto para quererlo, y que es el bien que vemos en ese objeto el que nos hace quererlo; pero es igualmente cierto que, si conocemos ese objeto con preferencia a otro, es porque lo queremos. Nuestras ideas nos determinan, pero nosotros determinamos primero la selección de nuestras ideas. Hasta cuando la decisión del acto parece irresistiblemente arrastrada por el conocimiento que tenemos de un objeto, es la voluntad la que ha querido o aceptado previamente ese conocimiento, y es finalmente ella sola la que lleva la responsabilidad total de la decisión”8.
202.- Para el sistema que acepta la primacía del intelecto, Dios se ama necesariamente a sí mismo; y si bien es libre —libérrimo— en la creación, una vez asignado a cada creatura su fin, Dios constituye, según la razón, una naturaleza que se ordene a aquel; y de ello se sigue necesariamente un orden que deben guardar los actos de los seres creados y que es obra de la razón divina en función legislativa. La razón de Dios, en cuanto establece aquel orden, es la ley eterna; la ley eterna, en cuanto está impresa en cada creatura, es su ley natural. La bondad o maldad de los actos, en los seres libres, está determinada por la ley natural, es decir, deriva, en último término, de la razón divina.- Dios es completamente libre para traer a la existencia a las creaturas, y asignarles un fin, y conferirles una naturaleza y una ley natural adecuadas a dicho fin; pero una vez realizado todo esto, no puede hacer que lo disconforme con una naturaleza sea lo conforme a ella, ni viceversa; no porque su poder no sea infinito, sino porque, por su infinita sabiduría y plenitud, Dios no puede ni volver atrás ni, mucho menos, contradecirse.- Según esta concepción, hay cosas en el campo moral, que son de por sí buenas o malas, y por ello están mandadas o prohibidas por la ley natural, y no a la inversa: es decir, no son buenas porque se hallen mandadas ni malas porque se hallen prohibidas; para este sistema la ley de Dios es obra de la divina razón; y Dios no puede cambiar aquellas leyes que encierren su misma intención como legislador, sino solo las que disponen medios para el cumplimiento de aquella intención.- La ley humana es obra de la razón del gobernante en cuanto ordena las cosas al bien común de la sociedad; los actos jurídicos proceden de la razón de quienes los otorgan, en cuanto aplica la ley a sus particulares necesidades y circunstancias; para el sistema intelectualista, la bienaventuranza eterna —el fin del hombre— consistirá en la contemplación de Dios, respecto de lo cual el amor será una consecuencia.
Cuanto va dicho, por cierto, es un somero bosquejo, y no podrá comprenderse adecuadamente en esta etapa de nuestro estudio, por lo cual será materia de un ulterior desarrollo cuando corresponda; pero sirve desde ya, en todo caso, para tener una idea de la trascendencia de la diversidad de sistemas a que nos venimos refiriendo.
203.- Para el voluntarismo escotista, no hay ley eterna ni ley natural. Todo orden dimana única y exclusivamente de la voluntad de Dios, a quien le es dable cambiarlo sin razón alguna, con la sola limitación de no poder hacer cosas intrínsecamente contradictorias. Dios puede hacer, por ejemplo, que el parricidio o la mentira sean buenos; si son malos, no es porque lo sean de suyo, intrínsecamente, sino solo porque Él, con voluntad libre, lo ha querido. Dios puede dispensar o derogar todos los mandamientos del decálogo, salvo los dos primeros, que se refieren a Él, ser necesario. “Así como puede Dios actuar de otra manera, así puede también estatuir otra ley recta, porque si fuera estatuida por Dios, sería recta, pues ninguna ley es recta sino en cuanto es aceptada por la voluntad divina.” (Ordinatio (Opus Oxoniense) I 44, I, 2). En el plano humano, único en el cual se da verdadera ley, que es la positiva, esta se origina solo en la voluntad del gobernante, quien puede cambiarla como y cuando quiera sin hacer injusticia por ello.
El hombre es de tal manera libre, es decir, su voluntad es de tal manera independiente de su razón, que puede abstenerse de amar al Sumo Bien incluso cuando lo vea, y puede querer el mal por el mal9.
Después de Escoto, Guillermo de Occam10 llegó a decir, avanzando más en el voluntarismo, que Dios, así como nos manda que le amemos, podría mandarnos que le odiáramos. (Comentario a las Sentencias, q.19)11.
Más adelante, el insigne teólogo jesuita del siglo XVI Francisco Suárez nos dirá que la esencia de los seres creados depende, al igual que el acto creador, de la libre voluntad de Dios, y no de su razón; y que, de la misma manera, las leyes natural y positiva se fundan en la voluntad de los respectivos legisladores12.
En el siglo XVIII, Kant sostendrá que la autonomía de la voluntad es la norma básica del orden moral.
Hemos hecho este paralelo entre las corrientes intelectualista y voluntarista, por la trascendencia que los postulados de una y otra han tenido para la Filosofía del Derecho. La proyección del voluntarismo al Derecho constituye el llamado “voluntarismo jurídico”. Oportunamente veremos sus aplicaciones y la forma en que ha ido dominando buena parte del pensamiento actual.
1 Santo Tomás, Suma Teológica, 1,q.82,a.3 “… como lo verdadero se entiende en un sentido más absoluto e incluye la misma noción de bien, se sigue que el bien es una especie de verdad” (ibid., ad 1).
En otra parte nos dice Santo Tomás que es superior la inteligencia a la voluntad, porque es más perfecto tener en sí —como le ocurre a aquella— la forma o la nobleza del objeto, que estar ordenado —tender— a una cosa que existe fuera de uno —como le ocurre a la voluntad—: “Es más perfecto, hablando en absoluto, tener en sí la nobleza de otra cosa, que estar ordenado a una cosa noble existente fuera de uno mismo” (De Veritate, 22,11).
2 También cabe comparar el conocimiento y el amor —actividades de la inteligencia y la voluntad— en cuanto a la unión que procuran al sujeto con el objeto. Dice al respecto García-López: “La diferencia fundamental entre el conocimiento y el amor es la siguiente: tanto el conocimiento como el amor entrañan cierta trascendencia, cierta superación de la individualidad, y se constituyen así en sendas fuerzas por las que el sujeto que conoce o ama se une con lo conocido o amado pero de muy diversa manera. El conocimiento entraña una posesión puramente representativa o intencional; por el conocimiento el sujeto se une con lo conocido, pero no en el mismo ser real que lo conocido tiene en sí, sino en el ser representativo que tiene en el cognoscente. En cambio, por el amor el sujeto tiende a la posesión real de lo amado, a unirse con este según su ser real y no solo en la representación o en la “especie impresa” o en la “expresa”. Por esta razón escribe Santo Tomás: “El amor es más unitivo que el conocimiento”. (Suma Teológica, 1-2, 28,1, ad,3) (Op. cit., estudio El Amor Humano, págs. 261-262).
3 Santo Tomás, Suma Teológica, 1, q.82, a.4 “… el entendimiento conoce que la voluntad quiere, y la voluntad quiere que el entendimiento conozca y, a su vez, el bien está contenido en la verdad, en cuanto que es una verdad conocida, y la verdad está contenida en el bien, en cuanto que es un bien deseado.” (ibid, ad 1).
4 “El consenso implica la aplicación de la voluntad a algo representado, y que cae bajo la potestad del sujeto. En el orden operativo se da comienzo por la aprehensión del fin, sucediéndose los actos del amor del fin, el consejo en torno a los medios para el fin y el apetito de los mismos.” (Suma Teológica, 1-2, q.15, a.1).
5 “La conclusión del silogismo operativo pertenece también a la razón, y se llama “sentencia” o “juicio”, a la cual sigue la elección …” (Suma Teológica, q.13, a.1).
“El juicio que deriva de la deliberación constituye la elección” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, L. III, c. 3, ed. cit., pág. 1200).
6 Fr. Teófilo Urdanoz, introducción a 1-2, q.16-17, Suma Teológica, edición BAC, t.IV, pág. 432, ed. 1954, Madrid. Tomamos la tabla que ahí aparece, con leves variantes.
7 Juan Duns Escoto nació en Escocia, Maxton, en 1266. Ingresó a la Orden franciscana en 1277; estudió en Oxford hacia 1290 y fue ordenado sacerdote en 1291, yendo luego a estudiar a París. Enseñó en Oxford —donde compuso su primer comentario al texto de teología conocido como los Cuatro Libros de las Sentencias, de Pedro Lombardo —llamado Opus Oxoniense—, y posteriormente en París, donde escribió su segundo comentario a las Sentencias, conocido como Reportata parisiensia. De allí fue mandado a Colonia en 1307, donde murió al año siguiente. Fue beatificado por el Papa Juan Pablo II. Combatió muchas de las grandes tesis filosóficas de Santo Tomás, en parte —según se estima— por preservar a la teología del paganismo que pudiera deslizarse a través de la filosofía de Aristóteles y de su comentarista hispano-árabe Averroes.
8 Étienne Gilson, La Filosofía en la Edad Media, versión española. Editorial Gredos, Madrid, 1982, pág. 558.
9 Fraile, op. cit., t. II, págs. 1102-1104.
10 Guillermo de Occam nació en Inglaterra hacia 1300, e ingresó en la Orden Franciscana.
Algunas de sus doctrinas fueron censuradas por la Iglesia; en la cuestión sobre el poder temporal de los Pontífices que se agitaba entre el Papa Juan XXII y el Emperador Luis de Baviera, tomó partido a favor de este último, siendo excomulgado. Radicado en Munich, murió en 1349 o 1350.
11 Citado por Fraile, op. y t. cit., pág. 1131.
12 Fraile, op. cit., t. III, págs. 461-462.