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3.2. De nuevo aliados: de la esperanza al abatimiento (1945-1951)
ОглавлениеLa política aislacionista del PNV desde el final de la Guerra Civil dio un giro radical en agosto de 1945, con la entrada de Irujo en el Gobierno republicano de José Giral. A partir de ese momento y hasta agosto de 1947 —tiempo en el que pareció posible remover a Franco con ayuda de los vencedores en la Guerra Mundial—, Aguirre e Irujo controlaron en gran medida el exilio español. Como afirma Ludger Mees, «los dos años que Irujo permaneció en el Gobierno republicano, y durante los cuales la política española se encontraba en el centro neurálgico de las actividades del lehendakari, forman el espacio de tiempo de mayor influencia política que el nacionalismo vasco ha tenido en la res publica española a lo largo de toda su historia»113.
El 13 de febrero de 1945, nada más terminar la conferencia de Yalta, en la que Churchill, Roosevelt y Stalin se comprometieron a ayudar, no solo «a los pueblos liberados del dominio de Alemania», sino también «a los antiguos satélites del Eje a fin de que resuelvan por medios democráticos sus urgentes problemas políticos y económicos», Prieto escribió a Fernando de los Ríos para advertirle de que en la conferencia de San Francisco, prevista para el mes de abril, iba «a ventilarse el porvenir político de España». En consecuencia, la Junta Española de Liberación debía seguir «desde cerca y minuto a minuto, por medio de algunos de sus miembros», el desarrollo de la conferencia de paz y trabajar para que los delegados de los países reunidos en California no olvidaran la causa de los republicanos españoles. De los Ríos, que acababa de verse en Nueva York con Aguirre y el consejero republicano Ramón Aldasoro, a los que había encontrado en un «estado de espíritu verdaderamente abierto y fecundo», le insistió en la conveniencia de no llegar a esta cita «desunidos y en pugna»114. En efecto, desde el fracaso, por falta de quórum, de la reunión de las Cortes republicanas en México en el mes de enero, seguido de la dimisión de Martínez Barrio como presidente de la JEL, los republicanos españoles aparecían ante la comunidad internacional más divididos y enfrentados que de costumbre.
Tanto Prieto como Aguirre asistieron en persona a la conferencia de San Francisco, que inició sus sesiones el 17 de abril. La carta fundacional de las Naciones Unidas condenó a los regímenes que habían recibido ayuda militar del Eje y, en consecuencia, dejó a la España franquista al margen de la ONU. Este triunfo, unido a la derrota definitiva de los fascismos en Europa, creó un ambiente de esperanza y optimismo entre los exiliados.
En San Francisco, el lehendakari trató sin éxito de mediar entre las facciones enfrentadas del exilio republicano. Para ello, quiso organizar una comida para reconciliar a Prieto con Negrín, pero el primero se negó en redondo a sentarse a la mesa con su antiguo amigo y correligionario. «¡Pero qué empeño tiene usted en mezclarse en la política española!», espetó Prieto a Aguirre en presencia de testigos. El comentario dejó en el presidente vasco un recuerdo amargo:
Para Prieto mi posición personal, así como la del Presidente catalán, sería la de unos funcionarios de aduanas, sujetos a leyes establecidas y estáticas sin tener en cuenta que representamos cuerpos vivos y en desarrollo y progreso constante y a quienes interesa directamente la solución del caos que él muy principalmente contribuyó a crear.
En un largo informe que envió a Telesforo Monzón en estas fechas, el lehendakari, herido en su orgullo político, se desahogó y vertió algunos de los juicios más duros —y también más injustos— sobre Indalecio Prieto, al que consideraba enemigo de la nación vasca («Euzkadi […] le aterra») y al que llegaba a negar el relevante papel que jugó en la consecución del Estatuto115:
Más tarde, septiembre de 1936, la autonomía vasca fue una realidad gracias a la intervención de Largo Caballero que favoreció decididamente los intentos vascos y de Martínez Barrio que puso el texto del Estatuto a la aprobación del Parlamento. Contraria era la opinión de Prieto explícitamente manifestada en varias reuniones que mantuvimos con él pero se encontró impotente para oponerse a las demandas vascas que la guerra hacía aún más necesarias y no tuvo más remedio que sumarse al tributo que el Parlamento rindió al pueblo vasco en armas contra la rebelión.
Prieto quiere entrañablemente a Bilbao. Sueña con Bilbao, pero ahí termina para él cuanto represente el pueblo vasco. Me explicó sus proyectos de reforma de Bilbao que eran ingeniosos y bien concebidos. La carretera por la costa, el túnel de Artxanda, y otras obras audaces que costarían cientos de millones en las cuales también hemos pensado nosotros tantas veces porque serían utilísimas116. Su ilusión es ser Concejal de Bilbao o Diputado de la Diputación de Vizcaya, «un pequeño estado» como él decía. Pero nada más. Todo lo demás, aun suponiendo el buen humor que reflejan los deseos expresados, no le interesa nada. Euzkadi, el país, del cual Bilbao es una pequeña parte, le aterra. Todo lo que marche en aquella dirección como son las etiquetas y significado como el de Frente nacional, nación vasca, etc. etc. son sus naturales enemigos, freno y tumba a sus futuras ambiciones.
Aguirre reconocía a Prieto una enorme capacidad de liderazgo («arrastra, porque es batallador y surge siempre en los momentos de desorientación»), pero no le veía capaz de desempeñar «ningún papel trascendental constructivo» por su egocentrismo y su extraña habilidad para sembrar polémicas y conflictos allá por donde pasaba. «Quizá por esto —concluía Aguirre— nunca ha sido indicado como Presidente del Consejo de Ministros por los suyos a pesar de ser durante veinte años la figura reputada como de mayor talento por lo menos para el juego político entre los socialistas y republicanos»117.
No obstante, antes de partir para Francia «con carácter definitivo», Aguirre se despidió de Prieto por carta, lamentando «mucho el no haber podido hablar con usted» en Nueva York, pues el diálogo «hubiese sido útil y provechoso para los bienes comunes que, a pesar de diferencias, todos perseguimos»118.
Prieto había aceptado en San Francisco la idea de reunir en México las Cortes republicanas para elegir un Gobierno provisional con entidad suficiente para merecer el reconocimiento diplomático de las grandes potencias. Para Negrín, tal Gobierno —el suyo— ya existía, y con la intención de defender su legitimidad viajó a México a finales de julio de 1945. El expresidente Cárdenas insistió de nuevo ante su amigo Prieto para que aceptara una reunión con Negrín, Martínez Barrio y Julio Álvarez del Vayo, con el objeto de alcanzar un acuerdo sobre el futuro de las instituciones republicanas119. La reunión tampoco se celebró esta vez. Prieto, hospitalizado en Nueva York para operarse de los ojos, se mantuvo personalmente al margen de la reunión de las Cortes en el Salón de Cabildos del Palacio de Gobierno. Diego Martínez Barrio fue investido allí presidente interino de la República el 17 de agosto y, para sorpresa de Negrín, encargó a José Giral la formación de Gobierno. Aguirre, que también viajó a México para asistir a las sesiones parlamentarias, trató sin éxito de que Negrín aceptara la vicepresidencia y el Ministerio de Estado en el Gobierno que se proyectaba; pero el expresidente, desairado por no haber recibido él el encargo de formar Gobierno en primer lugar, se negó en redondo. Negrín volvió a Europa y, en palabras de Ricardo Miralles, «a partir de aquel momento entró en una etapa de declive político de la que ya nunca saldría»120. Giral sí contó en su Ejecutivo con dos socialistas (Fernando de los Ríos y Trifón Gómez) y con Manuel Irujo como ministro nacionalista vasco. Más adelante, en marzo de 1946, el Partido Comunista entró también en el Gobierno con un ministro (Santiago Carrillo), decisión que Prieto consideró como una ofensa a los socialistas y una «tremenda torpeza» política121.
En realidad, el líder socialista se había mostrado desde el principio muy escéptico con la formación del Gobierno republicano en el exilio. Ante las Cortes reunidas de nuevo en México el 8 de noviembre de 1945, advirtió de que podía ser un estorbo para la restauración en España de algún poder democrático, no necesariamente de la República. Prieto era ya consciente de que las potencias anglosajonas (Estados Unidos y Gran Bretaña), aunque rechazaban el régimen de Franco, de ningún modo estaban dispuestas a «reabrir la guerra civil» para cambiarlo, y mucho menos a ofrecer a la Unión Soviética la baza de una base en Occidente. Una cosa era la simpatía con que el nuevo primer ministro británico, el laborista Clement Attlee, y su ministro de Asuntos Exteriores, Ernest Bevin, veían a sus correligionarios del PSOE y otra muy distinta permitir que Stalin expandiera su influencia en el Mediterráneo.
En efecto, cuando las potencias vencedoras volvieron a reunirse en la conferencia de Potsdam, a las afueras de Berlín, a finales de julio de 1945 la euforia de Yalta había dado paso a un clima de desconfianza. En relación con España, se abandonó por completo la idea de una intervención militar para derrocar a Franco y se acordó que el «caso español» sería debatido en las Naciones Unidas. Attlee apoyó la redacción de una nota de condena del Gobierno español por haber sido establecido «con ayuda de las potencias del Eje» y arrancó del presidente norteamericano Truman el compromiso de que no sería admitido en la ONU. Era —como anotó Carrero Blanco con alivio— «menos de lo que se temía en España y de lo que se esperaba fuera»122.
El Gobierno de Giral, que desde el primer momento había contado con el respaldo de México, logró en septiembre el reconocimiento de Panamá, que expulsó al embajador franquista. Salvo en Argentina, por las repúblicas iberoamericanas se extendió un clima de general hostilidad hacia el régimen de Franco. Se esperaba una ofensiva diplomática en toda regla contra su Gobierno en el primer semestre de 1946, con dos citas en el calendario: la Asamblea de Naciones Unidas y la Conferencia Panamericana de Río. Pero la esperanza del exilio republicano en la acción diplomática conjunta de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, que llegó a materializarse en la llamada «Nota Tripartita» de 4 de marzo de 1946, se desvaneció pronto123. Las potencias reiteraban su condena al régimen franquista, pero no aclaraban qué pensaban hacer para derribarlo. De hecho, ninguno de los países aliados pensaba hacer nada al respecto:
No entra en nuestras intenciones intervenir en los asuntos interiores de España. El pueblo español debe, a fin de cuentas, fijar su propio destino. […] Deseamos que unos dirigentes españoles patriotas y liberales consigan provocar la retirada de Franco, la abolición de la Falange, y el establecimiento de un gobierno provisional […], bajo cuya autoridad el pueblo español tenga la posibilidad de determinar libremente el tipo de gobierno que desea y elegir a sus representantes.
La decepción de Prieto por el contenido de esta nota —y, poco después, por el cierre «inane» de los debates sobre el caso de España en el Consejo de Seguridad de la ONU— fue tal que el 27 de junio escribió una larga carta al primer ministro británico señalando la «torpeza política» que Gran Bretaña cometía, a su juicio, al dejar en manos de la Rusia soviética la bandera de España. En esta misiva, Prieto insistía en su vieja idea de que el problema español podría resolverse incruentamente por medio de un plebiscito que organizaran y dirigieran los países americanos de habla hispana, en los que Naciones Unidas podía delegar su intervención124.
Cuando a finales de 1946 la ONU dejó a España aislada, fuera de todos los organismos internacionales, y propuso retirar a los embajadores de Madrid, la decisión resultó en realidad de menor trascendencia. Prieto, pesimista sobre el porvenir que le esperaba en el exilio, escribió a De los Ríos: «Hago votos para que 1947 nos permita volver a España. Me aterra, querido Fernando, el tener que dejar aquí mis huesos»125.
De momento, en febrero de 1947, convencido de que la única posibilidad de sacar a Franco del poder pasaba por una restauración monárquica apoyada por una parte del ejército en el interior y por las potencias anglosajonas en el exterior, Prieto escribió un artículo titulado «O Plebiscito o monarquía», en el que trataba de convencer a los republicanos de la necesidad de un pacto con otras fuerzas opositoras126:
Si rechazamos el plebiscito, la monarquía advendrá fatalmente. […] Cuanto iríamos a perder, lo tenemos perdido de antemano. Colocados en el punto de vista de los intransigentes más tenaces, perderíamos, a lo sumo, una legitimidad, perfecta desde puntos de vista jurídicos, pero inefectiva. […]. El plebiscito no nos puede situar en planos inferiores al deplorable que ahora ocupamos, ni a ese otro —la monarquía— en perspectiva, tampoco satisfactorio. Por consiguiente, cerrar el único camino practicable con romanticismos e intransigencias constituye una gran torpeza. Una monarquía implantada por decisión de Franco o de otros jerarcas militares contendría en germen el despotismo. Por el contrario, si fuese el resultado de un plebiscito, aparecería limpia de un tóxico tan pernicioso.
Prieto se trasladó a Francia en el mes de julio para imponer en el PSOE su plan de transición con plebiscito, y retomar personalmente los contactos con los monárquicos, que habían iniciado Largo Caballero en París, hasta su muerte el 23 de marzo de 1946, y Luis Araquistain en Londres. El 28 de septiembre, gracias a las gestiones de este último en el Foreign Office, se entrevistó con Bevin, quien le expresó la «gran simpatía» con que Gran Bretaña vería un acuerdo entre republicanos y monárquicos antifranquistas como paso previo para la formación de un Gobierno provisional.
El hombre clave en esta especie de «tercera vía», impulsada por el Gobierno de Londres, era José María Gil Robles. La Ley de Sucesión de 26 de julio de 1947, que constituyó el nuevo Estado franquista en Reino y dejó en manos del dictador el futuro de la Corona, había contribuido a polarizar las posiciones en el campo monárquico entre los partidarios y los detractores de Franco. Gil Robles, claramente posicionado entre estos últimos en el entorno de don Juan de Borbón, viajó a Londres y el 15 de octubre se entrevistó con Prieto. Habían pasado once años desde su último encuentro. Ambos políticos llegaron a examinar la formación de un Gobierno de transición para España127:
Mi pensamiento era que, equilibradas dentro de él las representaciones políticas, varias carteras —Hacienda, Obras Públicas, Agricultura y Economía—, fuesen ocupadas por técnicos sin significación partidista. A Gil Robles le preocupaba la provisión de ministerios de los que dependen fuerzas armadas y le anticipé mi criterio: para desempeñarlos, designaríamos dos generales nosotros, y ellos otros dos, procurando que los cuatro fuesen verdaderamente prestigiosos. ¿A quiénes propondrían ustedes?, me preguntó. «Pienso que nuestros candidatos podrían ser [Emilio] Herrera y [Carlos] Masquelet», contesté.
Esta primera ronda de entrevistas, si bien no produjo resultados concretos, sentó un precedente de enorme importancia. Como señala Juan Francisco Fuentes, «a partir de aquel momento, la relación entre juanistas y socialistas, aunque con intermitencias y no necesariamente circunscrita al PSOE, se mantuvo hasta el final del franquismo como expresión de un espíritu pragmático y conciliador ligado a la recuperación de las libertades»128.
Otro acontecimiento producido en octubre de 1947 contribuyó a ratificar la falta de peligrosidad del panorama internacional para los intereses de Franco. George Kennan, influyente asesor del Departamento de Estado norteamericano, aconsejaba cambiar de política con respecto a España. Toda la política exterior estadounidense se subordinaba a partir de ese momento a la «doctrina de la contención» del comunismo y el dictador español pasaba a ser visto como un aliado potencial de los Estados Unidos en esa causa. Para la oposición antifranquista no había tiempo que perder. Había que ir a un gran acuerdo para acabar con Franco lo antes posible, porque el tiempo de la política internacional empezaba a correr en favor del dictador.
Todos estos movimientos eran contemplados en el seno del PNV con desconfianza y disparidad de opiniones: Irujo continuaba siendo el más republicano y se oponía a colaborar con los monárquicos; en el polo opuesto, Monzón quería abandonar la vía republicana y aproximarse a los monárquicos de don Juan. Aguirre inclinó la balanza nacionalista de este lado, al apoyar de forma decidida la vía monárquica de Prieto. Así, en septiembre, el lehendakari presentó una propuesta al ministro francés de Asuntos Exteriores, el democristiano Georges Bidault, coincidente con el plan del líder socialista, y el 7 de octubre de 1947, en vísperas de la reunión de Prieto y Gil Robles en Londres, Aguirre publicó su habitual manifiesto de aniversario de su primer Gobierno, en el que hacía suyos los puntos esenciales del Plan Prieto y mencionaba expresamente «al pretendiente don Juan»129.
El regreso precipitado de Prieto a México a finales de ese año, por la enfermedad terminal de su hijo Luis, hizo temer a Aguirre por el éxito de sus gestiones (doc. III. 37). Pero en marzo de 1948 regresó a Europa decidido a lograr que el III Congreso del PSOE en el exilio avalara sus gestiones con los monárquicos y a dar a estos un ultimátum: o cerraban ya un pacto o él se volvía a México dando por rotas las negociaciones. En cuanto Prieto llegó a París, el lehendakari le invitó a comer en su casa el 22 de marzo (doc. III.40). La reunión duró más de tres horas y hubo, en palabras de Ludger Mees, «una intercomunicación sincera y abierta», que demostraba que «la vieja amistad entre los líderes se mantenía en pie». Aguirre insistió en que la colaboración de los nacionalistas vascos a la transición en España sería «paralela a la consideración que se guarde a los derechos del Pueblo Vasco», y «Prieto aceptó como razonable esta posición». También se pusieron de acuerdo en la salida de los comunistas del Gobierno vasco, aunque Aguirre pidió tiempo para que la decisión no se interpretara como una imposición del cónclave socialista que iba a celebrarse en Toulouse. Dos meses después, el consejero comunista Leandro Carro fue expulsado de su Gobierno130.
Entre el 7 y el 10 de mayo de 1948 se celebró en La Haya, a iniciativa del Comité Internacional de Coordinación para la Unión Europea, el primer Congreso de Europa, que reunió a 800 personalidades de 19 países en favor de una Europa unida, libre y democrática. El encuentro, al que asistieron tanto Aguirre como Prieto —que presidió una de las sesiones de la comisión política—, puso los cimientos del Movimiento Europeo Internacional, que se creó en octubre como grupo de presión con el objetivo de conseguir una Europa federada. El exilio español se adhirió al mismo en 1949 con un Consejo Federal, constituido en la sede del Gobierno vasco en París, en el que participaron las fuerzas antifranquistas (republicanos, socialistas y nacionalistas vascos y catalanes), a excepción de los comunistas y la CNT131.
El acuerdo entre monárquicos y socialistas españoles aún tardó unos meses, pero finalmente el Pacto de San Juan de Luz se firmó el 3 de septiembre de 1948. El infarto sufrido por Prieto a finales de julio, que le obligó a guardar reposo absoluto, y la entrevista entre Franco y don Juan el 25 de agosto a bordo del Azor, que hizo pensar a los socialistas que el pretendiente jugaba a dos barajas, estuvieron a punto de echar por tierra las negociaciones; pero estas llegaron a buen puerto. La declaración suscrita decía en su punto octavo132:
Previa devolución de las libertades ciudadanas, que se efectuará con el ritmo más rápido que las circunstancias permitan, consultar a la Nación a fin de establecer, bien en forma directa o a través de representantes, pero en cualquier caso mediante voto secreto al que tendrán derecho todos los españoles, de ambos sexos, capacitados para emitirlo, un régimen político definitivo. El Gobierno que presida esta consulta deberá ser, por su composición y por la significación de sus miembros, eficaz garantía de imparcialidad.
El PNV, por medio del consejero José María Lasarte y del propio Aguirre, estuvo en estos meses en contacto muy directo con Indalecio Prieto, primero en París y después en San Juan de Luz, donde Prieto fijó su residencia durante más de dos años y donde el lehendakari pasaba sus vacaciones de verano. Como el político socialista, convaleciente de su enfermedad cardiaca, no bajaba nunca a la playa, Aguirre departía amistosamente al sol con sus hijas Blanca y Concha, y con un buen amigo común y asistente habitual a las tertulias de las tardes en casa de Prieto: Lezo de Urreiztieta. Este marino de Santurce, nacionalista ultraortodoxo y devoto de Luis Arana Goiri (el hermano de Sabino), fue la persona de confianza a la que Indalecio Prieto encargó el rescate de los guerrilleros asturianos que llegaron a Francia en octubre de 1948133.
La llegada en noviembre de don Juan Carlos de Borbón a España para proseguir sus estudios, según lo acordado entre su padre y Franco, sembró de nuevo la duda entre los firmantes, pero el Pacto de San Juan de Luz se mantuvo en vigor. En marzo de 1949 se puso en marcha el comité de enlace previsto en el acuerdo, pero un año después Prieto presentó la dimisión de su cargo en dicho comité. No se fiaba de don Juan y de quienes le rodeaban, pero menos aún de las interferencias de sus correligionarios del PSOE y la UGT del interior, que crearon su propio comité de coordinación (CIC) y se mostraron dispuestos a apoyar una restauración monárquica sin plebiscito, que promulgara una Constitución suficientemente liberal y una amplia amnistía. Prieto no ocultaba su desánimo134:
Sufro viendo cómo en Madrid y de un manotazo han derribado todo lo pacientemente conseguido aquí en dos años de esfuerzo penoso, más penoso porque de diversas partes, incluso de nuestras propias filas, brotaban enconadas injurias […]. Todo, a mi juicio, está bastante claro: los monárquicos advirtieron que el terreno estaba allí [en España] mucho más blando que aquí [en el exilio francés], por lo cual cambiaron súbitamente el lugar de sus gestiones, y mientras en Francia procuraban una inacción bien estudiada, en España se dedicaban a frenética actividad.
En vísperas de la celebración del IV Congreso del PSOE en el exilio, al que no pudo asistir por sus problemas de salud, Prieto defendía su posición política, al tiempo que reconocía su fracaso: «La realidad es mucho más amarga de lo que muchos suponían. Debemos afrontarla con coraje», escribió en junio de 1950135. Para entonces, el líder socialista había decidido ya abandonar la actividad política en Europa y regresar a México. Durante el mes de octubre, la decisión de la Asamblea General de la ONU de permitir la integración de España en las agencias especializadas de Naciones Unidas marcó el inicio del espaldarazo internacional definitivo a la España de Franco. El 4 de noviembre la ONU eliminaba su recomendación a los países miembros de no mantener a sus embajadores en Madrid. Era, en palabras de Prieto, «la última hoja que estaba por caer en este otoño agitado por vientos de tempestad, la hoja de parra que encubría la impudicia triunfante»136. Dos días después, Prieto enviaba a la ejecutiva su carta de dimisión como presidente del Partido Socialista137:
Mi fracaso es completo. Soy responsable de inducir a nuestro partido a fiar en poderosos gobiernos de origen democrático que no merecían confianza, según acaban de demostrar. Hice víctima al partido de una ilusión que me deslumbró. ¿Hasta qué límites me llevará ahora el desengaño? No lo sé. Pero sé que cualesquiera actos o palabras que lo reflejen adquirirían resonancia oficial si yo desempeñara, aunque solo fuese nominalmente, la Presidencia del partido, y por eso la dimito.
Mi fracaso justifica el ostracismo, pero, además, no debo servir de estorbo […]. Me limito a exponer mi estado de conciencia. A nadie pido que renuncie a la lucha, ni yo renuncio a pelear dentro de la menguada órbita a que quebrantos de salud me reducen.
Durante los meses siguientes, Prieto siguió desempeñando un papel importante en la vida del PSOE. Desde México se encargó de diseñar la estrategia política, mientras que Rodolfo Llopis, desde Toulouse, era quien llevaba los asuntos cotidianos. Su posición política a partir de este momento y hasta el final de sus días quedó reflejada en la propuesta que redactó en octubre de 1951 y que fue aprobada por la asamblea de la Agrupación Socialista Española. Este texto proclamaba roto el Pacto de San Juan de Luz, arremetía contra las instituciones republicanas del exilio y recomendaba al Partido Socialista una «cura de aislamiento», replegándose dentro de sí mismo. La clave para una futura solución democrática al problema español pasaba por mantenerse a distancia de los comunistas, y también de los republicanos si estos hacían causa común con ellos.
1951 fue significativamente el año en que el Gobierno francés decretó el desalojo del palacete de la Avenue Marceau de París, en la que el Gobierno vasco tenía su sede emblemática, y su entrega a las autoridades franquistas. Para el muy optimista Aguirre aquella mudanza a un piso del número 50 de la Rue Singer de la capital francesa fue un golpe muy doloroso. Como recordaría Mari Zabala, su mujer, fue «la fecha más triste para José Antonio»: «Es quizá la única vez que he visto a mi marido cabizbajo, triste, sin poder ocultar, como tantas otras veces, el dolor que le embargaba y sin que lograra recuperar su optimismo innato»138.