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Los hombres del rey

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El ministerio bifronte

Se ha hablado mucho sobre el binomio Carvajal-Ensenada, generalmente con ánimo comparativo y deseando que resalte su oposición. En el fondo de su carácter, los dos hombres eran ciertamente opuestos, sin embargo, sus diferencias no obstaculizaron planes de gobierno ni uno intrigó contra el otro ante los reyes, que es lo que importa. Cuando Carvajal pudo —al principio del reinado— no quiso; después, ante el auge de Ensenada, ya no pudo. Quizás Carvajal, un Abrantes, Lancáster, grande de España, universitario y culto, se dio cuenta tarde de que su acrisolada nobleza había servido para cobijar a un en sí nada que su entorno natural pronto empezó a llamar déspota.

Todos estaban pendientes en la Corte para ver quien de los dos subía o bajaba, según la expresión empleada por el embajador Vauréal, o hacia dónde se inclinaba el favor real: «está vario, ya inclina a un lado, ya a otro», decía Rávago en marzo de 1750. «Este teatro está cada vez más escabroso por la desunión y todo recae sobre mí», añadía el confesor que, ganado por Ensenada y con poco trato con Carvajal, quizás se otorgaba un excesivo papel como intermediario. Pronto, los reyes se inclinarían a favor del marqués, aunque Carvajal siguió gozando del respeto y la admiración de los monarcas. Incluso en su papel más importante, el de provisor de personal en las embajadas, Carvajal fue poco a poco suplantado por Ensenada. El 20 de junio de 1749, al hacer mención a Grimaldo, apoyado por Ensenada, Keene decía «todos los ministros últimamente nombrados lo han sido por Ensenada y no por Carvajal».

El ministro de Estado tenía un problema que él mismo conocía bien: era incapaz de la amistad. Ante él siempre había que aparentar rectitud. «No juego, no bailo, no puteo», le decía desde París Huéscar que, precisamente, se estaba granjeando fama de lo contrario, de profiter du carnaval y de entretener a una «amiga». Ante el cristianismo profundo del «filosófico» Carvajal no había más que formalidad y decoro. «Su genio es cerrado —decía Rávago en marzo de 1751— y ni él me habla jamás de mis cosas, ni yo de las suyas». Era además absolutamente desinteresado —lo más anormal en el siglo— y se sabía que no admitía ni condecoraciones ni regalos ni alabanzas. No era extraño que le desesperara Ensenada, el alegre, confiado y sobornable ministro, el «amigo», el «jefe», el «maitre» de la «farándula de don Zenón», siempre en fiestas y cenas a las que invitaba a lo mejor de Madrid. El marqués era un perfecto seductor con los reyes que había hecho suya una sentencia del padre Rávago: «los príncipes son todos buenos mientras no se les toca en sus antojos: quien quisiera cortarlos no lo logrará y perderá crédito».

Ante esto Carvajal, austero y virtuoso, al que Huéscar le decía «serías mejor si no quisieras ser tan bueno», solo podía refunfuñar. Hasta la ópera le molestaba a don José, que se refugiaba en su oficina con cualquier pretexto para no acudir a las fiestas. El ministro parecía no vivir más que para el trabajo y ni se preocupaba de buscar partidarios que le defendieran, ni supo delegar en hechuras. Él mismo se retrataba así cuando llevaba dos años en el gobierno: «Más es mi meditación que mi entendimiento. Soy rígido en los dictámenes y tenaz, y no es por vanidad sino es que no puedo acallar en mi interior las punzadas de lo que entiendo sin razón. Mi modo de disputar es asperísimo y echo a perder mi razón si logro tenerla. En fin, tengo mil defectos».

Ensenada, por el contrario, nunca reconoció ni uno, ni perdió el tiempo en introspecciones: «Si yo discurriese y fatigase las potencias como ustedes —le decía a su amiga la marquesa de Salas en 1745—, no tendría tiempo para servir mis empleos, porque no me alcanzaría para reñir pendencias y dar suspiros, pero empléole en lo que conduce a desempeñarme, no permito se me hable de mi persona y tiro adelante».

Las hechuras zenonicias y la soledad de Carvajal

Junto a los ministros formaban ya algunos de los que serían sus principales hechuras. Ensenada no contaba todavía con su célebre «cofradía» —buena parte de la red ensenadista se creará cuando el ministro ponga en práctica sus proyectos—, pero tenía muchos amigos, especialmente los que había conocido durante las campañas del rey de Nápoles en Italia. Entre ellos estaban el general Mina, el duque de Montemar (1671-1747), ya viejo y retirado desde 1742 pero influyente, el marqués de Salas, ligado desde el principio a Carlos de Nápoles; la mujer de este, de la que estaba separado, la más íntima de Zenón. Pero, entre los primeros ensenadistas, ya sobresalían Agustín Pablo de Ordeñana (1711-1765), el que iba a ser de por vida el «brazo derecho» del ministro, y Alonso Pérez Delgado, el militar que fue su oficial mayor en la Secretaría de Marina desde 1747. Los dos caerían con él el 20 de julio de 1754.

El joven bilbaíno Ordeñana acompañó a Ensenada como secretario desde que este entró al servicio del infante Felipe en 1737. En 1746 era la principal hechura ensenadista en el Consejo de Hacienda, al que pertenecía desde que Ensenada fue nombrado ministro en 1743. Sin embargo, el trabajo de Ordeñana se desarrolló siempre entre bastidores y fue más diversificado que el de Pérez Delgado o el del resto de la red ensenadista, los Banfi, Orcasitas, Francia, Mogrovejo, a los que hay que añadir los muchos amigos que tuvo Ensenada entre los altos cargos del clero, en España y en Roma, especialmente los grandes nautas de la operación concordataria, el cardenal Valenti, secretario del papa, y el auditor Manuel Ventura Figueroa. La tesis doctoral de Cristina González Caizán, La red política del marqués de la Ensenada, publicada en 2004, da idea del alcance nacional e internacional del ensenadismo.

Carvajal tuvo su pequeña «cofradía», pero el ministro, como jefe de la diplomacia exterior, trataba personalmente poco a sus «amigos» y pronto fue oscureciéndose en temas que llevaba el «secretario de todo», como llamó el padre Isla a Ensenada. A algunos de los embajadores a su servicio, Carvajal no les vería durante los largos años de sus embajadas, a otros no les conocía cuando les destinó al servicio exterior, como fue el caso de Ricardo Wall, el «dragón». Contra lo que se suele decir, Wall no fue hechura ni amigo de Carvajal. El propio ministro confesaba que nombró a Wall porque dominaba la lengua inglesa, pues ni siquiera lo conocía personalmente. Ministro y embajador mantendrían una constante correspondencia durante siete años, bien que siempre oficial, pero solo se vieron durante un corto viaje que Wall hizo a España en 1752. Cuando Wall volvió a Madrid en 1754, era precisamente para suceder al ministro que había muerto el 8 de abril de ese año.

Entre las hechuras zenonicias destaca un personaje fascinante: Carlo Broschi, Farinelli. Llegado a España en 1737 a solicitud de Isabel de Farnesio, fue pronto el hombre de confianza de Bárbara de Braganza y, luego, un poderoso intermediario para acceder a los reyes. No eran los tiempos de validos, menos con ministros tan fuertes como Carvajal o Ensenada, pero el pueblo vio pronto que en la Corte «privaba» Farinelli. Sin embargo, el cantante fue mucho más discreto que lo que su situación parecía permitirle. Se mantuvo siempre al lado de los ministros, sin estorbar; especialmente fue amigo de Ensenada, que confesaba en 1750 «yo estimo particularmente a este sujeto», pero no pudo entrar —es evidente— en el círculo de Carvajal, en el que el Capón era constantemente menospreciado.

El rey y la reina encontraron siempre en el cantante un apoyo franco, un amigo íntimo discreto y servicial al que colmaron de regalos. Nunca lo consideraron un sirviente más. Ensenada no le incluyó en la nómina de músicos de palacio, en la que sí estaba por ejemplo Domenico Scarlatti (1685-1757), a pesar de que este genial músico napolitano no se había separado de Bárbara desde que era niña. Maestro de la infanta en Lisboa desde 1721, Scarlatti fue llamado al servicio de la princesa de Asturias tras su boda en 1729. Fue desde entonces hasta su muerte en Madrid el 23 de julio de 1757 el primer maestro de su cámara.

Pero Farinelli fue más que un músico. Todo lo relacionado con el teatro, la decoración de escenarios cortesanos, la reforma y embellecimiento de los Sitios Reales y, en fin, el buen gusto palaciego pasaba por el célebre Farinelli, un hombre que había recorrido las cortes de toda Europa y que trajo a Madrid el mejor gusto de cada una de ellas. Su labor como director de escena en fiestas y ceremonias se completó cuando hizo venir de Venecia a Giacomo Amigoni (1680-1752), el pintor abierto al gusto europeo que retrató a los reyes, a Farinelli, a Ensenada, y mejor congenió con las ideas estéticas de Bárbara.

A este boceto de primeros hombres del rey habría que añadir algunos nombres, especialmente los que componen los servicios de palacio, gente altanera, soberbia y, como dirá el marqués de la Ensenada ya pensando en la reforma de las Casas Reales, «personas nacidas y criadas en la ignorancia de la economía». Los cambios se harán esperar hasta 1749, pero con el anuncio de la «nueva planta» algunos dimitirán siguiendo la estela del marqués de San Juan, de Maceda o del caballerizo del rey, el duque de Albuquerque (1694-1757), que también reaccionó contra la reforma, hoy mejor conocida gracias a un excelente estudio de Gómez Centurión, y a otros que siguieron del amigo desgraciadamente fallecido en diciembre de 2011, tan imprescindibles como su gran libro Alhajas para soberanos, una obra capital para conocer el interior de la Corte y la familia borbónica. Probablemente, el marqués de Montealegre (1683-1757), mayordomo mayor de Bárbara, luego sumiller de corps de Fernando VI —sustituyendo al dimitido San Juan— y el marqués de Villafranca del Bierzo (1683-1753), colateral de los Alba, nombrado mayordomo mayor del rey desde diciembre de 1747, representan mejor el nuevo estilo que los ministros, ya seguros, quieren para la nueva Corte.

El amplio cortejo de geltilhombres del rey y de damas de la reina se completaba con la nutrida corte de pintores, escultores y músicos, sobre todo músicos, además del resto de la «familia» entre la que hay que contar necesariamente a los médicos —pronto llegaría el célebre Andrés Piquer (1711-1772)—, los sacerdotes y los militares al servicio personal de los reyes. Entre los hombres del rey habrá que contar también a los intelectuales, es decir a los que ponen su pluma al servicio de la monarquía. Feijoo fue protegido directamente por Fernando VI, otros como Mayans o el padre Flórez buscaron su apoyo directamente —con distinta fortuna, nada halagüeña para el sabio Mayans—, mientras los más encontraron la intermediación de los ministros y de Rávago.

El nuevo tono del reinado y su relación con los intelectuales lo da mejor que nadie el padre Flórez (1702-1773) en su España sagrada, cuyos dos primeros tomos se publicaron en 1747, sin duda con el aplauso de Carvajal y Ensenada. El historiador agustino se ponía del lado del pacífico y de sus ministros «españoles» en la dedicatoria de su obra: «las Artes y Letras pueden conquistar dentro de un Reino tanto como fuera las Armas, y acaso con más utilidad, más seguridad y menores dispendios». No podía ser más elocuente en su apoyo al rey. Con vehemencia y esperanza concluía: «Solo ahora podemos conseguir la Ilustración».

Fernando VI y la España discreta

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