Читать книгу Un abismo sin música ni luz - Juan Ignacio Colil Abricot - Страница 8
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ОглавлениеLlevaba horas en el bus. El aire enrarecido ya no me molestaba. Mi mirada se perdía entre los tonos cafés del desierto, que recién a esa hora comenzaban a aparecer. Calculé que me quedaba media hora por llegar a mi destino. Supuse que era la peor hora para llegar. No había nada que hacer. Estaba en un punto desde el cual no podía intentar ningún regreso. El tipo que venía sentado a mi lado se acomodó y siguió durmiendo.
Me habían dicho que el tal Pedro Moraes era una mierda, pero nunca pensé que podía llegar a esos extremos. El tipo miraba con desprecio al resto de los mortales porque manejaba un par de revistitas que lo mantenían seguro. Revistas nada importantes, sin ninguna trascendencia. Mostraban un poco de tetas, problemas amorosos de algunos galanes y a veces algún reportaje sobre algún lugar chic de la ciudad. El secreto de Moraes, según lo que algunos decían, radicaba en las informaciones que no publicaba. Un ancho río de secretos oscuros que los interesados se preocupaban de pagar para mantenerlos ocultos.
Un editor me recomendó a Moraes –no te prometo nada, pero puede que te compre algún reportaje y lo mejor es que es un tipo lleno de contactos y casi todos le deben favores. Si le caes bien, puede que sea tu puente de plata– y yo como idiota había ido a ver al tal Pedro Moraes. Me hizo esperar por más de cuarenta minutos. Mi primera impresión sobre él fue muy alejada de un puente de plata. Me pareció un tipo ignorante y básico. Me atendió como quien escucha a un mendigo relatar la tragedia de su vida.
Acá no me sirven cuentos, ni esas latas parecidas. Menos esas investigaciones periodísticas que tratan de impactar al resto de los mortales, como si todos fuesen inocentes. No me interesa si publicaste uno o veinte libros. Sólo me interesa que seas capaz de escarbar en la vida de alguien famoso. Ojalá descubrir un poco de basura, algún hijo abandonado, alguna relación homosexual secreta, algún problema con la ley, ahora si puedes combinar las alternativas mucho mejor. ¿Recuerdas el caso de la rubia Juliette? El tipo que escribió eso después terminó vendiendo sus investigaciones para la Hola argentina. Eso es el éxito.
No volví. Lo mío nunca ha sido escribir ese tipo de pelotudeces. Me dedicaba a publicar algunas investigaciones sobre fraudes económicos y delitos sexuales. Si al principio tuve un poco de éxito con «Los índices negros del comercio sexual de menores», éste se esfumó en la medida que llegaron los abogados con sus querellas y contraquerellas. Poco a poco me hundieron y así se fueron cerrando las posibilidades de seguir publicando las investigaciones que realizábamos en equipo. Los editores me dejaron de contestar las llamadas y los correos electrónicos. Nadie me dijo abiertamente que no. Las puertas simplemente se cerraron.
Semanas después fue la misma secretaria de Moraes quien me llamó para ofrecerme la oportunidad de mi vida. Eso fue lo que dijo sin una pizca de pudor. Me citó en un café elegante cerca del cerro Santa Lucía. Para mi sorpresa no era Moraes quien me esperaba, sino un gordo calvo. Apenas entré al café el tipo me saludó.
El gordo me invitó a sentarme frente a él y me pidió un café. Se presentó en pocas palabras. Yo había escuchado sobre él, era una de las glorias del periodismo de investigación. Me quedé como un estúpido mirándolo.
–Yo que usted no dejaría de lado una oportunidad así. Supe que habló con Moraes. Este mundo es muy pequeño. No lo imaginaba investigando y escribiendo sobre enredos amorosos de gente de la televisión.
–¿Quién es usted?
–Alguien que confía en sus capacidades y que conoce de periodismo investigativo. No tengo nada que ver con Moraes, sólo supe que usted lo fue a visitar y pensé que podría interesarle un asunto. Una amiga mía está en el norte, específicamente en Copiapó, investigando sobre el uso ilegal del agua, el conflicto entre las compañías mineras y las comunidades agrícolas del valle. Seguramente habrá oído acerca de temas parecidos. Quiero que vaya hasta allá y la ayude.
–¿Por qué debería ayudarla?
–Es un asunto bastante complicado, necesita a alguien que sepa investigar. Le pagaré un adelanto y cuando regrese le pagaré el resto. Ella tiene toda la información y le entregará las pistas necesarias.
–Deme un par de días y le contesto.
–Imposible. Necesito su respuesta ahora.
Nos observamos en silencio por unos segundos. El gordo sacó un sobre del bolsillo. Dentro venía un boleto de bus y varios billetes azules. El tipo conocía el carácter humano.
–Esto es para sus gastos. Una vez que regrese habrá una buena cantidad. Quinientos mil. Supongo que esa cantidad es buena para usted. No tengo más
–¿Cómo la ubico?
–Ahí está la dirección –el tipo me extendió un papel donde aparecía una dirección anotada con una letra grande y clara.
–¿Cómo se llama la mujer?
–Cameron, en realidad se llama Iris. Disculpe, me confundo en esta parte. La tal Cameron nos llevará a Iris.
–¿Cameron?
–Así son estas chicas, les gustan los nombres extranjeros. Usted debe encontrarla.
–¿No tiene apellido?
–Por ahora no. Eso no importa. Estamos trabajando con un material que quema. La verdad es ésta: Iris no quiere mi ayuda. Sólo sé que a través de esta mujer Cameron, que trabaja en esa dirección que le entregué, podemos llegar a ella. Una vez que encuentre a Cameron, dígale que busca la carta de Iris.
–¿La carta de Iris? ¿Eso es todo?
–No se olvide de esa frase.
Y ahí estaba yo sin saber muy bien cómo y por qué había aceptado.
–Una vez que encuentre a Iris quiero que la convenza para que regrese con usted.
–¿Qué quiere decir con eso? –el gordo revolvió lentamente su café. Miró con precaución hacia los lados. Era un gesto inconsciente. Se me acercó unos centímetros.
–La situación es peligrosa, es mejor que se lo confiese. Ubique a Iris, ella le entregará todo lo que tiene, todo lo que ha investigado y después trate de convencerla para que se venga con usted. Yo les pagaré el pasaje en avión. No me mire así. Sé que le estoy pidiendo bastante; si dependiera de mí, hubiese ido hace rato.
En ese momento el gordo se inclinó hacia mí y me enseñó su reluciente silla de ruedas.