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Pedir a Dios la contrición
ОглавлениеAhora después, estas cosas, que están pendientes de la contrición y, claro, lo que haya de apego en nosotros, no meramente de un proceso de maduración, se debe a la edad que tenemos cualquiera de los que estamos aquí, a los vicios que tenemos, es decir, a que el pecado reiterado ha constituido unas costumbres, unos hábitos. Los hábitos determinan nuestras maneras de ser, nuestras capacidades, nuestras potencias a un objeto determinado, y el objeto determinado, en último término, soy yo con mis complacencias, mis gustos.
Y ahí, no digo más que procuréis pedirle mucho a Dios, que es lo primero, y Él os iluminará. Pedirle mucho a Dios la contrición. Pensad la cantidad de tiempo perdido –quiere decir también gracia perdida–; pero como el tiempo se emplea en algo, todo el tiempo que no he empleado en mi vida en atender al Espíritu Santo lo he empleado, sin querer, en atender a mis propias sugestiones. Mis propias sugestiones son carne y mundo, desde luego, y a última hora también diabólicas. Y entonces, ahí hay una red fuerte que está impidiendo el paso de la acción sobrenatural, el paso de la acción del Espíritu Santo, de la luz, que en lugar de ser lo luminoso que tenía que ser, tengo manchas y como tengo manchas no alumbro y ya está. Y como no alumbro, la gente no queda iluminada.
Ahora explico, desde mi punto de vista, en cuanto que éste es un mal mío. Viene el deseo de romper todo eso y el odio, el odio al pecado, teniendo en cuenta siempre que el odio al pecado es eficaz, o sea que nuestra palabra (no nuestra palabra exterior, sino nuestra palabra interior) es eficaz y, por tanto, nuestro amor (en cuanto que es caridad, que es participación del amor divino, que tiene la cualidad de la omnipotencia) es eficaz siempre. Y que nuestra unión es eficaz, que estamos llamados para plantar y para arrancar, para edificar y para destruir, y en nosotros mismos tenemos que edificar el cuerpo de Cristo y tenemos que destruir el pecado. Siempre que amamos, edificamos y siempre que odiamos, destruimos. En la medida que esto es la caridad, el odio al pecado, claro está, destruimos el pecado. Y que como, más o menos funcionamos bien, pues el peligro está en que no odiemos bastante nuestro pasado, nuestro pasado en cuanto pecaminoso, claro, en cuanto nuestro, no de Cristo.
Naturalmente, la Cuaresma nos va a dar motivaciones continuas, porque está hablando de esto a todas horas y está invitándonos continuamente al arrepentimiento, a la penitencia. El peligro está en que seamos muy soberbios y nos creamos que somos buenos y no nos demos suficiente cuenta de hasta qué punto somos malos, hasta qué punto tenemos muchas cosas pecaminosas todavía en nosotros.
Por una parte, por la meditación de los gestos de la liturgia sin más, o bien cogiendo un poco los textos de las semanas de Cuaresma y mirarlos un poco, antes de empezar la Cuaresma, para entrar con esta disponibilidad a recibir toda esa Palabra. Y meditar mucho cómo las palabras de Cristo son las palabras de la Iglesia, pues son fructuosas y, por tanto, van a producir toda esa contrición a que nos llaman; y que esta contrición no va a ser la total en esta Cuaresma, pero va a significar un avance notable. Y que incluso puede ser total –por lo que he comentado antes–, que si en la Cuaresma pedimos la restitución (en la Iglesia, en la oración de la Iglesia, pedimos que se nos restituya la inocencia), no estamos pidiendo nada más que lo que la Iglesia nos sugiere y será que Dios nos lo quiere dar. No podemos decir de antemano: «No voy a llegar a Pentecostés, como si no hubiera pecado nunca». ¿Por qué no? Pues no lo sé. Dios me puede conceder la contrición absoluta, desde luego, no puedo decir que no, y sí que puedo desear que sí. Lo desearé incondicionalmente. Dios por lo que sea, me va a dejar un poco menos limpio, pues paciencia, pero vamos, esto lo puedo pedir.
Las motivaciones son siempre: la pena, cada vez mayor, de haber defraudado, de haber desagradado a Jesucristo, la pena de ser yo imperfecto (podía ser mucho más perfecto y, por tanto, mucho más persona, mucho más espiritual, mucho más fructuoso) y la pena de lo que produzco en los demás. Estas son tres líneas que no me detengo yo a exponer porque ya las sabéis de sobra, pero vamos, son tres motivaciones que podemos pensar, porque para la confesión me parece que serían muy provechosas.
Sería útil que le dierais un repaso, además, porque lo vais a tener que predicar durante la Cuaresma muchas veces, para ver si el sacramento de la Confesión, si los actos de contrición de la Liturgia, de la Misa, por ejemplo, que son tan frecuentes, si lo estamos diciendo realmente como necesitados. Si cuando decimos “tú que quitas el pecado del mundo” o “Señor, ten piedad”, lo estamos diciendo con una expresión de verdad del que está derrumbado, viéndose atado, viéndose inutilizado y sintiendo el odio del pecado. Porque, ¡hombre!, que me moleste que la gente peque y pecar nosotros, eso es evidente; pero una cosa es que nos moleste y otra es que nos dé tanta pena y que tengamos tal odio al pecado y sintamos tal odio a nuestra suciedad, que entonces esta actitud sea eficaz y el pecado desaparezca de nosotros. Con ello tendremos además muchísimo más sentido pastoral, porque veremos el pecado en general.
El haber pecado nosotros mucho, ser infieles a la gracia de Dios tantas veces, y ver que no pasa nada, o no ver lo que pasa (mejor dicho), el ver que la gente peca tanto que acaba por embotarnos, es un círculo vicioso. Porque si el individuo es muy espiritual, entonces lejos de embotarle el ambiente de pecado lo que hace es encenderle más el celo (eso le pasa a todo el mundo cuando llega al 5º nivel espiritual).
Pero cuando el individuo se ha metido ya en la tarea de redención explícitamente, pero no tiene todavía suficiente visión, pues hay una época muy peligrosa de embotamiento, porque por un lado vemos el pecado y por otro ya comprendemos que es que no nos vamos a morir de pena hoy, porque tengo que levantarme mañana a lo que sea, pues no sé, a celebrar a las ocho…, y entonces, nos vamos acostumbrando. El peligro que tiene cualquier médico, que puede darse cuenta de que, si siente demasiado las enfermedades, entonces no es capaz de curar. No le sucede que sepa asimilar ese dolor, de manera que le impulse a curar más, a ejercitar más su profesión y, sin embargo, estar tranquilo, sino que lo que parece es que acaba por darle un poco igual o exactamente lo mismo que la gente sufra o no sufra con tal que no sufra yo. A nosotros nos pasa un poco igual, estamos manejando continuamente el pecado nuestro y el pecado ajeno, la materia pecaminosa, la materia infectada, y acabamos por perder la sensibilidad. Y es una cosa que me inquieta mucho, no quiero poner ejemplos concretos, pero las formas de hablar que nos acostumbramos, que son tan correctas y tan bonitas, tan exactas y luego después las reacciones que tenemos frente al pecado de hecho, desdicen ese planteamiento.
Yo pienso, por ejemplo, cuando hablamos de un crimen: ¿Nos hacemos cargo de lo que es el pecado del crimen? Incluso de las consecuencias tan brutales de nivel natural mismo de sufrimiento que trae eso. Cuando hablamos por ejemplo y decimos que se mueren de hambre no sé cuántos miles de personas, ¿nos hacemos cargo de lo que es eso? Nosotros no nos hacemos cargo de nada, porque si no, no podríamos vivir cómo vivimos, me parece evidente. No se trata de que haya un movimiento de la sensibilidad, pero sí se trata de que nos conmovamos, o sea, que esto sea algo que me está impulsando continuamente el odio al pecado que produce estas cosas. La cantidad de muertes de hambre, por ejemplo, que hay en el mundo nos puede dar un deseo de que se arreglen las cosas naturalmente, pero, sobre todo, me tiene que acrecentar el odio al pecado, que es la causa de que se muera toda esta gente de hambre. Un acto en el que piense, que si hubiera más caridad no tendría por qué morir nadie de hambre; moriría algún despistado por ahí que no supiera aprovecharse de los medios, pero, vamos, hay medios de sobra para poder vivir. Entonces, tenemos el peligro, –y no sólo el peligro, sino que nos hallamos en él, me parece bastante evidente por mí y por todos vosotros–, de irnos embotando; podemos embotarnos cada vez más, en lugar de arder cada vez más.
Tomando los textos de la Cuaresma, hemos de ejercitar mucho la contrición, porque si no odiamos el pecado que hemos cometido, mal podemos odiar, aunque nos creamos lo contrario, el pecado que se está cometiendo. El individuo que tiene un odio autentico al pecado que ha hecho, es prácticamente, psicológicamente hablando (hombre, si Dios no le retirara su gracia, pero que no se la va a retirar así porque sí) es prácticamente imposible que no odie el pecado futuro. Si yo odio de verdad el desorden que tengo es imposible que lo vuelva a cometer, psicológicamente hablando, de manera que aquí lo milagroso no es que no peque, sino lo milagroso sería que peque. No tenemos más que ver una cosa: cada uno de nosotros tiene por temperamento manía espontanea a cierta clase de pecado, no los cometemos nunca, y si lo cometemos será en un grado mínimo y rarísima vez, y en cambio hay otros que psicológicamente no son tan repugnantes y entonces caemos en ellos más o menos. Es bueno recordar cuáles son los medios de eliminar el pecado: la oración, la Palabra de Dios, la limosna, el acto explícito de contrición y la penitencia.
Después tenemos el aspecto positivo, pero no me voy a extender. Nada más que lo que he dicho antes respecto de la predicación de la Cuaresma, que sea audaz, que también el planteamiento respecto de nosotros sea audaz, en el sentido de una esperanza audaz, es decir, que esperemos grandes cosas de Dios.
Dándole el tono, lógicamente de esperanza y no un poco voluntarista y humano, que tenía en San Ignacio de temperamental: “Santo Domingo hizo esto, pues yo podía hacer más; San Francisco de Asís hizo esto, pues yo podía hacer más”, de manera que, al cabo de la herida aquella que tuvo, hasta que se curó, planteó en organizarse una serie de hazañas que iba a hacer, pero es que de hecho las hizo, no las que pensaba entonces, y no con la actitud que la pensaba. ¡Que estamos frenados continuamente por el ambiente y realmente estamos llamados a hacer grandes cosas! La insistencia en repetir es escandalosa: «¡Si la santidad no consiste en hacer cosas grandes!», y estamos tan contentos en la mediocridad más absoluta, ¡hombre!
El peligro de que nos muramos en un ayuno profundo y que no comamos nada me parece que lo podemos dar por excluido, porque si ayunamos un día, al día siguiente tenemos tanta hambre que encontramos enseguida pretexto para comer, por caridad siempre, ¡no faltaba más!, pero siempre lo encontraremos.
El peligro de que nos deshagamos el cuerpo con disciplinas está totalmente excluido, ¡vamos, eso es evidente!, porque tenemos que cuidar el cuerpo para servir a Dios y llevamos una vida austera, ¡hombre!, en comparación con lo que es la vida que llevan otros, somos austerísimos, y así sucesivamente. A mí me parece que tenemos que empezar la Cuaresma dándonos cuenta de que estamos en mediocridad ¡y ya está!, que los santos han hecho de otra manera, y que cuando todos los santos han hecho esas cosas es que por ahí por donde hay que ir.
Porque he dicho muchas veces que yo cojo la vida de un santo y digo: «Si no es cuestión de grado, es cuestión de calidad, es que vivía de otra manera, es que vivía del Espíritu Santo y yo no», y ya está. Por lo menos en muchísimas ocasiones, tenemos un planteamiento radical bien, pero yo voy pensando después. Y es que las actitudes corrientes que voy llevando no son de otra calidad.
De manera que no hay santo que coja, –lo digo cuando no era santo todavía, pues, a veces, cuando era santo, llevaba una vida más cómoda que yo, porque le metían en un sillón al pobrecito y ¡hala!, a cuidarle, en los últimos años de su vida algunos santos han llevado una vida mucho más cómoda que la nuestra, la incomodidad habrá sido de otra forma, pero estoy pensando cabalmente cuando no eran santos, sino cuando caminaban hacia la santidad–. No hay uno solo que coja que no haya llevado una vida más bestia que la mía.
Cuando el otro día, más o menos, D. Marcelo hablaba allí de aquellos casos y esas cosas, después dijo más o menos esta frase «¿Por qué no hemos de ser santos en el seminario?» Pues eso digo yo: «¿Por qué no hemos de ser santos?». Pero si es que en cuanto planteamos algo, enseguida empieza a parecernos a nosotros mismos que es muy raro. Nosotros le parecemos bastante raros a mucha gente, eso es verdad, y se dividen las opiniones: somos un poco rarillos, estamos completamente locos o estamos ya en el colmo de la santidad. Y claro, resulta que no dan una los pobres, porque resulta que también están bastante perturbados. Simplemente ni estamos locos, ni somos santos, ni somos demasiado raros. Estamos en una vida que es muy buena para pasar por ella, pero muy mala para quedarse, pero con mucho peligro de quedarnos, de la que dice Sta. Teresa en las Terceras Moradas.
Porque estamos bastante alejados de la forma de vivir la gente del mundo, del mundo, sin más; pero estamos mucho más alejados todavía de la forma de vivir de los santos. Vamos, que quizá estamos en esa época de la adolescencia que tiene su gracia, pero es un poco antipática, la llaman la edad desgraciada por menos de nada, está uno creciendo ahí, en fin, un poco desgarbado, se ve bastante raro, es una persona sin serlo todavía del todo, vamos psicológicamente, en fin, una cosa que está muy bien para pasar por ella, pero vamos ya uno siente que a los 16 años aquello era un desastre. Es por lo que por más o menos me da la impresión, que andamos nosotros, digo nosotros, sobre todo, me veo a mí ¡claro!, que es el que mejor me conozco, como podéis comprender.
Entonces pidamos a Dios que demos el paso serio, siempre esperando. Aquí hay que dar un paso, que no sé cómo rayos tengo que darle, pero en fin que yo noto que hace falta, y vuelvo a repetir, pronto, y eso ya lo sé, no porque podemos vivir muchos años, sobre todo yo, sino por la urgencia, por la urgencia de los demás.