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Misericordia y oración
ОглавлениеDémonos cuenta de que, desde el punto de vista de la oración, nuestra disposición es siempre disposición a recibir la misericordia; por lo menos, en su grado más alto, cuando estamos realizando las tareas sacerdotales, que deben ser todas las que realicemos. Caer en la cuenta y vivir estas tareas con una actitud de oración; es decir, con un contacto con Jesucristo misericordioso, que está derramando su misericordia sobre mí. Derramar su misericordia no quiere decir más que una cosa: que está influyendo sobre mí, gratuita y misericordiosamente. Por consiguiente, está actuando en mí porque yo soy indigente y no puedo actuar solo. Ese ser indigente y no poder actuar solo contiene el aspecto de que yo no soy nada.
Él me está creando en cuanto Verbo y me está vivificando. Él está manteniendo en mí, ya como hombre también, la vida de Sacramentos que me ha dado –por supuesto el Sacramento del Orden– y está moviéndome a mí para que pueda actuar esa misericordia, y está actuando ahora en mí. Caigamos en la cuenta de que todo esto es una obra de misericordia. Y si estoy hablando del perdón del pecado y estoy excitando a la gente a la contrición, si tengo el mínimo de preparación, me estoy excitando a mí también a la contrición; como la Palabra de Dios es eficaz quiere decir que yo estoy creciendo en contrición.
Éste es el primer aspecto, el de la oración. Vosotros veréis lo que os conviene, pero lo primero, es admirarse de esta vocación a la oración continua. Cualquier cristiano tiene que llegar a vivir en una oración ininterrumpida, pero el sacerdote es que realmente tiene que tener una oración, si no ininterrumpida por lo menos muy continuada desde el principio; porque es que, como está haciendo actos que son ministeriales, para que puedan estar bien hechos, necesariamente tienen que tener este ingrediente de actitud de oración, de oración actual. Vuelvo a repetir, no refleja, pero sí una conciencia de que es Cristo quien vive en mí. Esto es lo que es oración: la conciencia de la presencia amorosa, personal, activa, santificante y misericordiosa de Jesucristo.
Después de contemplar un poco esta llamada y contemplar vuestra vida de sacerdotes –porque la mía no la voy a contar ahora– desde este punto de vista pensad, por ejemplo, la cantidad de oración que llevaréis hecha. A pesar de las deficiencias considerad la cantidad de ratos, de minutos, que habéis pasado en vuestra vida en una intimidad actual con Jesucristo. Que esta intimidad podría haber sido mayor, seguramente. Y que tiene que crecer mucho más, ciertamente. Pero esto no quita que hayáis vivido ya todos estos años en esta intimidad con Jesucristo.
Admiraos del amor de Jesucristo. Y es admirarse de esto: Jesucristo ¿por qué quiere estar conmigo? Porque si no se tratara de Jesucristo, diría uno «pues es de tontos, porque es que no vale la pena, la verdad». De manera que Jesucristo tiene ese “mal gusto”, ¿verdad? Y esto se va prolongando: Si contempláis vuestros defectos y pecados a la luz de esto, admiraréis más el amor de Cristo, el que precisamente siga manteniendo esa intimidad, a pesar de todos estos fallos que yo he tenido tantas veces. Y pensadlo muchas veces, porque el inicio de todo es la adoración, la admiración, la alabanza, desde donde salen las demás cosas, de la contemplación de Jesucristo.
Jesucristo actúa en mí en la medida que yo le contemplo. La contemplación, por supuesto, es el fruto de que Él se me manifiesta; si no, no le podría yo contemplar; pero yo puedo hacerme el desentendido, puedo no atender o puedo atender. Admirar el que Jesucristo quiera manifestárseme de esta manera, el que tenga esta perseverancia, esta fidelidad a la promesa que me hizo el día del Bautismo, en primer lugar; y, sobre todo, el día de la Ordenación. Contemplar nuestra vida desde ese punto de vista para sentir, por lo menos, para experimentar todo el amor que Jesucristo me tiene. Y esto, como punto de partida.
Por una parte, he de examinar mis fallos, pero si el punto de partida es esta pertinacia de Cristo en amarme, pues ya la visión de mis pecados aparece mucho más grave, porque rechazar a quien tanto me ama… ¿Os acordáis de aquello de Navidad: sic nos amantem, quis nos redamaret? (¿quién no va a devolver amor al que tanto nos ama?). Que nos ama así, de esta manera, que es nacer por nosotros. Si tenemos en cuenta que no solo ha nacido por nosotros, sino que ha vivido en la Tierra por nosotros y ha muerto por nosotros y, en resumidas cuentas, que ha resucitado también por nosotros, no solo por mí, pero también por mí, realmente por mí, pues entonces admiraré mucho más el que me tenga este amor.
Yo creo que, si os ponéis a pensar un poco veréis que, automáticamente, la contrición por el pecado brota, me da pena, porque es imposible que no me la dé, porque es imposible que Jesucristo, que me ama tanto, no produzca en mí la pena de no haber recibido su amor. Todos somos capaces de sentir esas penas, ¡hombre! Si tenéis cualquiera de vosotros un disgusto con vuestra madre, o con cualquier persona que se porte bien, pues ¡se siente!; y ahí no hay ningún pecado, ahí está muy bien que lo sintáis. Yo me acuerdo de mi madre –no es que me perturbe mucho– y digo «¡cuántas veces no me habría costado nada darle gusto!»; si en resumidas cuentas llevaba razón ella muchas veces, y si no, pues daba lo mismo. Pues «¿para qué no le habré dado gusto?». Claro, no me paro en ello porque ya es inútil, y porque no se trata de pecado, pero me da pena no haber agradado a una persona cuando se le hubiera podido agradar. Como da pena dar una mala contestación a una persona, cuando se podía haber evitado, sobre todo, si a esa persona la queremos también sensiblemente. Entonces, quiere decir que somos perfectamente capaces de sentir esta pena; y, por consiguiente, Jesucristo nos la quiere comunicar, hasta que la sintamos incluso sensiblemente.
Ahora bien, supuesta esta contrición por nuestros pecados desde el punto de vista de la contrición estrictísima, que es por puro amor de Dios, me da pena no amar a quien me ama tanto. Luego, se pueden añadir estos otros aspectos: no colaborar con su amor para realizar su obra salvífica, es decir, que tantas personas estarían mejor si yo hubiera respondido mejor. Y después de todo eso, no viene más que una confianza mucho mayor, porque todo esto que yo puedo descubrir –si Él me ilumina– y el recordarlo, por ejemplo, mis pecados –aunque sea los de esta tarde– Jesucristo ya se lo sabía todo.
Meditad, con motivo de que empieza la Cuaresma, la escena de Jesucristo con san Pedro. Es una escena realmente conmovedora, cuando Jesucristo a san Pedro le pregunta tres veces: “¿Me amas más que estos?” (Jn 21,15). Todos ven, y además parece obvio, que haya una referencia a las tres negaciones. Jesucristo no se manifiesta enfadado, ni le ha retirado su confianza, ni nada. Esto es enternecedor: la visión del amor de Cristo me hace más vivos mis pecados, me hace darme cuenta de que son más graves, pero la visión de mis pecados me hace mucho más vivo el amor de Cristo, porque me doy mucha más cuenta. Lo dice san Pablo: “Apenas habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,7-8). Daos cuenta de que, a lo largo de todos estos años, no sois grandes criminales, pero, si hubierais hecho los pecados más gordos que pudierais haber hecho, diríamos exactamente igual. ¿Por qué? Porque Jesucristo es fiel de todas maneras. Mientras estamos en la Tierra quiere decir que ha sido fiel, mientras perseveramos en el sacerdocio y perseveramos en el deseo de ser santos; y si no, no estaríamos aquí. Esto quiere decir que Jesucristo sigue con este amor y, por consiguiente, no tengo motivo ninguno para desconfiar.
Si habiendo llevado una vida con muchos pecados (estoy pensando sobre todo en vuestros casos, no en pecados así muy mortales, sino en pecados veniales como falta de atención, temporadas de tibieza, épocas de mediocridad largas…) si, a pesar de eso, Jesucristo no me ha retirado su confianza, si me sigue manteniendo el deseo de ser santo, pues entonces pensad esto, que me parece evidente: Dios no infunde deseos que no quiera, que no vaya a cumplir. Por eso he dicho siempre que «yo, que voy a morir santo, ¡vamos!». Si me canonizan o no, pues no lo sé. Me da exactamente lo mismo, aunque estaré tan «mono», si ponen unas cuantas fotografías en una biografía, pero no me ilusiona mucho porque en ese momento a mí ya no me va a divertir especialmente. Tampoco me molesta, porque no voy a tener que publicar yo el libro, así que me da igual.
Lo que sí pienso es que «es imposible que no muera santo», por dos razones (lo digo para que las hagáis vuestras): Primera, porque si no, Dios va a quedar muy mal. No sería así si yo me hartara de decir: «Tenéis que hacer un esfuerzo y daos cuenta cómo yo me esfuerzo para ser mejor»; pero lo que estoy diciendo siempre es que «es Él que tiene que santificarme». Por eso, si no me santifica quiere decir una cosa, que no le ha dado la gana, lo cual no puede ser. ¿Habéis pensado cómo en la Biblia aparece como un motivo de esperanza siempre el que a Dios no le gusta quedar mal? (¡Qué le vamos a hacer, la virtud de la humildad, pues no la tiene! ¡Paciencia!). Es que lo dice bien claro: “por el honor de mi Nombre” (Is 48,9); «si no fuera por mi nombre, te entregaba en manos de los enemigos, pero van a decir: pues ¿qué Dios es ése?». Y para convencer a Yahvé se usa ese argumento: «¿Qué van a decir los gentiles?, ¿que nos has sacado de Egipto engañados, para perdernos?». Y Dios, enseguida: «No, no, esto no puede ser, ¿cómo voy a permitir que los gentiles digan eso?» (cf. Éx 33,15). Y, ¡hala!, a intervenir milagrosamente para que los israelitas salgan del atolladero.
Pensad esto: por una parte, es imposible que si me doy cuenta de que es Él quien me santifica, aunque sienta lo que sienta, no pueda llegar a santo; y por otra, es absolutamente imposible que Dios me mantenga durante años un deseo de santidad –y voy a decir más– que me mantenga un deseo de santidad, teniendo la sensación de que no lo cumplo, para luego no cumplirlo Él, ¡eso es imposible! No es que voy a llegar yo, sino que me va a llevar Él.
Entonces, meditemos esta actitud de oración, con una visión del amor de Cristo, con una visión, por tanto, de mis pecados, que vuelven a invitarme a contemplar el amor de Jesucristo y con una fe en el amor que me tiene Dios. Recordemos la frase que me parece más radical de todo el Evangelio: “Nosotros somos los que hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene” (1Jn 4,16), y que se manifiesta en Jesucristo, a quien conocemos por la comunicación del Espíritu Santo.
Después de eso, antes de entrar en Cuaresma, examinad un poco los modos de oración: ¿Cómo hago la oración mental?, ¿Cómo rezo el Breviario? Y ved: ¿hay algunos aspectos en que podría mejorar?, ¿hay algunos aspectos que me doy cuenta de que tengo energías y capacidad para mejorar? Esto sería el primer aspecto. Procurad ver: ¿cómo predicamos esto de la oración a la gente? Revisad un poco vuestra predicación; porque, por una parte, lo principal es que se trata del encargo que tenemos, y, por otra, de que, si lo predicamos bien, nuestra esperanza individual también va creciendo. Si estoy incitando a la gente a que tenga una experiencia verdadera de intimidad con Jesucristo en la oración, naturalmente, me estoy predicando a mí mismo. No es una cosa psicológica, sino de la fuerza de la Palabra de Dios que me está convirtiendo.