Читать книгу Las llamas de la secuoya - José Luis Velaz - Страница 14

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Fuera, en los aledaños, abundaban los edificios semiderruidos y el hedor era penetrante. Los cuervos, al acecho por todas partes, crascitaban lanzando chirriantes graznidos. Unos buitres de enorme envergadura planeaban a baja altura al tiempo que por medio de esas mismas calles transitaban sigilosas, modernas y agresivas especies de hienas y chacales. Todos en busca de carroña. Los cuerpos mutilados, abandonados por los depredadores humanos, eran pronto asaltados por los carroñeros que actuaban en un ritual cargado de gran violencia para su propia supervivencia, limpiando las ciudades.

Antonio miró su navegador y decidió volver a su distrito por un camino diferente al que había utilizado en la ida, así que entró por un callejón, donde en una esquina vio a la mujer de la cara manchada. Se hallaba sentada en el suelo amamantando a una bestia de aspecto funesto: cara humana con enormes orejas y cuerpo de cerdo, pero de infantil y suave piel sonrosada. Nunca había visto un ser tan extraño, aunque recordó el uso intensivo que se había hecho de este mamífero para procurar órganos para humanos al ser muy similares. Ella se quedó mirándolo fijamente, luego le enseñó los dientes en actitud amenazante. Antonio aceleró el paso hasta doblar a una avenida atascada con vehículos destruidos y abandonados por todas partes. En la siguiente arteria circulatoria el tráfico parecía fluido hasta que se produjo un pequeño golpe entre dos coches que se pararon. Al poco, los conductores comenzaron a discutir, uno sacó su arma y disparó contra el otro. Del vehículo de este salió un tercero disparando contra el agresor. El tráfico quedó interrumpido y las protestas desaforadas de los ocupantes de los demás vehículos comenzaron a intensificarse, increpándose los unos contra los otros, recíprocamente. Los disparos se hicieron cada vez más frecuentes hasta que alguien, desde alguna ventana, lanzó una granada de mano. Varios coches salieron despedidos envueltos en llamas. Antonio volvió a la calle anterior paralela, más tranquila, desde donde seguía oyendo el estruendo de las detonaciones que se incrementaban, ahora causadas también por bombas, en la avenida que poco antes parecía fluida; pero tras haber apenas avanzado cincuenta metros, de un portal con aspecto abandonado salieron tres individuos con grandes capas rojas y rostros pintados a modo de payasos: fondo blanco y pronunciadas líneas que marcaban bocas sonrientes y ojos enormes. De sus cintos, a un lado, colgaban largas espadas de filos brillantes a la luz de las farolas, mientras que del otro pendían modernos revólveres. Los individuos de los extremos se abrieron para cercar a Antonio, mientras el del medio se detuvo, brazos cruzados, frente a él.

—Hola —dijo este pronunciando la pintada boca sonriente—, ¿tienes un cigarro negro?

Segundos antes de contestar, Antonio pensó que con seguridad se trataba de una contraseña entre bandas, de la cual, desde luego, no tenía la respuesta:

—Lo siento. No fumo.

Las carcajadas de los individuos resonaban en la cabeza de Antonio que no sabía lo que le esperaba, cuando se encontró la punta afilada de una de las espadas tocando su garganta y las manos esposadas. Justo en ese momento dos patrullas en motos voladoras que circulaban lentamente por el asfalto, en actitud vigilante, con cuatro plazas cada una, en la que unos fornidos hombres con chupas negras, que parecían de cuero, cabezas rapadas con la testa de una pantera negra de ojos brillantes y aspecto feroz, tatuada en su parte superior, y provistos de metralletas que salvo los que conducían apoyaban sobre sus muslos, contemplaron la escena. Alguien se dio cuenta de que se trataba del hombre que acabada de salir del Mars II Club.

—Ese hombre al que retienen los Payasos Asesinos es el que ha estado hablando con Sylnius.

—Llámale para ver qué hacemos.

Los payasos al ver las patrullas dejaron de reír y sus manos diestras, de forma automática se acercaron a sujetar las culatas de sus pistolas. El que parecía el jefe hizo un gesto para que Antonio avanzara hacia el portal del que habían salido.

Al recibir la orden de Sylnius las dos patrullas se dispusieron en torno a los payasos. El silencio hizo destacar el eco de los graznidos de los cuervos.

—¡Alto! —dijo el cabecilla de una de las motos—. Ese hombre es de los nuestros.

—¿Y qué hace por aquí, sin conocer las contraseñas? —preguntó el jefe de los payasos.

—Este territorio es nuestro. Si estáis aquí es con nuestro consentimiento —dijo el cabeza rapada y tatuada, al tiempo que veían asomar armas por los huecos de las ventanas rotas del edificio, ante rostros parapetados de Payasos Asesinos que se movían ansiosos tras ellas. La tensión se acentuaba.

Una voz ronca y fuerte apareció rodeado de hombres por el portal.

—¿Qué ocurre?

—Hemos cazado a este tipo paseando por esta calle sin conocer la contraseña.

El de la voz ronca sabía que el hombre, por su pinta, podría tener algún valor, pero otras cuatro motos llegaban, con cuatro componentes cada una de ellas, fuertemente armados, de cabezas tatuadas con la imagen de la pantera de ojos brillantes y sabía que, con la banda de las Panteras Negras, como así eran conocidos, era mejor tener la fiesta en paz.

—Dejadlo… —dijo el cabecilla sin mucho afán, antes de proseguir con una amenaza—, pero estamos empezando a cansarnos.

El trío que mantenía a Antonio lo soltó y una de las motos se acercó a recogerlo. Uno de sus componentes se apeó dejando su sitio a Antonio mientras él se sentaba en un anexo corredizo que había extraído en el borde posterior del vehículo.

—Nos ha ordenado Sylnius que te llevemos a tu casa. Es muy arriesgado andar por estas calles —dijo el jefe de la patrulla—. Está al teléfono y quiere hablar contigo.

Antonio habló con Sylnius. Este le recriminó que no hubiera aceptado que sus hombres lo hubieran acompañado hasta su casa. Pensaba que había ido motorizado o de alguna forma más segura. En fin, que eran calles muy peligrosas. Que ya se lo había advertido. Que ahora lo llevarían sí o sí y volvieron a despedirse como antes habían quedado.

Las llamas de la secuoya

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