Читать книгу Las llamas de la secuoya - José Luis Velaz - Страница 13

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Se dirigió hacia una parada cercana de autobús. Al doblar la embocadura por la que afluía a la avenida de la parada vio que pasaba el 44, el bus rojo que necesitaba coger. Echó a correr, tenía que cruzar al otro lado pero la circulación terrestre de vehículos era demasiado densa. Justo cuando se acercaba a la parte trasera del autobús doble articulado, este se incorporaba para salir. Lo llamó desesperadamente. Casi consigue agarrarse al saliente de la puerta. Se quedó mirando cómo partía, jurando. Los ojos de la gente de la parte posterior del bus, que iba repleto, contemplaban la escena con apatía. No podía echar tampoco la culpa a ningún conductor. No lo había, eran vehículos autónomos. Todavía estaba observando cómo se alejaba cuando una enorme explosión hacía saltar por los aires el autobús articulado. Fue tal la liberación de energía de la presión, acompañada de un potente estruendo, que Antonio sintió que el suelo se movía con el mismo efecto que el causado por un terremoto. El ruido de la explosión enmudeció los gritos de pánico y al color rojo de los múltiples segmentos de la carrocería del autobús, se unió el de la sangre de los humanos que iban en su interior así como la de los que se encontraban en un radio de más de doscientos metros. Algún edificio colindante se vino abajo.

Antonio se llevó las manos a la cabeza. ¡Se había salvado por haber perdido el bus por centímetros! Las ambulancias aéreas comenzaban a llegar a la zona que había quedado devastada. Salió a una calle paralela y se puso a caminar hacia donde se dirigía. Observó su dispositivo móvil: tenía cinco kilómetros de distancia. Comenzó a andar guiado por el navegador. Tenía tiempo, no obstante pensó que si veía pasar un taxi lo cogería.

Cuando aún no había llegado a mitad del recorrido se encontró en medio de dos grupos de manifestantes que habían comenzado a pegarse, a lanzarse piedras y como la trifulca subía gradualmente de tono, comenzaron a oírse disparos, gritos, carreras, algunos cuerpos quedaban tendidos en el asfalto. Antonio tuvo que tirarse al suelo protegido por un vehículo calcinado que yacía aparcado. En cuanto pudo se lanzó a la carrera hacia un lugar más seguro procurando evitar el altercado. Poco después, en una bocacalle, vio que pasaba un taxi libre. Le hizo señal de que parara, pero siguió de largo. Continuó andando hasta que por fin llegó al Mars II Club.

Por fuera tenía aspecto de ser un verdadero antro. Fuertemente vigilado por gorilas, con la cabeza rasurada en su totalidad y tatuada con la testa de una pantera negra de ojos brillantes y agresivos colmillos en la parte superior del cráneo, con rifles automáticos, situados en todos los recovecos alrededor del local. Se dirigió a la taquilla blindada. Era necesario sacar un billete para entrar que dentro podía canjear por una consumición. En la misma entrada, un hombre que parecía ser el encargado de la vigilancia, rifle en bandolera, le dijo que levantara los brazos y tras un gesto otro lo cacheó minuciosamente, luego le pasaron, rodeando su cuerpo, un detector especial y para terminar tuvo que atravesar por el arco de un escáner. Una vez dentro se dirigió a la barra donde servían hombres en bañador y mujeres en toples. Por los grandes bafles retumbaba la segunda parte de Another Brick in the Wall de Pink Floyd y las imágenes del vídeo se reproducían entre las rústicas piedras que conformaban las paredes en una especie de caverna. Preguntó por la persona que buscaba. El barman lo miró sorprendido, con atención: «¿De parte de quién?», —dijo con sequedad—. Antonio se identificó y aquel se dirigió a otro, vestido con traje y pajarita, que se encontraba al fondo de la barra, y entonces pudo ver cómo este al escuchar lo que el barman le transmitía dirigía su vista hacía él, con cara de pocos amigos, y luego llamaba por un teléfono sin dejar de mirarle mientras hablaba.

—Quiere seguirme, por favor.

Una sonriente señorita, también vestida, se había acercado por detrás. Antonio la siguió hasta un garito escondido en un sótano al que había que acceder por un laberinto y traspasar distintas puertas blindadas con sus respectivas claves digitales.

Un hombre alto con una larga cabellera blanca, como el platino, que sobrepasaba los hombros del traje oscuro se le quedó mirando fijamente. Era una mirada que impresionaba. Antonio estimó, recordando comentarios de su padre, que rondaría los noventa años. Sobre el dorso de su mano izquierda destacaba la imponente cabeza de una agresiva pantera negra. De pronto el hombre sonrió y exclamó:

—¡Crossmann! ¡Claro! No puedes ser otro. Parece que estoy viendo a tu padre. Tienes su misma cara. ¿Cómo es tu nombre de pila?

—Antonio, señor.

—Bien, Antonio. Puedes llamarme Sylnius. Me alegra mucho verte. Ven, vamos a sentarnos junto a mi mesa de despacho o mejor aún, vamos a subir arriba, a un reservado. Estaremos tranquilos y podremos tomar algo —dijo el hombre de grave timbre y voz pausada apoyando su mano sobre el hombro de Antonio.

Pero justo entonces, un corpulento hombre de color se acercó al misterioso personaje diciéndole algo que Antonio no pudo llegar a escuchar.

—¡Vaya! Lo siento Antonio, debes disculparme un momento. Espérame tomándote algo. Ahora te acompaña al reservado uno de mis escoltas. Estoy contigo enseguida.

Al salir del despacho una mujer a la que conducían dos hombres, con la cara manchada de modo burdo por el rímel y el pintalabios corridos, se quedó mirándolo con ojos que destellaban odio. Antonio pudo percatarse de que iba esposada.

El escolta lo acomodó en un reservado conformado en una de las cavidades de lo que representaba una cueva prehistórica y, justo en ese momento, por los bafles del tugurio comenzaba a sonar con fuerza una genial percusión al ritmo trepidante de los timbales y la batería. A los primeros sones Antonio reconoció que se trataba de Sympathy for the Devil de The Rolling Stones. La situó en su época de gestación, mediados del siglo XX, cuando aún había esperanzas para la humanidad. Siempre había sido aficionado a la innovadora música producida por los grandes grupos de esa época. Al fondo, por una gran pantalla, se mostraba el vídeo con una grabación en directo, y se escuchaba el clamor del público vehemente que repetía enfervorizado: «¡Hi… Hiuuuuh!…», como si de un eco se tratara, los provocadores gritos de su cantante Mick Jagger al salir al escenario contorneándose entre efectivos juegos de luces rojas que estarían simulando al infierno: «¡Hi, Hiuuuuh!… ¡Hi, Hiuuuuh!…». Al pedir la consumición Antonio pudo ver, también, las formas poco iluminadas de algunas parejas de jóvenes, con el mismo atuendo de los camareros, que danzaban libidinosamente en un cuadrilátero de cuyo fondo comenzaron a surgir halos de llamaradas grotescas coloradas, que seguían el ritmo musical entremezcladas con brotes de humo, que dejaban las líneas de los cuerpos desvanecidos y confusos.

Antonio salió del letargo en el que se hallaba totalmente abstraído, sumergido en esa escena a la que se unía, al fondo, el vídeo de los Stones interpretando la canción: «Uuu… uuuuuuh… Uu… uuuuuuh…», que ahora estaba llegando a su fin, mientras sobresalía el punteo de la guitarra ante la locura desatada y un airado lucifer preguntaba, con ironía: «Tell my baby, what´s my name… iuh, iuuuuh…, what´s my name»; cuando apareció Sylnius.

—Ya estoy contigo Antonio —exclamó el hombre de largo cabello plateado que había llegado rodeado por un grupo fuertemente armado. Sylnius pidió una consumición y comenzó con grato recuerdo a hablar del padre de Antonio, recordando las muchas cosas que habían hecho juntos hasta que por fin dijo—: Bueno, ¿qué me cuentas? Si estás aquí es por algo.

De fondo, ahora, sonaba melódica Stairway to Heaven de Led Zeppelin. Antonio sacó la cajita de teca de su mochila y le enseñó el papiro y el trozo de pergamino. Sylnius tomó este último, le dio la vuelta. Un número se hallaba grabado y dijo ensimismado:

—El 111. Sí, era el de tu padre… ¿Conoces la historia?

—Algo me contó mi padre siendo yo muy joven, luego, como sabe, tuvo que desaparecer por un tiempo. Cuando volvió, se encontraba muy enfermo. Lo hizo para morir y despedirse de mí. Me repitió hasta el final lo de la hermandad y aparte de estos elementos, me entregó tres tarjetas con las direcciones de las personas con las que tenía que contactar. Primero estaba la suya, caso de no ser posible el contacto me debía dirigir a la número 2 y finalmente, por si acaso, había otra tercera.

—Bueno, pues me alegro de que yo pueda seguir contándolo y baste con mi contacto. Seré además tu padrino. Déjame ver quiénes eran los otros —Sylnius leyó los nombres de las otras tarjetas con una sonrisa—. Están vivos también, los tres te apadrinaremos.

—Gracias. Me hace ilusión seguir los pasos de mi padre.

—Bien, dime cómo puedo contactar contigo. Me encargaré de organizarlo todo. Será para la próxima reunión plenaria de la hermandad, dentro de mes y medio aproximadamente. Te avisaré con tiempo. Ahora me quedaré con la cajita de teca. Estará más segura conmigo. Además, previamente hay que seguir las formalidades estatutarias, es preciso un informe tras testar y conformar con los últimos avances la veracidad del pergamino y la transmisión del papiro. El día de la ceremonia mis hombres te recogerán y te llevarán a la sede. Allí se te investirá con la solemnidad requerida. ¿Necesitas algo ahora? ¿Quieres que te llevemos a tu domicilio?

—No. Muchas gracias, señor.

—Este distrito es muy peligroso para una persona sola y desarmada… Y llámame Sylnius… vamos a ser hermanos socios.

—De acuerdo. Tendré cuidado. Muchas gracias, Sylnius.

Antonio le dio una tarjeta donde apuntó todas las formas con las que podría contactar con él, seguidamente el hombre del largo cabello plateado se levantó, Antonio lo hizo tras él, Sylnius colocó las palmas sobre sus hombros y luego lo abrazó.

—Lo siento. Tengo que cumplir con mis obligaciones, Antonio. Tú puedes seguir aquí tranquilamente. Termina tu consumición. Pronto recibirás noticias mías. Cuídate.

Pero Antonio se marchó. Y estando casi en la puerta de salida se detuvo. Por los enormes bafles comenzaba a sonar, con gran potencia, Immigrant Song también de Led Zeppelin, al tiempo que las inmensas pantallas que conformaban las paredes del local mostraban el vídeo con una interpretación, en aquella época, del grupo en directo. Un escalofrío recorrió todo el cuerpo de Antonio.

Las llamas de la secuoya

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