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El rey pacífico. Primeros pasos, primeras impresiones

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Simbolismo y despacho

En los retratos del nuevo rey, los pintores no solo plasmaron sus facciones, de por sí bastante agradables, sino además los símbolos del universo filosófico y político que se quería para la nueva monarquía. Cuando Amigoni pintó en la sala de la conversación del palacio de Aranjuez las Virtudes que deben adornar a la monarquía, eligió para las sobrepuertas la Fortaleza, la Concordia, la Mansedumbre, la Liberalidad, la Humildad y la Fidelidad. Ya no hay Marte señalando el trono ni alegorías de la casa madre Borbón cuyas armas aterraban a Europa como en tiempos de Louis Le Grand. El nuevo rey debía ser virtuoso y discreto a imagen de lo que España estaba destinada a ser en el nuevo concierto de las naciones. Solo la Fortaleza de Amigoni, con armadura, se encargaba de mostrar que no sería con humillación. «Que conozcan las potencias extranjeras que hay igual disposición en el Rey para empuñar la espada que para ceñir las sienes con oliva», escribía en 1746 Ensenada.

El riojano Antonio González Ruiz, pintor de cámara, retrató al rey en medio de un escenario repleto de símbolos, todos intencionados. El rey aparece vestido con armadura militar a la antigua usanza, pero se alza sobre un pedestal en el que hay arrinconadas viejas corazas y espadas rotas veladas por un angelote que duerme y otro, despierto, que muestra el plano de un edificio. Al lado están, tendiendo al rey sus atributos, alegorías del progreso de las ciencias y de la agricultura. No es lo que era el rey, sino lo que se quería del rey, para lo que hacía falta su benevolencia o si se quiere su conciencia, un atributo que de concepto religioso debía pasar, por obra de los ministros y de Rávago, a instrumento capital para justificar las decisiones regias.

Benevolencia y, conociendo el natural de los reyes, tenacidad y confianza: esta fue la primera virtud que alumbró la obra de Carvajal y Ensenada en su deliberado plan de «aprovechar» al nuevo rey: había que convencerle primero de su alta misión. «Dios ha destinado a Vuestra Majestad para restablecer la opulencia y el antiguo esplendor del dilatadísimo imperio español», le decía Ensenada en una de sus reiterativas representaciones. Cuando el éxito acompañaba, los ministros sabían cederlo al rey: «Esta fortuna de España no experimentada en los precedentes reinados, la ha reservado Dios para el de Vuestra Majestad en premio de sus virtudes».

En efecto, los ministros supieron tratar al rey hasta involucrarlo en sus proyectos. Fue obra de Carvajal convencerle de que España podía mantener la neutralidad sin arriesgar el prestigio de la monarquía y sin lesionar más aún las relaciones con Francia; pero, sobre todo, fue trascendental lo que Didier Ozanam ha llamado «bombardeo psicológico» de Ensenada sobre el rey. A través de sus representaciones y de su chispeante conversación, el ministro logró que los reyes se le confiaran por entero. Necesitó rodearles de atenciones, buscó joyas, relojes, partituras de música por toda Europa para que los reyes se hicieran regalos y sintieran la opulencia de la corona; organizó fiestas para su diversión y contó con el padre Rávago, que le hablaba antes al rey de la conveniencia de sus proyectos políticos, indicándole luego cómo tenía que abordarle.

«El rey se aflige con papeles largos», decía el embajador portugués Vilanova. Todos sabían que al rey no se le podían exponer problemas porque se fatigaba y podía aparecer la temible cólera o lo que era peor, la melancolía y el abandono. «No se atrevía nadie a dar cuenta al rey de este suceso —decía Rávago a raíz del asunto de Noris y la decisión papal— con que fue preciso que yo le preparase antes». Había que darle la solución o, mejor, sugerírsela antes a través de intermediarios, siempre reiterando que había acuerdo entre todos sus sirvientes. Cuando las desavenencias entre Carvajal y Ensenada trascendían y llegaban al rey, el padre Rávago se empleaba a fondo para evitar su sufrimiento: «Para consolarle añadí, y le gustó mucho, que yo no sabía cuál fuera peor para un Estado, si la unión o desunión de sus ministros, no siendo ellos muy santos; porque si están muy unidos se cubren unos a otros, y nunca llegan a saberse sus yerros.» Así escribía el confesor al cardenal Portocarrero el 25 de noviembre de 1749, «con la ocasión de haber sabido el rey de París que allí se hablaba de haber discordia entre estos dos ministros».

La entereza del rey ante la política francesa

Inusitadamente, colaboró con los planes ministeriales la torpe política francesa, ya precedida de lo que Fernando concibió como humillaciones de su familia desde que fue príncipe de Asturias y que llegaría al máximo durante las últimas operaciones del ejército aliado en Italia en los años 1746 y 1747. Las noticias que trasmitía Mina sobre el comportamiento desleal de los franceses ponían todavía más fácil a los ministros acabar con los últimos escrúpulos familiares del rey, que a pesar de todo, seguía mirando a Versalles con esperanzas de ser querido por su primo Luis XV. Solo tras conocer los preliminares de Aquisgrán —sobre todo tal y cómo astutamente se los presentó Carvajal—, en los que Francia volvía a abandonar a España, Fernando VI se convenció de que las relaciones familiares no significaban para él ningún seguro.

Pero no fue así al principio del reinado. El 29 de julio de 1746, Fernando VI escribía a Luis XV, respondiendo a la que este había escrito el 17 tras conocer la muerte de Felipe V. Bien lejos de mostrarse pacífico, Fernando VI le decía que su deseo era «caminar a la paz por medio de la guerra» y «mantener con V. M. la armonía más perfecta». De nuevo había alusiones del rey a «la causa común e intereses de nuestra familia» y se ratificaba en el proyecto de «asegurar el reino de Nápoles y establecer al infante don Felipe, mi hermano». Fernando VI no hacía otra cosa que reflejar el parecer oficial de Ensenada que, en realidad, era consciente de lo difícil y lo caro que estaba resultando conquistar un trono para el infante y de que, por ser un asunto sin interés para los franceses, no quedaba más remedio que resignarse y aguantar, esperando una paz que sabía que toda Europa deseaba.

A diferencia de Carvajal, que no ocultaba su desprecio por Francia, Ensenada dirá «con la Francia no urge otro paso que el de la disimulación». Estaba seguro de que la suerte del infante dependía de factores que ni siquiera Francia podía garantizar y, en vez de desesperarse como Carvajal por la perfidia de los diplomáticos, la aceptaba a sabiendas de que él era capaz de hacer lo mismo. Pensaba objetivamente, como Montemar, que era natural «que nuestros aliados, aun en las negociaciones, mirarán por sus intereses, omitiendo nuestras pretensiones» y también sabía que el rey no abandonaría al infante Felipe. Era un deber sagrado que tributaba a la memoria de su padre, según decía el rey, pero también, como advirtieron con sagacidad los ingleses, una forma de librarse del hermanastro, teniéndolo lejos.

«El carácter conocido del infante don Felipe es un motivo suficiente para impedir su vuelta; es de cortos alcances y también muy francés en todo, al punto de que hace alarde de no entender la lengua castellana». Walpole, de quien son estas palabras, no desconocía en junio de 1747 que el objetivo de continuar la guerra en Italia «no es por conformarse con la política antigua de la reina, sino para satisfacer a los soberanos actuales». Estaba ya seguro de que España aceptaría la paz próxima con solo ceder en eso aunque no obtuviera nada de Inglaterra —Gibraltar, Menorca, etc., los objetivos tozudos de Carvajal—, que era en realidad lo que todo el mundo pensaba, incluido Ensenada.

Isabel de Farnesio se estaba valiendo del infante cardenal don Luis para sus intrigas, a la vez que mantenía con su hijo Felipe una correspondencia plagada de dicterios contra los nuevos reyes, todo ello con el conocimiento de Fernando VI, que no dejaba de soportar encontronazos y desplantes como el de la propia reina viuda cuando respondió airada a la orden del rey de 3 de julio de 1747 que la obligaba a retirarse a San Ildefonso. «He visto con sumo dolor mío —escribía Isabel— lo que me participa. Yo estoy pronta a hacer lo que fuese de su agrado, pero desearía saber si he faltado en algo para enmendarlo». Fernando VI reaccionará de inmediato ante esta respuesta, que juzgó insolente, dejando ver dos de los componentes de su personalidad, ya avisados desde tiempo atrás: la altivez que proporciona el poder absoluto, al expulsar a Isabel sin contemplaciones vista su resistencia —«lo que yo determino en mis reinos no admite consulta de nadie», respondió a las protestas de la viuda— y la capacidad de disimulo, al pretender que fuera la reina viuda la que, manteniendo el secreto de la orden regia que llevaría en persona Rávago, solicitara su retiro.

A un año de empezar el reinado, Fernando VI se presentaba con más energía y actividad políticas de lo que se esperaba. A mediados de 1747, los reyes demostraban sosiego y actividad, además de un conocimiento perfecto de todos los recursos de la política de su tiempo, incluida la hipocresía y la doblez. Con la viuda, por ejemplo, pasados los forcejeos de julio, la correspondencia fue amable, igual que la que mantenía Fernando con sus hermanastros, menos y mucho menos regular con el infante Felipe. Bárbara demostraba una enorme seguridad al escribir regularmente a Isabel con el tono de autoridad regio no exento de los cumplimientos de etiqueta. A juzgar por Vauréal, la despedida de Isabel y los reyes en los Afligidos había sido también protocolaria y agradable para Isabel de Farnesio, ya reconciliada con su destino.

Aquisgrán y el orgullo regio

Las relaciones de Fernando VI con su primo Luis XV también acabaron pasando por el tamiz del protocolo, pues la razón política se impuso a los cada vez más lejanos sentimientos familiares. El acuerdo secreto firmado por Francia e Inglaterra el 30 de abril de 1748, que dejaba al margen los derechos de España —navío de permiso, asiento de negros, Gibraltar—, fue la última traición francesa (así se tomó en la Corte española). En adelante, el rey seguirá afectando sentimientos de familia —con la característica soberbia—, pero no se dejará arrastrar por Francia a un nuevo pacto, aunque, como sabía todo el mundo, el rey jamás actuaría contra sus primos. Nunca más volvió a confiar en la doblez de los ministros de Luis XV, que intentaba justificar torpemente su actitud al precipitar el acuerdo separado con Inglaterra nada menos que apelando a los infelices súbditos españoles «a los que la presente guerra no ha costado menos sangre y dinero que a los míos», según decía en su carta personal a Fernando VI de 5 de mayo de 1748.

En respuesta, Fernando VI, que contestaba el día 12 del mismo mes, le decía tajante que ««se quite de los preliminares el artículo de suplemento de asiento de negros y navío de permiso, punto sobre el cual no se me ha hablado, y que me trae el mayor daño que se me puede hacer». El rey, del que luego diría Vauréal que no era nadie, reaccionaba duramente hasta el punto de hacer temer al embajador maniobras secretas de la diplomacia española en torno a Austria y, abiertamente, en Londres. Fernando VI lo dejaba entrever en su carta descubriendo a Luis XV que se le habían hecho «sugestiones», «con bien ventajosos partidos para que me apartase de V. M.», y que las había rechazado «debido a nuestra sangre, amistad y alianza». El rey declaraba su orgullo al decir a Luis XV que él también podía haber logrado lo mismo por separado: «se quisieron ajustar los ingleses conmigo si yo hubiera querido dejar a V. M.», le espetaba.

Carvajal debió trabajar lo suyo para hacer reaccionar a Fernando VI con tanta dureza, pues, en realidad, se esperaba ya algo parecido de la actitud de los franceses. «Sobre viles, son menguados», decía el ministro, al que lo que más le dolía era que «si de veras hubieran querido y aún si quisieran nos hubieran librado de la maldita espina». Era «el maldito artículo 10 [de los preliminares] que me ha irritado hasta el cielo», decía Carvajal el 14 de mayo, en referencia a la «espina» de Utrecht: el navío de permiso, el asiento de negros y Gibraltar. El ministro prometía «si no tengo forma de vengarme, me moriré con desconsuelo», repitiendo lo que había escrito dos días antes: «si yo duro y tengo poder, me vengaré a satisfacción nuestra».

En realidad, Carvajal se mostraba irritado hacia el exterior, pero estaba verdaderamente complacido porque había conseguido uno de sus objetivos: que Fernando VI no volviera a pensar en una alianza con Francia y que Bárbara, en perfecta sintonía con su padre, viera en esta nueva humillación francesa la disculpa para aproximarse a Inglaterra en el futuro sin temer las reacciones —el «soy Borbón»— de su marido. Además, la paz en sí misma —el fin de los gastos— y el establecimiento del infante que quedaba confirmado en los preliminares suponían una enorme alegría para el rey y sus ministros.

Carvajal, al fin, se sinceraba así con Huéscar: «si tus cartas y las de Massa [Masones de Lima] no hubieran venido tan calientes, yo hubiera apretado menos arriba [al rey] y hubiera sido aplaudido [el tratado]». Aunque no le importaba mucho que el rey hubiera mostrado entereza ante Francia y que Wall hubiera hecho correr por Londres 500 anónimos sobre negociaciones bilaterales con España y aun noticias de que continuaría sola la guerra contra Inglaterra. Todavía se podía negociar alguna ganancia antes de firmar la paz definitiva, lo que tendría lugar casi medio año después en Aquisgrán.

Carvajal quería aprovechar «ahora que está el yerro caliente» y, un tanto crípticamente, involucraba al rey que «si se enfría, acaso se levantarán vaporcillos de yo soy Borbón que me han desconcertado mis medidas algunas veces». Con todo se acabaría haciendo de Aquisgrán un hito feliz a pesar de que no se conseguía más que Parma, Plasencia y Guastalla para el hermanastro, lo que, sin embargo, era suficiente para que, pasado un tiempo, la Corte celebrara por todo lo alto el gran logro del rey pacífico.

Aquisgrán era una «paz a la espera», una tregua antes de una nueva guerra que todos creían segura. Pero, para los ministros de Fernando VI era el mejor regalo que podían hacer al rey y el mejor fundamento para sus proyectos. No hay más que leer la carta del 28 de octubre de 1748 remitida por Carvajal a Huéscar: «Amigo querido. Sea mil y más veces enhorabuena, que ya estamos en paz y libres de fatigas y de asechanzas. Ella [la paz] es excelentísima atendidas las circunstancias y en sí sola mirada es mejor que todas las de este siglo y que las últimas del pasado».

Fernando VI podía exhibir un primer triunfo. Solo había una sombra, aunque ahora pasó desapercibida: Carlos de Nápoles no había firmado el tratado. Siempre recriminó a su hermanastro que se había despreocupado de él y ya los recelos entre la dispersa familia de los Borbones españoles no cesaron.

Pero la paz, que pronto sería uno de los bienes ilustrados por excelencia, permitía al rey convertirse en «padre de vasallos», tal como Ensenada le requería. Hasta ahora los cambios se habían producido en el plano internacional y en el interior de la Domus Regia; venía ahora el tiempo de aplicar el remedio a la «nación enferma», el símil que se empleaba abiertamente para designar los males de España a la llegada de Fernando VI al trono.

Fernando VI y la España discreta

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