Читать книгу Curso de Filosofía del Derecho. Tomo I - José Joaquín Ugarte Godoy - Страница 27
ОглавлениеCAPÍTULO NOVENO
EL CONOCIMIENTO POR CONNATURALIDAD1
a) Existencia del conocimiento por connaturalidad
204.- En el capítulo 6º de esta sección segunda, destinado a la facultad intelectual, dijimos algo sobre el conocimiento por connaturalidad o inclinación (letra e). Tratamos de él a propósito de la aprehensión intelectiva de lo singular. Quedó establecido entonces que era, precisamente, una forma de conocimiento intelectual de lo singular —no obstante que el entendimiento humano por su carácter abstractivo recae sobre lo universal de su objeto—; y que operaba mediante la incorporación al propio yo del objeto, en virtud de la adaptación del apetito a la singularidad de aquel. Ahora nos detendremos algo más en esta modalidad cognoscitiva, tan relevante en la vida y en la ciencia moral y jurídica.
205.- La realidad cotidiana nos muestra que acerca de las cosas caben dos formas de conocimiento: el conocimiento que es fruto de un estudio científico, y que es conceptual, y el conocimiento que resulta de estar habituado a realizarlas o tratarlas, y del amor e inclinación hacia ellas, que importan una afinidad o connaturalidad con las mismas2.
A este respecto pueden darse múltiples ejemplos: el físico conoce las leyes del equilibrio por estudio e indagación científica, y el trapecista las conoce por una experiencia que lo ha ido connaturalizando con ellas, de modo que las percibe como “en carne propia”, aun cuando no pueda definirlas y explicarlas como el físico, el que a su vez no podrá actuar en el trapecio; el teólogo conoce a Dios por el estudio, y el santo —aunque no sepa teología— por amarlo, por haberse ejercitado en seguir la voluntad divina; el jurista conoce científicamente la justicia, pero también la conoce el hombre justo que carece de la ciencia jurídica pero ha practicado toda su vida la justicia, y por tanto está inclinado a ella; un psicólogo puede conocer la psiquis de un niño, pero también la puede conocer su madre por la afinidad que tenga con él.
Es famoso sobre este punto, el siguiente texto de Santo Tomás:
“La rectitud del juicio puede darse de dos maneras: conforme al uso perfecto de la razón o por cierta connaturalidad con aquello de que se ha de juzgar: como respecto de la castidad, rectamente juzga —con inquisición de la razón— quien ha aprendido la ciencia moral, y —por cierta connaturalidad con ella— el que posee su hábito. Así, pues, tener juicio recto sobre las cosas divinas por inquisición de la razón, pertenece a la sabiduría virtud intelectual; mas poseerlo por connaturalidad con ellas, a la sabiduría don del Espíritu Santo. Y así dice Dionisio de Hieroteo que es perfecto en lo divino, no solo aprendiéndolo, sino también experimentándolo.” (Suma Teológica 2-2, q.45, a.2)3.
También divide Santo Tomás el conocimiento, según el modo de su adquisición en los siguientes términos:
“El conocimiento de la verdad puede ser doble: uno puramente especulativo… y otro afectivo” (Suma Teológica 2-2, q.162, a.2, ad 1).
206.- Otros casos nos ayudarán a captar mejor la realidad y alcance de este conocimiento: cualquiera prefiere poner su salud en manos de un médico que hizo estudios medianos, pero que tiene treinta años de ejercicio profesional, antes que en manos de un médico recién titulado aunque con estudios brillantes; un juez viejo tiende a dirimir un pleito por su “sentido” de la justicia, sin consultar el Código: toma primero su decisión, y luego busca en el Código los preceptos que sirvan para apoyarla.
b) Naturaleza del conocimiento por connaturalidad
207.- La existencia de un conocimiento en que influyen el amor y la afectividad, el apetito racional y los apetitos sensibles, y que no se basa en conceptos sino en una cierta experiencia directa y vital de la realidad conocida, plantea varios problemas: en primer lugar, ¿cómo se produce este conocimiento, siendo que el modo propio que tiene el entendimiento humano para conocer la realidad exterior es el de los conceptos abstractos?; luego ¿cómo puede influir el apetito, que no es potencia cognoscitiva, en el conocimiento?; ¿en qué difiere este conocimiento del conceptual?
208.- “Connaturalidad” significa comunidad de naturaleza. El conocimiento por connaturalidad es el que se funda en una cierta comunidad de naturaleza que se da entre el sujeto que conoce y la cosa conocida: por causa de esta semejanza o afinidad, ocurre que el sujeto puede conocer la cosa por conocerse a sí mismo, porque él es similar a ella.
Cuando el intelecto conoce a través de una idea o concepto, hay una connaturalidad entre el sujeto y el objeto, pues, por la especie impresa, se traslada al cognoscente una reproducción o semejanza del objeto: el sujeto se hace, de alguna manera, la cosa conocida; pero esta connaturalidad tiene dos limitaciones básicas: por una parte, el concepto solo recoge lo que hay de universal en el objeto, prescindiendo de la individualidad, y por otra, importa una reducción del objeto al modo de ser del cognoscente: todo lo que se recibe se recibe al modo del recipiente. No es este entonces el conocimiento por connaturalidad.
En el llamado conocimiento por connaturalidad el yo tiene una semejanza de la individualidad de la cosa conocida, y no la adapta a su modo propio de ser, sino que, al contrario, el yo se adapta o coapta al modo de ser que tiene la cosa en sí. ¿Cómo es ello posible?
Recordemos que el intelecto tiene un conocimiento que no es abstracto ni universal, sino de la cosa tal cual es en sí misma: es el conocimiento existencial del yo: el conocimiento que el alma tiene de sí misma en cuanto sujeto de sus actos de conocimiento del mundo exterior4. Pues bien, si el yo lograra asimilarse o incorporarse, de alguna manera, las cosas exteriores en su singularidad, cabría, a través de él, un conocimiento de las cosas con su individualidad y según son en sí mismas.
Ahora, ¿cómo puede el yo asimilarse a las cosas según su concreta particularidad, “connaturalizarse” con ellas, o incorporarlas a su subjetividad? Mediante el apetito, pues no se apetecen cosas abstractas, ya que “el apetito es un movimiento que va a las cosas, de suyo singulares” (Suma Teológica, 1, q.80, a.2, ad 2).
El apetito se adapta o coapta a la singularidad de la cosa, y al modo de ser que esta tiene en sí misma, en vez de reducirla como la potencia cognoscitiva a su propio modo de ser. Esta adaptación del apetito a la cosa se llama en latín “coaptatio”, y es como el sello que imprime el objeto por la atracción que ejerce sobre el apetito. (Véase cap. 7º de esta sección, los primeros tres números).
Ahora, el que la voluntad pueda querer las cosas en su individualidad a pesar de que el concepto solo las presente por lo que tienen de universales, se debe al conocimiento sensible y especialmente a la cogitativa, ese sentido interno que nos da cuenta de la conveniencia o disconveniencia de las cosas sensibles con nuestras inclinaciones5.
La singularidad de las cosas, que escapa al concepto, imprime una huella o semejanza en los sentidos y en la voluntad, y a través de estas facultades, se incorpora de alguna manera al yo, y como el intelecto sí conoce la singularidad del yo, conocimiento existencial, puede, de ese modo, tener una cierta captación de las cosas en su ser concreto y particular, es decir, tal cual son en sí mismas, por la connaturalidad o semejanza producida entre el yo y las cosas.
Este conocimiento por connaturalidad se nutre de la experiencia, la que al generar un hábito apetitivo nos va asemejando a las cosas.
c) El conocimiento por connaturalidad y la vida moral y jurídica
209.- Para el obrar, es decir, en el campo práctico, es indispensable el conocimiento por connaturalidad, pues las acciones se dan respecto de las cosas singulares; no caben acciones universales: no basta entonces con el conocimiento puramente abstracto propio de los conceptos, que pueden brindar la Ética para el aspecto agible de la obra (relación al fin último del agente) o las artes para el aspecto factible (perfección de la obra en sí misma). Es necesario conocer la bondad moral o la perfección artística o técnica en concreto. De ahí la importancia de esta modalidad de conocimiento en la vida moral y jurídica.
Así, el que ama la justicia, y está habituado a ella, será quien podrá juzgar rectamente acerca de si una acción concreta en cuanto tal es justa o no; y no podrá hacerlo el que tiene un ánimo injusto, aunque sea un jurisconsulto eximio.
A esto apunta Aristóteles cuando nos dice, en la Ética a Nicómaco, que “según como es cada uno, tal le parece el fin”: o sea, que cada uno juzga del objetivo que se le presente para cumplir en la práctica, según él es: el bueno juzgará con acierto, y el malo juzgará mal, pues, al tener sus apetitos inclinados hacia el mal, le parecerá bien el mal (L.3, c.5, 1114 a 32).
En el mismo sentido se suele citar el siguiente texto de Santo Tomás:
“Que algo se vea bueno y conveniente, ocurre por dos motivos, a saber, por la condición de aquello que se propone y de aquel a quien se propone. Lo conveniente, en efecto, implica una relación que, por consiguiente, depende de dos extremos; así el gusto en diversas disposiciones no percibe de la misma manera lo que le conviene o no. Por eso dijo el Filósofo en el IIIº de la Ética: “Cual es cada uno, tal le parece el fin”.
“Ahora bien, es evidente que las disposiciones del sujeto son inmutadas por las pasiones del apetito; así, bajo la influencia de una pasión juzga el hombre conveniente lo que le repugna fuera de esa pasión, como al airado le parece bueno lo que otro pacífico encuentra malo…” (Suma Teológica, 1-2, q.9, a.2).
Según es cada cual, juzga de la conveniencia o disconveniencia de las alternativas concretas o particulares que el entendimiento ofrece a la elección de su voluntad. Para el juicio general o abstracto puede bastar el conocimiento conceptual y universal, pero para el juicio particular sobre cada caso concreto, que tiene en cuanto tal una singularidad que el concepto no es capaz de recoger, es necesario el conocimiento por connaturalidad. Un ejemplo ayudará a comprender la diferencia: por las normas universales y abstractas de la moral y del derecho, pueden saber por igual un violento cuyo apetito se deja dominar por la pasión de la ira y un pacífico, que es lícito defenderse de una injusta agresión con un medio proporcionado al ataque y que permita repelerlo. Pero saber, en el caso concreto, si el medio es excesivo o no, atendidas las fuerzas, edad y demás características del agresor y del agredido, solo es dado al que no se deja dominar por la ira; este último juzgará proporcionado lo que resulte innecesario y le permita desahogar su pasión y dar rienda suelta a sus impulsos.
Por lo expuesto puede ya verse que, como lo enseña toda la tradición filosófica, para que la prudencia cumpla bien su cometido de decirnos cuándo un acto en concreto es bueno o malo moralmente, es condición indispensable que nuestros apetitos estén rectificados o inclinados al bien por las virtudes morales: la voluntad por la virtud de la justicia, el apetito irascible por la virtud de la fortaleza, y el ape-tito concupiscible por la virtud de la templanza, por no mencionar sino las virtudes fundamentales llamadas “cardinales” por su carácter básico en la vida moral.
d) Conocimiento por connaturalidad y conocimiento conceptual
210.- El conocimiento por connaturalidad no se sirve de conceptos: es una experiencia interior de la cosa, que se conoce por la huella que ella ha dejado en el yo a través de la atracción que ejerce sobre los apetitos, la voluntad y los apetitos sensibles: esta huella es una cierta similitud o semejanza de la cosa en el yo que hace que este se asemeje a la cosa tal como ella es en sí misma, y permite que la conozca con el conocimiento no conceptual sino existencial con que el yo se conoce a sí propio como implicado en todos sus actos, como sujeto de ellos.
211.- El conocimiento por connaturalidad es, en cierto modo, más rico que el conceptual, porque de alguna manera alcanza la individualidad de la cosa, siendo ajeno a la abstracción de las ideas. No significa esto que recoja más datos, sino que percibe a la cosa según otro modo de ser: el individual. Se llama también conocimiento vital o vivencial, porque es fruto de la experiencia inmediata de la relación de la vida del yo con las cosas; y conocimiento experimental, por la misma razón. Pero el conocimiento por connaturalidad es inferior, desde otros puntos de vista, al conocimiento conceptual, llamado también racional, nocional y objetivo. En efecto, este es fruto del ejercicio de la actividad cognoscitiva humana aplicada en forma natural a las cosas, y no un mero resultado secundario de la autopercepción del yo. Nuestro intelecto está hecho para el conocimiento conceptual abstracto y solo puede tener conocimiento directo y concreto de la singularidad o individualidad del yo: la extensión de esta última modalidad a las cosas, por el sello que dejan en el yo, no es el conocimiento natural de ellas.
El conocimiento conceptual es claro; en cambio en el conocimiento por connaturalidad, que es a través del yo, y no directo, la cosa se conoce sin la nitidez del concepto, porque no está contrapuesta al yo como objeto, sino formando parte de él. Por eso, el conocimiento por connaturalidad, a diferencia del conceptual, no puede expresarse ni transmitirse propiamente: es intransferible, como que consiste en la experiencia personal de la singularidad de las cosas en el yo; cualquier expresión del mismo lo transformaría en conceptual: se haría a través de los conceptos universales que todos los hombres tenemos de las cosas, porque habría que entrar a explicar qué es lo conocido: su esencia, y eso solo cabe conocerlo y transmitirlo por ideas universales.
212.- Antes de terminar este capítulo es importante precisar la función de las facultades apetitivas en el conocimiento por connaturalidad, para evitar confusiones. No se trata, por cierto, de que los apetitos puedan conocer; esto solo corresponde a las potencias cognoscitivas. Lo que ocurre es que el apetito se adapta a la cosa según es en sí misma, sin que medie abstracción de la materia individual, y que el yo, al conocerse a sí mismo, conoce sus apetitos, y por lo tanto, la huella que las cosas han dejado en ellos. Por otra parte, es evidente que si no solo la potencia cognoscitiva sino que también la apetitiva —cada cual a su modo— recibe el influjo del objeto, este se hallará más presente en el sujeto, y resultará en definitiva mejor conocido por él.
1 Sobre esta materia pueden consultarse especialmente el libro de José Miguel Pero-Sanz Elorz “El Conocimiento por Connaturalidad”, Universidad de Navarra, Pamplona, 1966; y el estudio de Manuel G. Miralles O.P., “El conocimiento por connaturalidad en Teología.”, en XI Semana Española de Teología, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1952. Hemos seguido de cerca a estos autores, especialmente al primero.
2 “Connnaturalidad” viene a significar una cierta comunidad de naturaleza, lo mismo que “afinidad”.
3 En otra obra, comentando siempre a Dionisio, dice Santo Tomás que este experimentar las cosas divinas se da por el amor: “El tercer modo de tenerla (la ciencia de las cosas divinas) es el de aquel (Hieroteo) que es docto por una cierta inspiración divina, no solo aprendiendo, sino también padeciendo las cosas divinas: esto es, no solo recibiendo la ciencia en el entendimiento sino también amando, unido a lo divino por el afecto”. (De Div. Nom. (Comentario “De los Nombres Divinos”). c.2 lect.4).
4 Véase cap. VI de esta Sección, acápite g).
5 “Los actos y resoluciones del hombre versan sobre lo singular, y, en este sentido, el apetito sensitivo, por lo mismo que es potencia particular, tiene un gran poder en cuanto a que por él se disponga el hombre de manera que algo le parezca de una o de otra forma en el campo de lo concreto y singular.” (Santo Tomás, Suma Teológica, 1-2, q.4, a.2 ad 2).