Читать книгу Un abismo sin música ni luz - Juan Ignacio Colil Abricot - Страница 6

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Trevor se levantó de su silla y caminó hacia la ventana. Se mantuvo un instante mirando hacia el horizonte. Desde ese lugar la playa apenas se veía en un cuadro pequeño colgando en una esquina de la ventana. Una franja celeste, otra un poco más oscura y finalmente una franja de un blanco sucio. Pensó en sus hijos y en su mujer. Recordó una imagen de un fin de semana lejano en que compartieron un asado en el Cajón del Maipo. Recordó risas, rostros, el sabor del vino. Había sido la última vez que habían estado juntos. Aún podía escuchar las risas. En ese momento comprendió que había sido una etapa de su vida que nunca supo ver. Ahora se conformaba con llamarlos diariamente solo para oír sus voces y saber que la vida continuaba sin sobresaltos, pero a paso rápido. Atrás quedaban sus recuerdos. Luego vino esta extraña destinación que era un castigo solapado. No habían podido comprobar una filtración de información, pero alguien se había cobrado una pequeña venganza. Ahora los días pasaban en una monotonía lenta. Ni siquiera el clima ofrecía sorpresas. El trabajo era liviano y las posibilidades de ascender se esfumaban un poco cada día. De vez en cuando algún robo, algún joven que abandonaba la casa de los padres, algún muerto por riñas de borrachos, uno que otro ahogado sobre todo durante los fines de semana y solo una vez hubo un asunto que condenó a dos tipos por incitación a la prostitución. Nada que demandara mucho esfuerzo, más allá de cumplir con los trámites de rigor. Hacer las preguntas adecuadas, completar los informes, no perder de vista los archivos.

La unidad estaba formada por tres efectivos. El jefe, Martínez, que siempre se las arreglaba para estar con licencia, salir con permisos u obtener algunos viajes institucionales. Trevor era el segundo al mando, por lo tanto llevaba todo el papeleo. Y Sánchez hacía sus primeros años. No parecía muy entusiasmado con el trabajo policial y prefería pasarse el tiempo leyendo libros viejos. Ya aprendería.

Los días pasaban lentamente. El ritmo obligaba a bajar las revoluciones. Se desayunaba más lento, se descansaba por más tiempo. Las palabras parecían más pesadas. De cuando en cuando algún suceso los llevaba a internarse a alguna playa solitaria o kilómetros y kilómetros desierto adentro. En esos momentos ni siquiera conversaban, sólo caminaban junto a Sánchez escuchando el viento. y mirando los pájaros, cada uno pensando en lo suyo y seguramente buscando la oportunidad para romper aquel marasmo. Para Sánchez era más fácil. Era joven, recién estaba comenzando. Estar en ese pueblo sólo era un primer peldaño, en cambio para Trevor era casi una lápida.

Sonó el teléfono. Trevor lo observó y dejó que sonara. Generalmente llamaban para preguntar por direcciones o por asuntos pertenecientes a otros organismos públicos. El teléfono dejó de sonar al décimo intento. Trevor prendió un cigarrillo. El teléfono volvió una vez más a la carga. Se despegó lentamente de la ventana. Levantó el aparato, condenado a escuchar alguna estupidez.

–Investigaciones. ¿En qué le puedo ayudar?

–Disculpe que lo moleste, quizás no sea nada.

–No se preocupe.

–Es que puede que no sea nada. Sólo oí un grito. Nada más. Me asusté.

–¿Podría describir el tipo de grito?

–Creo que fue un grito de susto, de espanto. Por eso llamo.

–¿Desde dónde está llamando?

–Acá en Caldera. Quizás no sea nada. Me da vergüenza molestar por algo así.

–Dígame dónde escuchó el grito.

–Anote la dirección: Condell al llegar a Prat. Es una casa azul.

–Gracias. Enviaremos unos detectives. Señorita, ¿cuál es su nombre?, ¿aló?, ¿aló? –el teléfono se cortó. Trevor anotó la dirección y terminó de fumar su cigarrillo. Trató de recordar la voz. Le pareció la voz de una mujer joven. ¿Treinta años? Quizás treinta y cinco. No más. No le gustó la llamada. Parecía una broma. Terminó de fumar y tiró la colilla por la ventana. Tomó el papel en que había anotado la dirección. No era lejos. Sólo cuatro cuadras lo separaban. Se arregló la corbata y con un grito llamó a Sánchez, quien se presentó ante él arreglándose la camisa dentro de los pantalones.

–Llamó una mujer, escuchó un grito. Puede que no sea nada. Un grito no significa nada.

–¿Quiere que vaya jefe?

–¿En qué estás?

–Nada especial. Leía sobre casos antiguos. Lo de la Legación alemana. ¿Lo ubica?

–Algo. Creo que leí el asunto en alguna revista, pero hace muchos años. ¿Es al tipo que ubican por los dientes? ¿1920?

– Tiene buena memoria jefe. Fue un caso extraordinario. La ciencia al servicio de la investigación policíaca. Eso sí que ocurrió en 1909.

–Sigue con tu lectura, yo voy a echar un vistazo. Si llaman de Copiapó o Santiago, diles que estoy en un procedimiento. No digas simplemente que no estoy, eso no suena bien, y si viene alguien anota todos los datos.

Trevor caminó las cuatro cuadras, más que nada por hacer algo distinto. Sabía que sólo sería rutina y quizás ni siquiera tendría que rellenar el formulario. A esa hora de la tarde la temperatura comenzaba a bajar y la gente salía a la calle. Algunas viejas instalaban una silla al lado de la puerta y se contentaban con ver pasar a la gente y los vehículos de los vecinos. Todos los que se cruzaron con Trevor lo saludaban. Pensaban que era una especie de delegado directo de Santiago y que investigaba un caso importante y oscuro. Un caso que supuestamente involucraba a lo más selecto de la sociedad de Caldera. Trevor había dejado que esos rumores se esparcieran. Le gustaba que la gente se formara esa opinión y durante los meses que llevaba en funciones, de tanto en tanto dejaba caer alguna pregunta misteriosa. De esa forma el rumor se hacía más fuerte y también descubrió que la gente prefería mantener con él una distancia prudente. Respeto y cuidado. Ese era el lema.

Distinguió la casa azul cuando aún le faltaba media cuadra por llegar. Todas las mañanas pasaba frente a esa casa y siempre le había llamado la atención no saber quién vivía en ese lugar. Nunca se había cruzado con nadie saliendo o entrando. Nunca un niño en el patio. Nunca un viejo barriendo la vereda. Pero la casa siempre se veía limpia, bien tenida. Se detuvo metros antes de llegar y observó con atención. No se veía nada extraño. Precisamente en esa cuadra había menos gente en la calle. Sólo unos niños que jugaban a la pelota. Se detuvo en la puerta de la reja y comenzó a gritar. Al cuarto grito comprendió que nadie saldría a atenderlo. Al parecer no había perro. Empujó la reja con el pie y notó que estaba abierta. Entró y caminó hacia la casa. Cada dos metros se detenía y volvía a gritar ¡Alo! De esa forma llegó hasta la puerta. Miró hacia atrás y vio que los niños que jugaban a la pelota se habían acercado hasta la reja y lo observaban. Uno de ellos le hacía señas. Trevor le devolvió el saludo con la mano. Estuvo otros minutos frente a la puerta. La golpeó dos, tres veces. No quería volver sobre sus pasos con las manos vacías. Esos niños parados cerca de la reja no lo dejaban tranquilo. Verlo salir con las manos vacías no era presentable. En pocos minutos todos sabrían que había ido hasta esa casa y no había logrado nada. Otra humillación. Imperdonable. No estaba en edad de permitirse esos bochornos públicos. Podía sentir la mirada de los niños clavada sobre su cuello.

En un arranque de astucia rodeó la casa. Entendió que no había nadie. Se enfrentó a la puerta de la cocina. La vio abierta. Comprendió que algo sucedía. Recordó la llamada y miró a las casas vecinas, pensando que la mujer que hizo la llamada estaría observándolo desde alguna ventana. Quizás en ese mismo momento estaría viéndolo y quizás desde esa ventana recobraría un poco de su dignidad y dejaría de ser un simple inspector solucionando problemas menores. Ingresó a la casa y vio en el suelo de la cocina las manchas de sangre. ¡Cresta! Se dijo y se maldijo por no traer a Sánchez. Sacó su pistola y avanzó como no lo había hecho en años. Pensó en encontrarse frente a frente con cualquier clase de criminal, pero a medida que avanzaba y sus oídos se acostumbraban al silencio, entendió que estaba cayendo. Otra vez estaba siendo arrastrado, pero sólo fue una sensación que le revolvió el estómago y luego desapareció para que sus ojos se pudieran llenar con la imagen de la mujer tirada sobre la alfombra, mientras la sangre que había manado de su cabeza formaba un pequeño lago que reflejaba la ventana y el cielo despejado.

Luego de algunas horas todo había pasado. Los peritos habían viajado desde Copiapó con todo su equipo y hecho su trabajo como si se tratara de una exposición. Trevor los miraba con un poco de desilusión. Le parecía que estaban montando una obra de teatro. Se tuvo que dedicar con Sánchez a entrevistar a los vecinos. Nadie sabía nada, nadie vio nada. Sólo los niños que jugaban le dijeron que habían visto a un tipo saliendo de la casa. Se sentó juntó a los niños y les hizo muchas preguntas. Iba anotando las respuestas en su libreta. Los niños lo miraban como si nunca hubiesen visto escribir a alguien. Según los niños el sujeto era más bien flaco, ni muy chico ni muy grande, pelo castaño no muy corto, pero tampoco largo. No les pareció extraño porque no parecía un tipo extraño. Eso lo dijeron tal cual.

–¿Vieron algo más?

–Nada.

–¿No vieron a nadie salir más temprano?

–No, tampoco nadie entró.

–¿Alguien debía entrar?

–No sabemos.

Dejó a los niños y volvió a la casa. Sánchez no tuvo mejores resultados.

El cuerpo presentaba un severo golpe en el cráneo que fue lo que le causó la muerte. No había puertas ni ventanas forzadas. Nada de huellas. Nadie tomó nada de la casa, ya que a veces algunos roban alguna cosa para que parezca un asunto de ladrones, pero acá el mensaje era claro para todos los interesados. A Trevor le pareció que el mensaje era: podemos hacer esto y nada nos pasará. Revisó personalmente toda la casa y no encontró nada que les pudiera servir. Quizás los tipos se habían llevado alguna otra cosa, no lo típico que buscan los monreros de poca monta. Habría que investigar si la mujer poseía algún computador u otros objetos de valor.

Recién a medianoche pudo volver a la unidad.

Con el paso de los días, el asunto por una parte se aclaró y por otro lado se enfrió.

La víctima se llamaba Iris Kempes, el mismo apellido del futbolista argentino.

Se había hecho conocida. Se dedicaba a luchar por el agua, el aire y todo lo que pareciera ecológico. No tenía familia, es decir, ni hijos ni pareja. Llevaba algún tiempo en el pueblo. El mismo Trevor había recibido una denuncia contra la víctima hacía unos días, era un lío de vecinos. Nada especial. El apellido se le quedó grabado.

El caso se investigó durante algunas semanas. Lamentablemente no hubo mucho avance. Trevor entrevistó a docenas de sus conocidos. Todos decían que era una mujer sin igual. Muy creativa, muy luchadora, muy lúcida. A ratos le parecía que estaba frente al retrato de una santa. No tenía enemigos. La gente que alguna vez se había peleado con ella reconocía que Iris estaba en lo correcto y que sólo eran diferencias de opiniones. Por supuesto todos pensaban que detrás del crimen estaban los peces gordos de la región. Fundamentalmente los intereses mineros que eran los que estaban moviendo todos sus hilos, que no eran pocos, para quedarse con el agua. Tenían sus métodos y especialmente todos los amigos que el dinero fresco puede comprar. Los peritos no encontraron huellas en la casa. Ni de Iris, ni de nadie. Alguien se había preocupado de dejar todo muy limpio.

Un detalle fue su teléfono, el cual estaba en uno de sus bolsillos. Trevor revisó las llamadas realizadas y las recibidas antes de entregar el aparato a los peritos. Sólo había una en la que no pudo localizar al dueño del número. Se trataba de un teléfono de prepago que nunca más tuvo movimiento. Fue la única pista, pero también era extraña, ya que a la hora en que la llamada fue realizada, la tal Kempes ya llevaba un par de horas muerta.

El caso siguió abierto, pero fue apenas un decir. Los papeles sólo acumularon polvo y aunque al principio hubo cierto revuelo, el tiempo hizo lo suyo. Trevor intentó hacer algunas gestiones, pero el fiscal a cargo del caso nunca le dio mucha relevancia. Dijo que no podían gastar recursos de la Fiscalía en un caso que no iba hacia ninguna parte. Según el fiscal, lo mejor era esperar que apareciera por alguna parte algún objeto robado de la víctima para tener una pista concreta y comenzar entonces una investigación de verdad. Trevor recordó a los niños y solicitó permiso para citarlos a declarar, pero nuevamente encontró negativas y evasivas.

Trevor le dedicó algunas horas extras, pero a la larga las puertas se fueron cerrando.

Pasados dos meses, Trevor recibió una carta de la Jefatura en la que le comunicaban que sólo seguiría en funciones hasta finales del próximo mes. Se quedó sentado un largo rato con la carta en la mano, mirando por la pequeña ventana hacia la playa.

Un abismo sin música ni luz

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