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Amante y no amado
ОглавлениеLa primera, cómo es precisamente esta devoción –según León XIII, y luego lo repiten los dos papas, que han escrito encíclicas sobre el asunto: Pío XI y Pío XII– la sustancia de la vida cristiana. Y la sustancia de la vida cristiana, precisamente expresándolo con una frase de un hombre –el Padre García Nieto– que estaba continuamente hablando de esto, la devoción al Corazón de Jesús es la devoción simplemente a Jesucristo, que nos ama y que no es correspondido: «Amante y no amado» decía él siempre, continuamente.
Bien, son los dos aspectos: el primero, esta contemplación que estamos haciendo de la misericordia de Dios, de la misericordia de Cristo, de la misericordia del Espíritu Santo. Es decir, de este amor que se inclina sobre nuestra indigencia, con este sentido particular precisamente, de que es porque somos indigentes por lo que Dios nos ama de esta manera concreta. Las Personas divinas ya se aman entre Sí, por eso ahí no hay misericordia. En segundo lugar, que esta devoción nos lleva a la consideración de la falta de correspondencia de muchísima gente; bueno, de todos, mientras estamos en la tierra. Quitando a la Virgen María, nadie corresponde perfectamente. No corresponder quiere decir que ninguno nos dejamos amar totalmente; ninguno recibimos totalmente la misericordia que Jesucristo nos quiere conceder, que nos quiere derramar –como acabamos de escuchar– con el Espíritu Santo que nos comunica. Derramarla en nuestro corazón, como recibida para que, actuando en nosotros, sea también misericordia hacia los demás.
Y, por consiguiente, este deseo de reparación con todos los aspectos que tiene (que no voy a hablar ahora de eso, porque entre otras cosas lo haremos mañana, al hablar de la expiación). Pero la reparación, en fin, ahí es donde viene el consuelo a Jesucristo, y otra serie de frases que tienen su realidad, tienen sus matices –algunos discutibles– pero vamos, la sustancia es ciertísima.
El primer aspecto de la reparación es simplemente el recibir la misericordia mejor, y, en adelante, que nos queme realmente la conciencia de que la gente no recibe la misericordia de Jesucristo, y que seamos conscientes de que precisamente, porque es misericordia, la puede recibir en cualquier momento. Es decir, que el que la gente esté muy mal, en el sentido precisamente de rechazar esta misericordia, no quiere decir que no la pueda recibir; sino que quiere decir que tenemos que pedirla más. Ahí está todo el valor de la intercesión –del que también hablaremos después–, pero que tenemos que tener presente ya, claro está; y más ahora mismo que estamos celebrando la Eucaristía. Entonces, está el deseo de expresar esta conciencia de la misericordia recibida y el deseo del celo pastoral. Sencillamente, que los demás conozcan más el amor que Cristo nos tiene. Y que nos demos cuenta del mal que acarrea la deficiencia de este celo, de este deseo, actualmente.
Por una parte, tenemos esta mediocridad, de la que estamos hablando tantas veces, por la cual consideramos que la gente se va a salvar de todas maneras, y qué más da que sea de una manera que de otra ¿no? Que Dios es muy bueno, viene a ser algo así como que es muy bonachón y que se aguanta con lo que sea, y ya está; y ¿qué más da?, que seamos como seamos, le da lo mismo ¿no? Pero debemos darnos cuenta de que decir que “Dios es amor” (1Jn 4,8) es decir que quiere llevarnos a la perfección, que es prácticamente lo contrario de lo anterior. Y, por consiguiente, que no es igual el que la gente incluso llegue a la plena santidad sin conocer a Cristo que conociéndole. Que es muy curioso que para las cosas de este mundo tengamos tantas urgencias y que, para las cosas eternas, que son de este mundo también lo que pasa es que no son exclusivamente de este mundo –porque el amor de Dios se vive ya en la tierra, vamos–, nos veamos tan lentos. El asunto es que nos debía quemar el pensar que hay gente que va a vivir 80 años sin enterarse de que Dios le ama. Y que las consecuencias psicológicas no son las mismas y que, normalmente, tampoco serán igual las consecuencias eternas.
Aun suponiendo que haya dos personas: una, conociendo a Cristo en la tierra y, otra, sin conocerle, que van a llegar a la misma santidad, no es indiferente, precisamente. Recuerdo hace muchos años hablando con una muchacha que estaba muy metida, muy comprometida por el prójimo ¿no? y me decía (era maestra, y estaba dedicada a la enseñanza de niños pobres y cosas por el estilo): «bueno, y si no se bautizan, pues ¿qué más da? A última hora se pueden salvar». Y yo le dije: «Y sin saber leer se pueden salvar mejor todavía, entonces no sé para qué diablos se dedica usted a enseñar a leer a los niños». Si nos ponemos en ese plan…
Cuando ese plan produce esos efectos, es que está mal planteado el plan. El plan de Dios no es: «como hay felicidad en el cielo, qué más da cómo lo pasemos en la tierra». El plan de Dios es que como hay felicidad en el cielo, tiene que redundar la felicidad del cielo en la tierra también ya (aunque en la tierra supone sufrimientos también). Es decir, que empecemos a vivir ya la vida eterna. Vivir la vida eterna, es decir, la complacencia de que la gente conozca a Dios, evidentemente. Y que conozca, por tanto, a Dios por el camino que se manifiesta, por el modo que se manifiesta, que es el conocimiento de Jesucristo.