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Misericordia y limosna

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El segundo aspecto, la limosna. Esto no hay que explicarlo mucho, porque la limosna es lo mismo que la misericordia, ni más ni menos. Lo único que tengo que darme cuenta es de que esta misericordia no se reduce al aspecto de la oración, aunque si es misericordia muy ejercitada, la incluye por lo que he estado diciendo antes; sino que además se extiende al amor a todo ser indigente, a ciertas personas, quiero decir. Y entonces se extiende a todas aquellas personas que veo que necesitan del amor. Naturalmente, cuanto más creamos en la eficacia del amor de Cristo y en la eficacia del amor de Cristo que vive en mí, más fácil me será ejercitar la misericordia, porque es que me trae un gozo, el gozo de la fecundidad.

Daos cuenta, por ejemplo, que hay mucha gente que no se siente respetable, como todos los pobres. Los pobres no se sienten respetables, generalmente se sienten degradados. Cuando yo estoy actuando el respeto a un pobre le estoy produciendo respetabilidad, aunque él no se dé cuenta. Cuando el individuo se encuentra respetado durante una temporada empieza a sentir que es digno de respeto, cosa que ahora no tiene, esa sensación. Es que mi palabra produce; lo mismo que, al revés, mi palabra destruye las apariencias que tiene una persona. Hay quien cree que simplemente porque tiene una posición social tengo que respetarle, pero cuando yo me comporto con él no respetándole de esa manera especial estoy destruyendo unas apariencias, porque mi palabra se me ha dado como lo que es, Palabra de Dios, que construye y que destruye (cf. Jr 1,10). Destruye el mal, destruye la mera apariencia, destruye lo que es nada y así hace que se manifieste «lo que es».

La limosna quiere decir todo lo que es misericordia. Darme cuenta cómo yo soy objeto de la misericordia de Dios. Es contemplar el mundo entero bajo la misericordia de Dios y creer cada vez más en el misterio de la misericordia y del pecado. Pensad cómo “Dios nos encerró a todos en el pecado para tener misericordia de todos” (Rm 11,32); cómo “donde abundó el pecado, sobreabunda la gracia” (Rm 5,20). Y daos cuenta de que nuestra tendencia, muy general por lo menos, es que cuando vemos algo estropeado, pensamos esto: «ya se ha estropeado todo». Supongo que habéis oído una cosa que dice la gente –y es que además no tiene sentido común–: «es que me había propuesto tener paciencia y he estado cinco días como una malva, pero al sexto día lo he echado a rodar, todo…». Al sexto día no ha echado usted a rodar nada, al sexto día se ha enfadado usted una vez. Es como si usted me dice que ha estado edificando una casa durante los seis días de la semana y el domingo no ha hecho nada, pues no ha echado a rodar nada, el edificio ahí está, lo que pasa es que no ha trabajado más, pero no ha destruido usted nada. Esta conciencia o esta actitud es la que tenemos muchas veces respecto del pecado: «como hay pecado, todo está estropeado». El pecado estropea lo que estropea, pero no estropea todo, ni muchísimo menos; lo que procede del amor de Dios ahí sigue, es eterno. Como no sea un pecado mortal que destruye esto en concreto.

La misericordia nos lleva a esta actitud general de amar a las personas, precisamente, porque son indigentes; es decir, porque necesitan amor, en una palabra. Claro, porque nos amamos a nosotros mismos también así. Cuanto más degradada esté una persona, más nos manifiesta la necesidad humana de amor para salir de la degradación. Pero la degradación quiere decir que está degenerado, que está rebajado del grado que le corresponde. Naturalmente, sabemos que no siempre lo que llamamos señales de degradación humana coincide con la degradación real. Imaginaos cuánta gente está degradada en la apariencia humana, que da pena verla y, sin embargo, resulta que está bautizada y, como es subnormal, no ha hecho un solo pecado mortal en toda su vida; por eso esa persona está en un grado muchísimo más alto que montones de personas que están viviendo en pecado mortal. Pero bueno, yo ahora me refiero a que Jesucristo tiene una apariencia de degradación ahí, tiene un signo de degradación y entonces la misericordia se ejercita con Él, en esa medida, se ejercita sobre todo con los pecadores, pero se ejercita con cualquier degradación.

Y contemplemos ahí esta cualidad del amor de Cristo, que como es omnipotente, no le importa la degradación, sino que, al revés, se complace en elevar al que está degradado y darme cuenta de lo que supone este amor de Cristo, que me usa a mí, me emplea como colaborador para esta tarea. De manera que un montón de gente que está degradada puede recobrar su dignidad, precisamente porque intervengo yo; y a una serie de personas les puede pasar esto, aún en las consecuencias terrenas, porque en la substancia última, para eso estamos precisamente, para salvar a la gente, de manera que el restituir a la grandeza cristiana a la gente y elevarla a la perfección es la tarea que nos ha encomendado el Señor, para que la hagamos con Él. Nos emplea de colaboradores explícitamente para eso. Pero es que, como consecuencia, la misericordia, mientras estamos en la Tierra, también se ejercita en todos estos niveles. No hay más que coger el Evangelio para ver que Jesucristo, en cuanto empieza a predicar, empieza a manifestar la misericordia, curando enfermos y curándolos a montones. Y fijaos que se manifiesta la misericordia, además, porque es pura misericordia. Yo no digo que no debamos obrar la misericordia de una manera inteligente que vaya a solventar lo más posible los casos, pero sí que digo que Jesucristo ahí no intenta solventar nada, es simplemente que este señor está lisiado y le cura; que tiene lepra y le limpia; y así sucesivamente. He hecho esta consideración muchas veces: cuando se dice, y se nos reprocha, y se nos reprocha, además, realmente: «Hombre, pues es que, claro, dan el dinero y no saben a quién lo dan, y luego lo tiran…» y yo contesto: «usted se imagina a Jesucristo, cuando le llevaban a un enfermo, preguntando: bueno ¿y qué vas a hacer con la salud?». La suegra de san Pedro tenía fiebre, y la pregunta Jesucristo: «Bueno, vamos a ver, yo la puedo curar ahora, pero qué va a hacer usted cuando se ponga a andar, ¿nos va a servir?, ¡ah!, entonces la curo, pero la curó para que sirviera». Y al otro, se presenta leproso: «¿y qué vas a hacer cuando te quite la lepra? ¿Vas a usarlo todo para la gloria de Yahvé?». Casi iba a decir que está claro, que es que hace lo contrario, se desentiende, porque cura diez leprosos y no viene más que uno a dar gloria a Dios y le reprocha, pero no se le ha ocurrido no curar, y Él lo sabía que no iban a dar gracias a Dios, pero los cura a los nueve también. Daos cuenta de que esto no es hablar por hablar, que es que es lo mismo: Me piden una limosna, «¿y qué va a hacer usted con el dinero?». Hace muchos años, porque es que ahora ya no tiene ni sentido –bueno entonces tampoco– era un chiste de que había un pobre pidiendo limosna y le da una señora una peseta, y le dice: «bueno, y ¿qué va a hacer usted con esta peseta que le doy?», y la contesta el pobre: «pues ya ve usted, señora, dar un rumbo nuevo a mi vida, con este capital». Pero ¿qué puede hacer con una peseta?, «pues emborracharme, si no me va a dar para más, verá usted, pues emborracharme, que por lo menos pasaré un buen rato». Fijaos que, aunque esto es tan manifiesto, la cuestión del dinero, porque lo habréis oído todos muchas veces, pero daos cuenta de que nos pasa, muchas veces igual en la misericordia, por ejemplo, de la predicación: «¿para qué vas a hablar a esta gente, si no te hace ningún caso?». En la visita al enfermo: «si este hombre, total, es muy bueno, pues voy un día cuando esté ya muy grave, le visito, le digo algo y ya está, total ¿qué vas a esperar de él?». Es decir, no creemos en la misericordia de Dios, y, por tanto, no tenemos el gozo de la esperanza, porque la esperanza produce gozo. La esperanza de lo que esperamos, la esperanza cristiana produce alegría. Me estoy sintiendo, lo que cuento muchas veces de la guerra, entusiasmado y voy hasta el fin del mundo o donde sea, porque sé que el fruto que voy a producir es plenamente satisfactorio, aunque yo no lo vea.

Después de esto, lo mismo que he dicho de la oración, procurad hacer un examencito de la misericordia (limosna), porque la cumbre de la perfección del sacerdote es la caridad pastoral y, claro, la caridad pastoral es misericordia pastoral. Entonces examinad: ¿Cómo empleáis los bienes materiales, ¿cómo empleáis los bienes humanos que tenéis (el entendimiento, la voluntad, los mismos sentidos)?, ¿cómo empleamos las capacidades espirituales?, ¿cómo empleamos la salud?, ¿cómo empleamos el pensamiento?, ¿qué pensamos de los demás?, ¿tenemos un pensamiento creador (de manera que donde hay pecado, edifico, devuelvo la vida, si es pecado mortal, que donde no hay salud devuelvo la salud)?

Está la gente llena de pecados veniales, si la miro con un amor suficiente, los pecados veniales desaparecen, produzco contrición, la produce Jesucristo, claro, pero lo puede Jesucristo, con mi colaboración, y ahí la misericordia. No estoy hablando ni siquiera de que haya nada que hacer, nada más que el simple mirar, el simple pensar con amor en una persona. Naturalmente, recorrer un poco las necesidades del mundo, y bueno, me parece difícil, mejor dicho, me parece imposible, que no se nos ocurra a cualquiera de los que estamos aquí, y a cualquiera que se pare, una serie de aspectos en que podemos mejorar. Si nos detenemos de vez en cuando, habrá siempre aspectos que veremos que realizamos deficientemente. Y habrá aspectos, como la humildad –pues comprenderéis que es buena– que me constituye en objeto de la misericordia de Cristo y me hace sentirme partícipe, hasta que salgamos todos de la maldad de los demás, lo cual me hace sentirme comprensivo y, además, me da esa actitud, otra vez, de esperanza. Me voy dando cuenta de que yo tengo deficiencias, pero espero que Dios me las enjugue, acabe con ellas, y es casi imposible que no se nos ocurran algunas mejoras, pues todos podemos vivir un poco más austeros, todos podemos dar un poco más dinero, podemos dárselo porque tenemos más de lo que damos, o podemos dárselo porque pedimos más de lo que pedimos; podemos administrarlo, en fin, mejor, más inteligentemente, porque lo que he dicho antes no está en contra de que uno emplee su inteligencia para administrar las cosas de una manera que produzcan mejor efecto, aún a modo terreno.

Cuando Jesucristo dice aquello de San Mateo: “Venid benditos de mi Padre porque tuve hambre y me disteis de comer”, no dice, venid benditos porque tuve hambre y os hubiera gustado darme de comer, dice “me disteis de comer”. Quiere decir que hay que tender a la eficacia, pero hay que tender a la eficacia que salga de la misericordia, no a la eficacia que sale del egoísmo, ni a la eficacia que sale del puro gusto material humano de una buena administración, sino que la buena administración consiste en ejercitar la misericordia; pero la misericordia se ejercita intentando llegar hasta las consecuencias, como cuando predico. Pues bien, si no veo ningún fruto, pues me quedo tranquilo, pero claro, a lo que tiendo ciertamente es a producir fruto, ése es el dinamismo normal de la predicación. El dinamismo normal de la misericordia es producir fruto. Ahora, como se trata de una misericordia que está ejercida en las condiciones terrenas, pues, sobre todo, cuando se trata de manifestaciones de la tierra, de signos, como la curación de enfermos, todas estas cosas que aparecen en el Evangelio, el dinamismo tiende al logro, y si no lo consigue se quedará tranquilo: «bueno, pues aquí no me lo ha concedido Dios», pero vamos, el dinamismo tiende a eso.

Bueno, pues ver luego, el tiempo: ¿cómo gastamos el tiempo?, si lo gastamos en misericordia o si lo gastamos de cualquier modo. Y con la humildad siempre de saber que no vamos a llegar de aquí a Pentecostés a las últimas realizaciones, pero una cosa es que no lleguemos a las últimas y otra cosa es que no progresemos.

El hechizo de la misericordia

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