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ANHELO DE KANSAS

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El sol resbala vencido y perezoso entre las Torres Gemelas pintando de tonos anaranjados el atardecer. A Roy le gusta observar ese momento desde la ventana de su apartamento en N-Manhattan. Lejos de resultar placentera, la escena le deja siempre una sensación de extrañeza y misterio. En el mundo real, mirar directamente el candente astro quemaría sus pupilas, pero aquello no es el mundo real sino una postal digital, un reflejo idealizado de lo que una vez fue.

A finales del siglo XXI, tras casi una década desde el Gran Apagón de la Realidad, la mente humana había ido sepultando la remembranza del mundo físico por cuestiones meramente prácticas. Teniendo en cuenta que todo un nuevo universo virtual se mantenía en pie gracias a la capacidad de procesamiento de los cerebros de los supervivientes, bien estaba sacrificar los recuerdos de una infancia feliz o desdichada, de los paseos cogido de la mano de aquel amor de juventud o del sabor de un helado sentado en un banco en el parque, por mantener en pie el presente y el futuro de la humanidad.

Roy había pensado hacía tiempo en el alto precio a pagar que suponía ponerse en manos de multinacionales tecnológicas pero, al fin y al cabo, no existía ninguna otra posibilidad de sobrevivir en un planeta calcinado. La teoría de que sin la implicación humana la Tierra se regeneraría más rápido de lo que uno pudiera imaginar se desvanecía poco a poco, casi sin darse cuenta, con el lento paso del tiempo. Un importante grupo de resistencia había surgido para poner en entredicho a K-Corp, la gran corporación que se había adueñado de los sueños de todos. Los rumores que propagaba la insurgencia sobre una Tierra ya de nuevo habitable chocaban con la brutal represión de los altos poderes y la apatía general. A Roy le daba la sensación de que cada vez importaba menos volver a pisar en firme sobre el asfalto, hundir los dedos de las manos en la arena de una playa o notar el frescor de la hierba bajo los pies desnudos. Reconstruir un mundo en ruinas resultaba además menos atractivo que expandirse hacia las estrellas en un siempre excitante universo procedimental.

Esa mentalidad había ido arraigando en su cabeza cada vez más, pero hoy, 21 de junio del año 8 tras el Gran Apagón, ocurre algo. Roy encuentra entre la niebla que enturbia su memoria el recuerdo de la Dorothy de viejo celuloide, de cómo, viendo de pequeño El mago de Oz, le decía a su madre que no entendía por qué la protagonista quería abandonar aquel fantástico reino multicolor para volver a un Kansas en blanco y negro. Mientras el sol digital desaparece tras el horizonte de N-Manhattan para dar paso al habitual cielo cubierto de auroras boreales, aparece la respuesta en su cabeza: «Porque Dorothy sabía que Oz no era real, sabía que aquel no era su hogar, no lo era, maldita sea». Roy baja la persiana y se dirige hacia la calle con un pensamiento que no debería estar ahí: «Y este lugar tampoco es el mío».

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