Читать книгу Un abismo sin música ni luz - Juan Ignacio Colil Abricot - Страница 10

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Un hombre sale de su casa. Es temprano. Cierra la reja con llave. Da una última mirada como para comprobar que todo ha quedado en orden. Mira su reloj y se da cuenta que está en la hora correcta. Llegará veinte minutos antes a su trabajo. El tiempo necesario. Sólo debe caminar ocho cuadras para llegar al viejo edificio que alberga al Servicio Médico Legal. Está nervioso. Lleva años realizando autopsias, pero el último cuerpo que revisó anteayer lo dejó preocupado. Ayer por la mañana recibió la visita de un sujeto, quien le sugirió lo que debe decir su informe acerca del último cuerpo. No ha podido dormir. No conocía al sujeto, sólo se presentó como un «amigo». Nunca lo había visto. Había oído que a veces ocurrían irregularidades, pero nunca había vivido algo así. El tipo sólo le dijo que por el bien del país y de su familia, y en esa parte nombraba a cada uno de sus hijos, se limitara a escribir los siguientes renglones. Le entregó un papel en el que aparecían un par de renglones: «causa de muerte: traumatismo encéfalo craneano por presunta caída, ya que la occisa muestra altos niveles de alcohol en la sangre». Después de eso podía continuar su vida en paz. Solamente debía decir que la joven había muerto de un golpe provocado con una piedra. Nada más. La gente se cae, quizás estaba un poco bebida. La juventud ha perdido los valores. Tal vez estaba con algún amigo que la empujó o la golpeó con una piedra. Le insisto: la juventud ha perdido sus valores.

Había pensado escribir el verdadero informe, pero prefirió esperar. Todo estaba en su cabeza y en una pequeña grabadora que había dejado en su casa. Sólo había escrito el que le habían pedido. No era muy complicado el trámite. Lo llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta. Era un crimen vulgar. Una joven asesinada y su cuerpo arrojado sobre las piedras del río. Todos los años tenían que levantar varios cuerpos desde ese lugar. Al llegar a una esquina un tipo se paró a su lado. Se quedaron los dos paralizados por un instante.

–Doctor Cifuentes.

–Dígame, ¿qué quiere?

–Necesito hablar con usted.

–Ya hice lo que me pidieron.

–Creo que usted se confunde. Soy el inspector Gutiérrez de Investigaciones. Necesito hablar con usted. Acá a la vuelta hay un café. Lo invito.

Los hombres caminaron en silencio la media cuadra de distancia. El doctor Cifuentes sintió que se hundía en un pozo negro. La imagen de la joven sobre su mesón no la podía quitar de su cabeza. Y no porque se hubiese espantado con la muerte, sino que las heridas que ella presentaba le habían anunciado un camino oscuro.

Se sentaron a una mesa junto a una ventana.

–Ya le dije que soy el inspector Gutiérrez. Estoy a cargo del caso de la chica que encontramos el sábado en la mañana en el lecho del río.

–Conozco el caso. Gladys Spencer. Ya hice el informe y en un rato más pretendo presentarlo. Ahí está todo. No tiene de qué preocuparse.

–¿Por qué lo dice así? ¿Está nervioso?

–No, sólo estoy apurado. Además no tomo café.

–Doctor, usted sabe los tiempos que estamos viviendo.

–No sé a qué se refiere.

–Necesito saber qué vio en el cuerpo.

–Puede leer el informe –Cifuentes sacó de su bolsillo interior un sobre y se lo entregó–, está todo ahí. Preferí poner que alguien le había pegado en la cabeza, es más creíble con las evidencias del cuerpo.

–¿De qué está hablando?

–No se haga el astuto conmigo. Me quedó claro después de la visita de su amigo. Lea el informe, está como me lo pidieron.

–Mire, no haga esto más difícil. Usted se confunde. Si alguien ya lo visitó para pedirle que adulterara su informe quiere decir que las cosas están más difíciles de lo que pensé –Gutiérrez tomó el sobre, lo abrió y leyó el documento– ¿Esto es lo que va a entregar?

–Es lo que me pidieron.

–No sé bien de lo que trata todo esto, pero yo vi el cadáver de Gladys. Le puedo contar que por lo poco que he averiguado, esta chica salió la noche del viernes a una fiesta.

–Muy propio de los jóvenes.

–Era una fiesta donde los milicos. Así me lo confirmó una amiga de ella. Pero los milicos dicen que esa joven nunca llegó al lugar de la fiesta, que era el casino de oficiales del regimiento. Es raro. Alguien vio un vehículo del ejército por el camino que lleva al río. Quizás a las tres o cuatro de la mañana.

–¿Qué quiere que le diga? Todo está en el informe.

–Lo que vio en el cuerpo. Sé que puede estar presionado, pero confíe en mí.

–Una víctima de asesinato siempre me tensiona.

–Le repito una vez más: necesito saber qué vio en el cuerpo. Usted sabe que es difícil que llegue a poner por escrito lo que sus ojos vieron. Imagino que recibió un mensaje para escribir un informe que no levante sospechas. No me extraña. Entienda, yo no estoy con esa gente. No lo culpo por sentir miedo.

–¿Me está diciendo que soy corrupto?

–No se confunda. Usted sabe lo que le estoy diciendo. Conozco su carrera y sé que es un tipo apegado a las normas de su profesión, pero si las cosas se complican como se están complicando tenemos que actuar coordinadamente. Puedo asegurarle protección, pero tenemos que movernos rápido.

Los hombres se quedaron en silencio, mirándose. Gutiérrez bebió su café. Cifuentes se arregló los lentes y el nudo de la corbata. Revolvió lentamente la taza de café y tomó un largo trago. El café le pareció más malo que nunca.

–Necesito que saquen a mi mujer y a mis tres hijos hoy mismo. Yo la llamaré y le diré que usted irá por ellos.

–Me tiene que dar unos días. Debo mover gran cantidad de medios.

–Hasta mañana. No puedo demorar más este asunto. A más tardar mañana debo presentar el informe.

–¿Lo tiene listo?

–Sí, tengo dos informes listos.

–¿Dos?

–Sí. Dos. El que usted acaba de leer y otro que tengo en mi cabeza y al parecer nunca podré escribir. ¿Cómo sé que puedo confiar en usted?

–Estamos iguales. Usted no tiene más alternativas que creer en lo que puedo ofrecer y yo también debo creer en sus palabras. Nada me asegura que una vez que nos despidamos usted vaya a hablar con otras personas.

Nuevamente se produjo un silencio incómodo entre ambos.

–¿Cuántos días tengo que esperar?

–A lo más tres. Debo coordinar todo. Mi jefe ya me autorizó.

–Entonces hasta ese día hablamos.

–Necesito que me dé algo más. No sólo su palabra.

–Es muy riesgoso.

–¿Qué me puede adelantar?

–Gladys recibió un fuerte golpe en la cabeza, pero además tiene marcas de arma cortopunzante. Específicamente corvo. Sus ropas están rasgadas y tiene diversas marcas en brazos, espalda y piernas, específicamente en la parte superior interna de los muslos.

–O sea que están los milicos hasta el cuello.

–No sé. Esa parte del trabajo ya es asunto suyo.

–Los milicos son los únicos que manejan corvos.

–También alguien puede haber robado alguno. Esas cosas suceden.

–No es necesario que los defienda. Se defienden solos. Demore todo lo que pueda la entrega del informe y mantenga su rutina normal. No le cuente nada a sus hijos ni a su mujer.

–Debo preparar mis cosas.

–Olvídelo. Siga su vida normal. Antes de tres días lo pasaremos a buscar. No haga nada extraño. Nada que genere sospechas. No retire plata del banco. Siga su vida normal.

–¿Está seguro que puede protegerme?

–Es parte de mi trabajo. Si alguien le pregunta qué conversaba conmigo, dígale que hablábamos sobre el colegio de los niños.

–¿Qué cosa?

–Sus hijos y mi hija van al mismo colegio. Diga que hablábamos de los problemas del colegio. Usted ya sabe: las cuotas muy altas o algo así. El informe verdadero envíelo por algún medio a mi dirección, asegúrese que tenga todos los timbres correspondientes y su firma. Sea lo más claro y preciso para describir las heridas. No coloque su nombre al sobre. Sé que es obvio, pero prefiero prevenirlo en caso de que las cosas se nos compliquen y tenga la seguridad que se van a complicar. No vaya al correo, trate de enviarlo con alguien del servicio, que parezca uno de los tantos trámites que hay que realizar día a día. No hable con nadie del tema. Que todo parezca como un crimen vulgar. Yo estaré atento. Apenas tenga los medios disponibles voy por usted y su familia –Gutiérrez anotó en una servilleta sus datos. Cifuentes tomó la servilleta, leyó la dirección y devolvió la servilleta a Gutiérrez.

–Me basta con memorizarla. Un papel nos puede comprometer.

Los dos hombres se quedaron en silencio. Cifuentes se levantó y se fue. Mientras caminaba quiso volver la cabeza y mirar a Gutiérrez, pero se contuvo.

Gutiérrez pidió otro café y pensó que Cifuentes era un tipo valiente. Lo vio perderse por la calle a paso rápido. Deseó que ojalá el Prefecto en Santiago autorizara el movimiento que pensaba realizar.

Un abismo sin música ni luz

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