Читать книгу Un abismo sin música ni luz - Juan Ignacio Colil Abricot - Страница 9

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Por lo habitual mis clientes se contactan con mi secretaria. En pocos años la pequeña empresa creció. Nunca pensé que tuviese habilidades para los negocios, aunque hay que reconocer que gran parte del éxito es de mi mujer. Ella sí que es ordenada y descubrió que el asunto de proveer a restaurantes y hoteles de productos del mar de calidad era una mina de oro. Así pasan mis días, hablando por teléfono, verificando envíos, visitando hoteles y un largo etcétera. Me parece que mis días de detective quedaron muy atrás.

Esa mañana mi secretaria me pasó una llamada. Generalmente a los nuevos clientes les interesa hablar con el gerente. Se trataba de una mujer.

–¿Trevor Ortiz?

–Así es. Gerente general de Mar Azul.

–Me gustaría hablar con usted.

–Eso estamos haciendo.

–No, me refiero a poder hablar de forma más extensa y privada. Quiero pedirle un trabajo.

–¿Un encargo? Pida lo que quiera y nosotros trataremos de cumplir. Imagino que usted ya conoce nuestra calidad. ¿Le puedo preguntar quién nos recomendó?

–No se trata de eso, sino de Iris Kempes –me quedé un instante en silencio. Hacía ocho años que no escuchaba ese nombre. Me vi caminando otra vez por esas calles de Caldera. El sol a mi espalda. Otra vez esa tarde–. Sé que usted sabe de quién estoy hablando.

–Disculpe señora, pero yo ya no trabajo en Investigaciones. Estoy retirado hace años.

–Conozco su historia. ¿Podemos conversar? Será sólo un rato.

–No sé sobre qué podríamos conversar. No hay mucho más que agregar sobre esta historia. Entiendo que es un caso cerrado.

–¿Podemos juntarnos a las doce en el café Vienés?

–¿En Mac Iver? –me di cuenta que estaba aceptando la invitación.

–Lo espero a las doce. Será sólo una conversación. No hay ningún compromiso. Gracias.

–¿Qué le hace pensar que acudiré a la invitación?

–Es sólo eso: una conversación.

Me quedé unos minutos mirando el teléfono. Las imágenes en mi cabeza seguían dando vueltas. Cada uno de los pasos que había dado durante esa jornada los pude reconstruir. Intenté distraerme revisando algunos papeles, verificando facturas y envíos. Fue imposible. Durante el resto de la mañana no pude dejar de pensar en Iris Kempes y en su asesinato. Veía su cuerpo tirado en el suelo de aquella casa. La oscura mancha de sangre. Necesitaba concentrarme en otras cosas, pero me era imposible sacar de mi cabeza ese viejo crimen ocurrido ocho años atrás.

A las doce ingresé al café Vienés. Un local de los que a mí no me gustan. Mucha torta y cosas dulces. Me senté en una de las mesitas. Aún no terminaba de acomodarme cuando se sentó a mi lado una mujer.

–Gracias por venir don Trevor, pensé que en algún momento se arrepentiría –se notaba una mujer educada y con recursos. Tenía un acento extraño. Una mezcla difícil de precisar.

–Estoy un poco confundido. No sé qué desea saber de ese asunto. Ya está todo dicho. El caso se cerró hace años. Yo estoy fuera de la institución. No tengo acceso a nada ni a nadie.

–Por eso decidí buscarlo. Sé que usted estuvo a cargo de la investigación durante las primeras semanas.

–Vamos muy rápido. Usted sabe mucho de mí y yo no siquiera sé su nombre.

–Tiene toda la razón. Me llamó Hilda Fernández. Fui amiga de Iris. Durante mucho tiempo trabajamos juntas. Cuando la mataron yo estaba fuera de Chile.

–¿Por qué aparece ahora?

–Quizás deba explicarle todo desde el principio.

–No sé lo que se propone, pero si quiere puede intentarlo.

–Cuando sucedió lo de Iris, ella estaba investigando algo muy especial.

–Lo sé. Investigaba el asunto de las aguas que estaban siendo extraídas ilegalmente desde el río para desviarlas a predios particulares, predios de gente muy influyente, y también creo que el agua era desviada para algunas faenas mineras. No pude ahondar mucho en el tema. Sé que Iris se reunió en esos días con vecinos de varias localidades, juntó antecedentes, pero todo eso se perdió. Nunca encontramos nada.

–Veo que investigó de verdad. Pero hay algo más.

–¿Algo más?

–Lo que usted dice es cierto, pero Iris en realidad buscaba a los responsables del asesinato de una joven ocurrido hace más de treinta años. El caso Spencer. ¿Le suena? Gladys Spencer se llamaba la chica.

–Vagamente.

–Fue a principios del año ochenta. En marzo.

–No estoy seguro.

–Su cuerpo apareció a orillas del río, con señales claras de haber sido violada. Se resolvió rápidamente. Se dijo que el culpable era un hombre que estaba de paso en la ciudad en busca de faenas mineras. Se responsabilizó a un sujeto que tenía antecedentes de robo y que viajaba por distintas regiones haciendo trabajos menores. Fue un juicio rápido. Falleció en la cárcel, apenas dos semanas después de haber ingresado. Aún no se había dictado la sentencia. Si cree que eso no es suficiente, le cuento que además el forense que realizó la autopsia se suicidó camino a Puerto Viejo y el inspector que llevaba la investigación desapareció de la faz de la Tierra apenas cuatro días después de haber visitado el regimiento de la ciudad.

–Me acuerdo, yo recién estaba entrando a la Escuela. Se dijo que había huido con algo de dinero de un banco y con una bailarina de algún club.

–Así es. Veo que aún la memoria no le falla.

–Leí sobre el asunto y parece que usted es una experta. ¿Adónde quiere llegar?

–Iris estaba en medio de todo esto.

–¿Podría ser más clara?

–Iris era hija del inspector Gutiérrez –me quedé mudo. La mujer me miraba como si me hubiese disparado directo a la frente. Sus últimas palabras me quedaron dando vueltas.

–¿Estamos hablando del mismo inspector Gutiérrez?

–El mismo –nos quedamos en silencio, mirándonos a los ojos, pendientes a quién haría el primer gesto, la primera movida de piezas–. Era una niña cuando ocurrió todo. El mundo se les vino abajo a su madre y a ella. Regresaron a Santiago y después se fueron a Buenos Aires. Usted comprenderá que fue una situación traumática, por decir lo menos.

–Nunca me lo hubiera imaginado. Eso del inspector Gutiérrez era un mito, una leyenda. Se decía que se había escapado con una tipa fenomenal y que habían tenido que huir de noche porque la mujer también estaba metida con un importante empresario minero de la zona. Un tipo con mucho poder. Se dijo que Gutiérrez logró llevarse varios millones de pesos.

–Eso fue lo que se rumoreaba. En realidad al inspector Gutiérrez lo hicieron desaparecer.

–¿Qué?

–Lo que escucha –nos quedamos mirando con la mujer.

–Yo oí acerca del inspector como todos los que entramos a la Escuela por esos años. Después me enteré de algunos detalles, pero nunca pensé en esta posibilidad. ¿Está segura?

–Completamente. ¿Cree que estaría jugando con algo tan serio como esto?

–Durante algunos años se decía que Gutiérrez estaba en una isla del Caribe. Yo escuché rumores sobre eso, que se había ido hasta allá porque ese sitio no tenía tratados de extradición con Chile. Se decía que alguien lo había visto en una playa. Creo que se hablaba de una isla llamada Santa Lucía o algo así. Lo de Gutiérrez era un mito. Nunca imaginé que podía tener otro desenlace. Me ha dejado perplejo. No sé qué decirle. Usted aparece de improviso y saca estas historias así como si nada.

–No, se equivoca. Así como si nada no ha sido. Me ha costado mucho trabajo llegar hasta usted. Me he preguntado muchas veces si debía hacerlo o no. Para mí tampoco ha sido fácil, pero no creo que esto tenga que ver conmigo. Yo no soy el centro de esta historia –la mujer pidió otro café y nos quedamos largos segundos observándonos. Le sirvieron el café y aproveché de pedir otro para mí. El silencio hizo que los segundos pasaran lentamente. No podía alejar de mi mente el recuerdo de la imagen del cadáver de Iris.

–A Iris no le gustaba hablar mucho del tema. Lo habló conmigo cuando falleció su mamá. Eso ocurrió hace doce años atrás. Un día su papá nunca más llegó. Una noche se presentó un hombre a su casa y les dijo que su papá estaba en algo. Ella no entendió de lo que conversaban, sólo recordaba a su madre sentada mirando al hombre y después el llanto de su madre y toda la tristeza se le vino encima.

–¿De dónde salió eso de Kempes?

–Lo inventó ella hace muchos años. El plan de su madre era poder viajar hasta Europa. Alguien le había hecho contacto con un secretario de la embajada de Holanda, pero nunca llegó a concretarse. Finalmente se quedaron en Buenos Aires. Iris Kempes era su seudónimo para escribir. Su madre muchos años después se relacionó con un tipo al que le gustaba el fútbol y siempre hablaba de un tal Kempes.

–¿Mario Kempes?

–No sé. No entiendo de fútbol. Supongo que sí. Al parecer era alguien importante.

–¿Era escritora?

–Escribió algunas cosas. De ese tiempo le quedó lo de Kempes. Decía que para los hombres era sonoro porque era el apellido de un futbolista y además decía que con un apellido así los editores; en su mayoría hombres, se interesarían por ella.

–Mario Kempes. Seleccionado argentino, muy vistoso para jugar. Hizo un par de partidos por Fernández Vial al final de su carrera. Usaba el pelo largo ya en los setenta.

–Iris tenía razón, era un apellido que quedaba. Después nunca más se lo sacó de encima, quizás eso fue su perdición. Con ese apellido era difícil olvidarla.

–¿Qué edad tenía ella cuando ocurrió lo del papá?

–Cuando asesinaron al papá, ¿se refiero a eso?

–Sí, me refiero a eso.

–Creo que tenía siete u ocho años. Nunca hablaba mucho del tema.

–¿Cuál es su idea?

–Concluir lo que ella estaba investigando.

–Vaya a Investigaciones.

–No me trate como a una tonta. Sabemos que el caso se cerró y que al inspector Gutiérrez lo transformaron en un tipo vividor que se fue del país con una muchacha cabaretera. Esa fue finalmente la verdad oficial. Se impuso como muchas cosas, nadie se dio el trabajo de verificar la información –la mujer bebió de golpe el café que le quedaba y me tomó de un brazo–. Debe ayudarme.

–¿Por qué debería meterme en este asunto tan turbio?

–Sé que lo pasaron a retiro después del asesinato de Iris. ¿Qué le dijeron? ¿Que lo llevarían a relaciones públicas? Usted ya estaba perdido con ir a terminar su carrera en ese lugar, si prefirió investigar seriamente el asesinato de Iris supongo que habrá generado en alguna parte algún malestar que provocó que usted hoy esté fuera. Imagino y quiero imaginar, y sobre todo esto último, que usted desea investigar quién está detrás de todo esto.

–¿Y si estuviera equivocada?

–Es posible. Este país está lleno de gente de mierda –la mujer me quedó mirando–. Sé que ahora se dedica a los negocios. ¿Mariscos?

–Productos del mar en general.

–Sólo le pido que sacuda un poco el polvo. Usted sabe más de eso que yo. Es obvio que buscaba sobre su padre, a mí me lo negó durante mucho tiempo, pero no hay que ser psíquica para saber por qué fue hasta ese lugar. Iris no volvía a ese lugar desde esa época.

–¿Desde el asesinato de su padre?

–Sí. Yo sé que debe haber algo. Usted más que nadie entiende ese mundo. Sólo quiero saber que su muerte no fue en vano. Ella aprovechó la excusa del uso del agua para poder moverse más libremente. Averigüe hasta donde pueda y me cuenta. Le puedo pagar. No sé si todo de una vez, pero puedo hacer el intento.

–No sé. No estoy familiarizado con este tipo de investigaciones. Quizás le pueda recomendar a una persona. Hay tipos que se dedican a esto. Conozco a Ciro, quien podría ayudarla perfectamente.

–No. Quiero que sea usted. Usted ya conoce el caso. Estuvo allá, sabe por dónde comenzar. De seguro encontrará algo. Créame a Iris no la mataron por casualidad. Se estaba acercando, estoy segura. Ella era una mujer muy cuidadosa en lo que hacía. Muy ordenada. Algo debe haber dejado en alguna parte que nos sirva para seguir su camino. Estoy segura que ella pensó que era muy posible que terminara como terminó. Por lo mismo imagino que nos dejó algo. En alguna parte debe haber una señal –nos quedamos en silencio unos segundos. Ella había puesto todos sus argumentos sobre la mesa.

–No soy detective privado.

–No me interesa un detective privado. Esos tipos dilatan la investigación para conseguir más dinero y luego le dicen a una alguna vaguedad. Si lo deja más contento, ya lo intenté con uno. No llegó a ninguna parte y me dijo que lo más probable era que se tratara de un robo y que el tipo huyó antes de robar cualquier cosa porque seguramente escuchó algún ruido o algo así. Perdí tiempo y dinero con ese sujeto. Un charlatán. Por eso lo busqué a usted.

–Haremos una cosa. Iré para allá y pediré el expediente, veré qué puedo hacer. No le prometo nada, si encuentro algo que valga la pena le cuento, de lo contrario quedamos como estamos –la mujer buscó en su cartera, sacó un billete y pagó los cafés. Me extendió una tarjeta en la que aparecían sus datos: su nombre y abajo las palabras «Consultora Estratégica»

–¿Qué significa esto de consultora estratégica?

–Publicidad, relaciones públicas. De algo hay que vivir. Le paso esto para comenzar –la mujer volvió a abrir su cartera, sacó trescientos mil pesos y me los entregó–. Por favor recíbamelos. No es mucho, pero es suficiente para los pasajes y permanecer unos pocos días en un hotel. Lo puedo enviar algo más a su cuenta. ¿Cuánto cree que puede cobrarme por esto?

–No sé. No conozco este tipo de negocios. Con lo que me ha pasado es suficiente por ahora. Después vemos el resto. ¿Pudo conversar con ella durante el tiempo que ella estuvo en el norte?

–Conversamos sólo trivialidades. Nada memorable. No le gustaba hablar de su trabajo por teléfono. Yo le decía que era una paranoica, pero veo que tenía razón.

–¿Cuál era exactamente su relación con ella? Por lo que veo usted no se dedica a estos asuntos ecológicos.

–Veo que saca sus conclusiones muy rápido –la mujer me quedó mirando unos segundos–. Fuimos pareja durante algunos años. De eso han pasado varios años, pero siempre mantuvimos un vínculo. ¿Le molesta?

–No. ¿Por qué habría de molestarme?

–No sé. La policía nunca es muy abierta de mente.

–No soy policía. Ahora vendo mariscos.

–Lo sé. No lo quise ofender. Lo que le pido tiene que ver con esa deuda que tengo con Iris. Ella trató siempre de entender lo que había ocurrido con su padre. Nunca le gustó ver a su madre de esa forma. Nunca se pudo recuperar de ese daño. Apenas tuvo edad suficiente, comenzó a juntar información sobre el punto. Cuando habló conmigo me mostró una carpeta llena de recortes con lo poco que había logrado encontrar acerca de su padre. Lo que decía en el diario chocaba con la imagen que ella tenía de él. Iris lo recordaba como un hombre simpático, muy cariñoso con ella y con su madre, le leía cuentos en la noche. De pronto su padre desaparece y ponen frente a ella la imagen de un tipo que huye con una cabaretera. Una mujer muy joven, casi una niña y de paso se lleva unos cuantos miles de pesos. Claro, ella eso lo supo después. Su madre nunca se lo contó. Creo que ya se lo dije, se me ocurre que para ella todo fue un gran cataclismo. De a poco fue juntando antecedentes. Guardaba una carta, un informe forense sobre un asesinato ocurrido por los mismos días en que se le perdió la pista a su padre. Ese fue su punto de partida.

–¿Era un documento oficial?

–No sé. Me lo enseñó en una ocasión. Era un documento antiguo. El papel estaba bastante gastado. Estaba escrito con máquina de escribir. Detallaba cómo estaba el cuerpo de una víctima de asesinato. La forma en que estaba escrito hablaba de una persona muy observadora, pero siempre apegada a la evidencia. Sólo decía lo que ese cuerpo mostraba. Lo que decía era horrible. Según ella, a partir de ese viejo papel había logrado encontrar huellas importantes.

–¿Qué pasó con ese papel?

–Siempre lo llevaba ella o lo dejaba en un lugar seguro. Sé que lo llevaba consigo en ese último viaje. Terminó siendo como un fetiche. Quizás el único contacto con su padre, con lo que él hacía. Iris se pasó días completos revisando diarios en la Biblioteca Nacional. Imagínese, en ese tiempo vivíamos juntas acá en Santiago. Ella salía muy temprano y volvía tarde. Comencé a sospechar, pensé que estaba con otra persona. Después de unos días no aguanté más y la seguí. Cuando la vi entrar a ese enorme edificio pensé que lo hacía porque se había dado cuenta que la seguía. Disculpe, no sé por qué le cuento todo esto, no tiene mucha importancia –la mujer había perdido su compostura, su seguridad. Los recuerdos y la rabia comenzaban a aflorar.

–No se preocupe. No me incomoda.

–La encontré mirando una ruma de diarios viejos. Me dijo que no se tragaba lo de su papá, que en alguna parte debía haber una explicación. Nos abrazamos y lloramos. Después la ayudé en esa búsqueda. Trató de hablar con la persona que era jefe de su padre, pero una vez que dio con el nombre supo que había fallecido hacía pocos meses. Una tras otra las puertas se iban cerrando. El tiempo se lleva todo –la mujer nuevamente buscó entre sus cosas y me pasó una carpeta.

–Ahí está todo lo que ella pudo reunir. No lo llevaba consigo porque pensaba que si le pasaba algo, esa carpeta desaparecería. Una vez más tenía razón. No es mucho. Son los escasos recortes que Iris pudo conseguir acerca de la actividad de su padre. También hay una foto de ellos –abrí la carpeta y ahí estaban. El inspector Gutiérrez junto con su mujer y su hija. Todos están sonriendo de manera muy espontánea. Atrás la playa. Iris en esa foto no debe haber tenido más de seis años–. Es la única foto que tenía de su familia. Esta es una copia. La original la tenía ella, siempre entre sus cosas.

–¿Usted cree que aún podamos encontrar algo?

–No lo sé. Lo único que quiero es agotar todas las formas, todos los esfuerzos. Ella tenía una pista. No sé cuál. Sé que partió tras algo. No me dijo nada, quizás para que yo no la decepcionara con mis comentarios, quizás para protegerme.

–¿Ella conocía a alguien acá, tenía algún contacto?

–Sé que Dióscoro Ahumada era amigo suyo y le conseguía algunos contactos para publicar sus investigaciones.

–¿Dióscoro Ahumada?

–¿No lo conoce? Era un periodista muy importante. Murió atropellado meses después del asesinato de Iris.

–¿Accidente?

–Nunca se supo. Hablé con su hija. El auto se dio a la fuga y nadie vio nada. Es raro. Según lo que me dijo la hija su padre, volvía de una reunión. Era de noche. El auto que lo atropelló se movía a más de 100 kilómetros por hora. Demasiado para una calle de ese tipo. Nadie que ande apurado elige calles estrechas. Son sólo sospechas. Nada más. Es probable que él hubiese conversado con ella, pero lo que haya sido ya no existe.

–¿Por qué lo dice así?

–Dióscoro Ahumada pasó sus últimos doce años sobre una silla de ruedas. Entiendo que una noche le dieron una tremenda golpiza que lo dejó en esas condiciones. Tenía un asistente que lo ayudaba. Ambos murieron atropellados esa noche. ¿Accidente? No me lo creo. Usted puede ver cómo todos los caminos se han ido cerrando. Lo único que sé, aunque siempre hay probabilidades de error, es que puedo confiar en usted.

–¿Por qué dice eso?

–Revisé su hoja de vida. No ponga esa cara. El dinero puede mover muchas voluntades. Tenía que asegurarme.

–¿Ahora está segura?

–Creo que sí. ¿Cuándo piensa partir?

–Déjeme arreglar algunos asuntos acá. Me parece que en dos días podría estar saliendo, ¿le parece?

–No se imagina lo que esto significa para mí. Gracias. Estaré esperando su llamada –la mujer tomó sus cosas y se despidió muy formalmente.

Me quedé otro rato en el lugar tratando de hacerme una idea del asunto. Aún no me cuadraban algunas cosas. Vi otra vez la imagen del cuerpo de esa mujer y traté de reconstruir nuevamente ese día. No me esperaba lo del inspector Gutiérrez. Me lo imaginé caminando por esas calles vacías con ese sol de mierda a las tres de la tarde.

Un abismo sin música ni luz

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