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Mediocridad y consenso

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La imagen que la historiografía ha trasmitido de Fernando VI y de Bárbara de Braganza ha gozado en todas las épocas de amplio consenso, lo que equivale a decir que la «feliz pareja» y su reinado han suscitado poco interés. Los historiadores no suelen discutir sobre unos reyes eclipsados por la imagen resplandeciente de su sucesor Carlos III y que, como mucho, venían a ser un eslabón entre el belicoso y extraño Felipe V —y su enérgica y poderosa mujer Isabel de Farnesio— y el ilustrado hermanastro, un rey de España que viene precedido por su fama napolitana y que ha gozado de biógrafos, panegiristas y, tras su muerte en 1788, de una desmesurada cohorte de profesionales del elogio fúnebre que ha llegado a nuestros días.

El conde de Fernán Núñez, embajador y primer biografiador de Carlos III, sería el primero en difundir con éxito de público los grandes logros del reinado ilustrado por antonomasia, inaugurando la línea historiográfica que ha convertido al xviii español en un siglo demediado, absolutamente desproporcionado. Desde entonces, su segunda mitad, agigantada, es ocupada en solitario por el rey ilustrado mientras todo lo anterior permanece bajo el dominio de una ilusionada espera. Inevitablemente, Fernando VI y su reinado quedaron convertidos en un contraste más a la espera de que Menéndez Pelayo, un siglo después, lo sentenciara por mediocre.

La poquedad del rey pacífico, todavía más acentuada para la posteridad por su penosa y larga agonía, por carecer de sucesión y por consentir el bárbaro testamento de su esposa a favor de Portugal, domina el «poco interesante» reinado. El rey era «hombre de bien», «muy amante de su familia», «esencialmente pacífico y propenso a llamarse amigo de todos», escribía Antonio Ferrer del Río en 1852 en su divulgada Historia del reinado de Carlos III en España publicada cuatro años después; pero, siguiendo la corriente general, el historiador reparaba en la reina, «de inteligencia limitada», que «influía en todas las determinaciones», y destacaba la hipocondria y la tendencia a la melancolía del regio matrimonio, causas de que rey y reina «languidecieran» al margen de los asuntos políticos, confortándose mutuamente y mitigando sus afecciones con los fastuosos espectáculos dirigidos por Farinelli.

En el balance final, resaltaban los logros de la paz fernandina y las pruebas de que mantenerla fue fruto no tanto de la tenacidad del rey como de su debilidad o, al menos, de su propensión natural. Así lo sentenciaba ya Ferrer del Río: «Satisfecho de reinar sosegadamente sobre los dominios que las guerras anteriores no habían segregado de su corona, supo acallar los afectos de hombre, cumplir las obligaciones de rey, ser insensible a los halagos, cauto contra las asechanzas y, siempre digno y al nivel de tan alto puesto como el trono, sacar ilesa de continuas acometidas y triunfante y fecunda en bienes la neutralidad española».

Con una óptica bien distinta, Wiliam Coxe había publicado en Londres en 1813 una obra basada en la documentación de los embajadores británicos que tendría gran difusión. Vertida al castellano en 1846 en la conocida edición popular España bajo el reinado de la casa de Borbón, Fernando VI aparecía como hombre débil, «frugal y económico» —lo que luego quedaría empañado por la codicia de la reina—, amante de la paz y cumplidor escrupuloso de su palabra. Afectado de «hipocondria», era todavía «más irresoluto que su padre» y, «a pesar de la docilidad natural de su carácter, experimentaba violentos arrebatos de cólera y de impaciencia». Finalmente, llegó a estar «persuadido de su incapacidad natural».

Sin embargo, W. Coxe resaltaba ya las realizaciones del reinado y atribuía al rey las virtudes más estimadas por el pragmatismo inglés; así, el rey se habría interesado por «un cuidado exquisito en cuanto podía contribuir a la mejora de la agricultura nacional», a la vez que era uno de los que más habían protegido «con mayor liberalidad las artes y la ciencias». En cuanto a la política exterior fernandina, Coxe incrementaba las filias inglesas de algunos ministros como José de Carvajal y Wall —por contraposición al afrancesamiento general—, dejando un terreno abonado para las controversias que han dominado la segunda mitad del XIX y buena parte del XX.

Fernando VI y la España discreta

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