Читать книгу Las llamas de la secuoya - José Luis Velaz - Страница 20

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Antes de salir del parque observaron a una multitud que rodeaba a un orador. Antonio se subió a un banco para poder ver mejor de quién se trataba, que era capaz de mantener semejante expectación. Su sorpresa fue mayúscula. El hombre enjuto iba desnudo y descalzo, cubierto tan solo por una tela blanca que rodeando su cintura cubría sus partes íntimas, largo su cabello como la barba; de su cabeza brotaba la sangre que una corona de espinas le provocaba. Apenas tenía fuerzas para predicar y, cuando aspiraba con cierto esfuerzo para coger aire, se marcaban sus costillas débilmente cubiertas por una leve piel lactescente y fustigada. A su alrededor unos hombres con túnicas, de cabellos y barbas semejantes, fuertemente armados lo escoltaban. Sus seguidores lo escuchaban con atención. Alba se encaramó al mismo banco sujetándose a Antonio para no perder el equilibrio. El orador hablaba del mundo perdido, pero decía que el Mesías no tardaría en volver.

Antonio y Alba prosiguieron su camino. Cuando se hallaban dos calles más allá del parque escucharon una fuerte explosión proveniente del mismo, luego aterradores gritos de angustia recalcitrante y gente corriendo. Habían llegado a la cafetería en la que Alba había quedado con su compañero Martin. Cuando este llegó poco después besó a Alba en la mejilla y dio la mano a Antonio saludándolo afectuosamente. La llegada de Martin hizo que aquel bajara a la realidad. Era un verdadero apolo y Antonio se preguntaba ¿de dónde habría salido semejante pareja sin igual? Parecían tenerlo todo. Guapos e inteligentes. En un planeta acabado y alicaído se antojaban como dos ángeles perfectos llegados de un lugar desconocido. Al menos esa era la sensación que percibía Antonio y al ver de nuevo a aquel junto a Alba, el rato tan entrañable, inexistente en aquellos tiempos, que había experimentado estando a su lado, se esfumaba al sentirse un don nadie recién llegado a la vida de esa hermosa mujer.

—Bueno, os dejo. Me voy para casa. Tengo cosas que hacer —dijo Antonio.

—¿Quieres que te acompañemos? —preguntó Alba, mirando de soslayo a Martin, que asintió.

—No. Muchas gracias.

—¿Seguro?

—De verdad. Seguid con vuestros planes.

Cuando Antonio acababa de separarse, Alba se acercó a él sujetándolo del brazo:

—Tengo tu teléfono. Te llamaré, pero si algún problema, a cualquier hora, me llamas… por favor. Recuerda también lo que hemos hablado. Piensa qué prefieres. —Tras decir esto, una nueva sonrisa iluminó su suave y terso rostro y luego se despidió dándole un beso en la mejilla.

Las llamas de la secuoya

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