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La abnegación

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Me refería antes a la contrición. Todo el aspecto de abnegación, que me he dado cuenta cada vez más que lo sabéis de sobra, pero vamos, os recomiendo que lo repaséis y que lo repaséis detenida y profundamente ahora, con ocasión del comienzo de la Cuaresma, los días antes, y que le pidáis a Dios luz para daros cuenta de la necesidad de la abnegación. Y lo que quiero recalcar un poco es esto, que también podéis tener presente facilísimamente: En la abnegación entra la tarea de negar unas series de formas nuestras, que resulta que en sí mismas no son pecado, pero que no son buenas conductoras de la caridad, no son expresivas de la caridad, que no vamos a llegar nunca a encajar del todo. Porque no está en el plan de Dios que los hombres seamos ya perfectos (la expresión “perfecto”, eso se queda para nuestro Señor Jesucristo), pero que sí está en el plan de Dios que estemos en una actitud continua de negación que, en parte, se manifiesta en humildad sencillamente, en reconocimiento de una deficiencia, en reconocimiento de una falta de dominio y, en parte, se manifiesta porque realmente vamos dominando las cosas, vamos dejando de hacer las cosas que están mal, vamos cambiando maneras de expresión nuestras, precisamente para poder comunicar mejor la caridad.

Claro está que la gente va a entender según lo que Dios le ilumine, pero claro está que Dios la ilumina con nuestra colaboración y en nuestra colaboración entra que estemos por expresarnos bien, expresarnos de una manera que sea gráfica, que sea expresiva de la caridad. Y claro, cada vez nos podemos dar más cuenta, por lo menos cada temporadita, de que como hay tanta gente en este mundo, muchas maneras de ser nuestras no le expresan la caridad y entonces tenemos que estar atentos continuamente (con toda la paz que podamos, por supuesto, y con toda la paz que no podamos, sino que nos dé Dios, porque se la pedimos humildemente), pero estar siempre dispuestos a negar, al menos, la actitud nuestra. Esto ya me doy cuenta de que está mal, sencillamente, no expresa la caridad que debía tener.

Yo cada vez le doy más importancia a esto, porque veo que muchas veces (lo digo por mí mismo), veo muchas veces que, teniendo buena intención, pero no suficiente buena voluntad (porque la voluntad no está suficientemente santa todavía, no está suficientemente movida por el Espíritu Santo), resulta que decimos cosas o hacemos cosas que producen daño, producen escándalo, pero escándalos que debilitan el testimonio, la fuerza del testimonio. Por eso uno no puede acusarse: «esto lo he hecho aposta, esto lo he hecho mal, esto es una falta de caridad». Y no vale decir: «yo soy así», porque si soy así, por lo menos, no tengo que apoyarme en que soy así y posiblemente tengo que cambiar de manera de ser, mi manera de expresarme. Me estoy refiriendo a lo de siempre, a los condicionamientos que tenemos, a la impulsividad que tenemos (a la impulsividad que puede ser el refrenarnos demasiado, por ejemplo), un temperamento demasiado reflexivo, o al revés, un temperamento poco reflexivo, en fin, todas estas maneras de ser nuestras.

Es bueno darse cuenta de que todo esto es lo que expresa S. Juan de la Cruz a todas horas, diciendo que aquí no hay modos ni maneras, que aquí no hay más que actúe el Espíritu Santo, y esto es un objeto de la esperanza. Esta acción del Espíritu Santo nos tiene que ir inspirando de tal manera que creamos y esperemos que, cuando lo inspira Él, va a producir el fruto que quiera. Pero aquí hay una zona nuestra siempre, que tenemos que tener mucho cuidado –que no es estar nerviosos precisamente, porque eso no nos dejaría atentos al Espíritu Santo–, porque nos agarramos a ella, nos apegamos a ella sin querer; siempre hay un apego que se ha pegado, pero que de hecho está mal, en cuanto que no queremos cambiarlo. Yo voy a recordar un ejemplo que os habré contado a todos probablemente: yo pienso muchas veces que tiene que llegar un momento, por supuesto cuando me jubile, en que una cierta manera de ser por la cual yo veo las cosas muy claras –con lo cual intelectualmente me quedo agustísimo– y estoy muy a gusto, se quite, porque es que hay, indudablemente, un apoyo que es una manera de ser mía, un encuadramiento lógico de las cosas, por lo cual lo veo todo tan clarito que, claro, eso es muy satisfactorio, pero la claridad que tengo yo, no es Dios, precisamente. Yo tengo que estar unido con Dios, no con mis claridades personales o algún día tendré que oscurecerme. Y tengo que darme cuenta de que lo que estoy hablando, está todo clarísimo y yo pienso la luz que yo tengo, pero es que esto no es Dios precisamente, y entonces, seguro que ha salido con cloro como digo siempre, el cloro de un apego a una manera de ser mía, un apego que ni siquiera es totalmente voluntario, pero que al menos para que no dañe, hace falta que yo lo niegue, con la voluntad, aunque no me lo pueda quitar, que eso es distinto; hay muchas cosas que no nos podemos quitar.

Llevemos esta actitud de abnegación hasta el extremo, hasta el extremo el deseo, hasta el extremo de la esperanza; no digo hasta el extremo de un análisis, porque eso es imposible, y además nos perturbaría demasiado. Pero al menos, que no me agarre, no me apoye –como queráis decirlo–, a ninguna manera de estas de ser mías, que prácticamente, en cuanto que son objeto de mi apoyo, están estorbando el plan de Dios. Aunque en cuanto humildemente quiero desprenderme de todo ello, ya no están estorbando el plan de Dios. Simplemente es un proceso y cada vez seré más fructuoso, cada vez seré más apto, para que Dios me pueda emplear. La docilidad es el elemento único absolutamente necesario, para producir el fruto que Dios quiera.

El hechizo de la misericordia

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