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CAPÍTULO I

HACIA UNA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LA CULTURA

JACQUELINE DUSSAILLANT CHRISTIE

Los gobiernos posteriores a la Independencia tuvieron la tarea de organizar la joven nación no solo en términos políticos y económicos, sino también culturales. Para ello se consideró primordial sentar las bases de una institucionalidad educativa que pudiera responder a la obligación de formar a los habitantes de la naciente república para los desafíos que traería el futuro. En dicha tarea fue especialmente relevante el aporte de algunos extranjeros, en su mayoría contratados por el gobierno, que contribuyeron a la instalación o a la consolidación de diversas escuelas y academias, instituciones mediante las cuales cultivaron y propiciaron, desde varias perspectivas y disciplinas, el estudio de la tierra que los acogió. Pese a que no llegaron a un campo completamente virgen en materia educacional —pues ya se habían fundado el Instituto Nacional, el Liceo de Chile, el Colegio de Santiago e, incluso, algunos establecimientos para la educación femenina—, faltaba mucho por hacer858. Ejemplos de la conciencia que existía acerca de que la cultura y la educación formaban parte importante de la vida de una sociedad recientemente independizada son la creación de un Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública (1837) y la redacción de la constitución de 1833, que afirmaba en su artículo 153 que “la educación pública es una atención preferente del Estado”859. Pronto ese espíritu modernizador y el esfuerzo organizativo de las autoridades se tradujeron en diversas acciones, entre ellas, la enseñanza formal de las artes (arquitectura, escultura y música), el desarrollo de estudios sobre la historia del país y la catalogación y conservación de la riqueza zoológica y botánica nacional.

EL APORTE EXTRANJERO

En una época en que Chile se conectaba con el exterior principalmente a través del mar, el hecho de que entre 1840 y 1870 el número de barcos que recalaron en puertos chilenos se incrementara más de 10 veces es un buen indicador de los cambios que se estaban produciendo por entonces en el país860. En dichas embarcaciones se transportaron maquinarias e insumos industriales, materiales para la construcción y objetos de lujo; pero también se trasladaron cartas y libros, vehículos preciosos de difusión y contacto entre ambos continentes, articulados de acuerdo con los diversos saberes que dominaban sus pasajeros. Esos contactos con el exterior fueron fundamentales para un Chile que estaba iniciando su vida republicana. Al igual que buena parte de la América recientemente independizada, el país necesitaba un modelo cultural diferente del recibido de la metrópoli, que para muchos influyentes miembros de la elite era una odiosa imposición que había durado largos siglos. Es cierto que a través del contrabando y a partir de la presencia borbónica en el trono español se había entreabierto una puerta por la que ingresaron modas, ideas y productos nuevos, en su mayoría de origen francés. Pero ahora dichas puertas se abrían de par en par, en especial tras la promulgación de la Ley de Aduanas, que en 1834 liberó del pago de derechos a numerosos artículos indispensables para el desarrollo de la agricultura, la minería, el cultivo de las ciencias y las artes. Se pretendía así sentar las bases para el desarrollo económico del país.

El viejo continente también estaba experimentando un proceso de búsqueda, en este caso fuertemente alimentado por el romanticismo, que instaba a cruzar fronteras para explorar lo exótico, lo diferente. Por ello, la joven América se transformó en un campo de enorme curiosidad para viajeros con intereses comerciales, artísticos, científicos o, simplemente, turísticos. Todo esto, sumado a situaciones coyunturales —como el auge de los negocios mineros, el desarrollo del comercio de granos y harinas, la fiebre de oro en California y en Australia— hizo del puerto de Valparaíso un punto estratégico en el Pacífico. Hasta allí, por lo mismo, llegaron inmigrantes de diversos rincones del planeta, aunque mayoritariamente franceses, ingleses, alemanes e italianos. A partir de la promulgación de la ley de inmigración selectiva de 1845, algunos centenares de familias alemanas fueron llegando durante la década siguiente a la zona sur y formaron una de las colonias más laboriosas del país861. Aunque algunos de los extranjeros que pisaron suelo chileno solo estuvieron de paso, muchos hombres y mujeres cuyos nombres no registró la historia terminaron por quedarse para asimilar la cultura del país y transmitir la de su tierra de origen. De esta manera, comerciantes, profesores, agricultores, obreros y cultores de los más diversos oficios contribuyeron enormemente, desde el anonimato, al desarrollo de Chile, de su industria, su comercio y su cultura. Entre ellos, como es de suponer, también hubo quienes no lograron surgir y terminaron ocupando humildes puestos de trabajo e incluso engrosando el número de asistidos de las hospederías y de detenidos862.

Durante el periodo 1848-1875, se instalaron en Valdivia y Llanquihue entre cuatro y ocho mil inmigrantes alemanes, que hallaron en la agricultura y la industria su principal quehacer863. Por otro lado, los franceses —mil 600, según el censo de 1854, y casi el doble en 1875— tuvieron mayor presencia en áreas urbanas, por lo que contribuyeron a imponer modas que abarcaban desde el vestuario femenino y el mobiliario doméstico hasta el gusto literario, la retórica política y la práctica religiosa864. Los ingleses, por su parte, localizados especialmente en Valparaíso, trajeron, junto al five o’clock tea, desde la práctica de deportes hasta la sobria indumentaria masculina, mucho más austera que su par francesa. Estas y otras colonias fundaron clubes, periódicos y colegios, con lo que traspasaron también su lengua y sus costumbres tanto a sus descendientes como a las nuevas generaciones de chilenos. La influencia de los forasteros fue, como apuntan Collier y Sater, absolutamente desproporcionada en relación con su número. Para entender esto último, sin embargo, es necesario detenerse en el papel que desempeñaron algunos extranjeros connotados.

Así, Charles Darwin llegó en 1832 al sur de Chile después de recorrer por un año las costas de Brasil, Uruguay y Argentina. Visitó parte de Tierra del Fuego, los canales australes, el litoral chileno, la pampa, Chiloé y las islas Guaitecas, el norte minero y diferentes ciudades, entre ellas, Valparaíso y Santiago. Durante el año y medio que este naturalista de 20 años estuvo en Chile, hizo múltiples observaciones y registros geológicos, botánicos, zoológicos y antropológicos, muchos de los cuales ayudaron a dar forma a su famosa teoría de la evolución de las especies.

Pero, más que las incursiones espontáneas y fugaces como la de Darwin, parece necesario subrayar aquellas que fueron impulsadas de manera institucional con la finalidad de sentar las bases del futuro desarrollo de la cultura en el país. Algunos de quienes aportaron fueron científicos de categoría, como Claude Gay. Con apenas 28 años y un grado de Doctor en Ciencias, en 1828 entró en relación en Francia con Pedro Chapuis, quien le ofreció viajar a Chile para impartir clases de Física e Historia Natural en su Colegio de Santiago. Dos años más tarde fue contratado por el gobierno de José Tomás Ovalle para hacerse cargo de una exploración científica con el propósito de recoger y clasificar especímenes de la flora y fauna de Chile. Así comenzó una larga y prolífica carrera que dio a Chile al menos dos grandes obras: la creación del Museo Nacional de Historia Natural y la publicación de una serie de libros dedicados al estudio del país que lo acogió. Se trata de 26 volúmenes de su Historia física y política de Chile; dos volúmenes dedicados a la historia, ocho a la zoología, dos a la agricultura y ocho a la botánica865. Destacan dos volúmenes conocidos como los “álbumes de Gay”, que contienen numerosas láminas con imágenes de personajes y escenas criollas y con ilustraciones botánicas y zoológicas. Incluso aparece allí el primer mapa general del país que se hizo durante la república866

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