Читать книгу Un abismo sin música ni luz - Juan Ignacio Colil Abricot - Страница 11

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Abel la llevaba abrazada de la cintura. Antes de entrar al salón, le pidió que la soltara. Abel se hizo el desentendido. Delia caminaba un par de pasos adelante. No le gustaba ese afán de Abel de mostrarse ante los demás como si fuera su dueño, apenas habían salido una vez antes. Se habían conocido en una fiesta de una ex compañera del liceo. Él la siguió al patio. Ella necesitaba un poco de aire. Se dio cuenta de las miradas que le lanzaba, pero ni siquiera quiso mirarlo. Lo encontró feo y ordinario. No supo en qué momento él ya estaba a su lado y le contaba sobre los viajes que hacía por sus negocios y ella como tonta escuchándolo. Ahí se olvidó que no le gustaba. Él le ofreció un pito de marihuana y ella que nunca había probado le dijo que bueno, que no le vendría mal. El humo espeso la hizo llorar y toser y luego cada palabra de Abel tenía un sonido distinto. Le cayó bien Abel, aunque parecía un tipo un poco exaltado, un poco bruto. Esa vez él le quiso dar un beso, pero ella se escabulló, volvió a la fiesta y luego se perdió entre la música de los Bee Gees. ¿Por qué no la seguía un tipo así? ¿Por qué era tan difícil encontrar a alguien como Barry Gib?, alguien con esa piel, con ese pelo, con esa sonrisa y ese cuerpo.

La segunda vez se encontraron en la plaza. Ella volvía desde la casa de una amiga. La invitó a dar una vuelta en auto. Ella quedó sorprendida. Abel le mostró un auto reluciente, le dijo que él mismo se lo había comprado con sus negocios. Seguramente es prestado, pensó ella, pero no le dijo nada. Era mejor vivir una fantasía. Dieron unas vueltas por las calles, mientras él le hablaba de sus próximos negocios, pero ella no lo oía, se sentía tan bien así, era como ser libre. Le preguntó si tenía algo de música, Abel abrió la guantera y sacó un casete de Commodors. «Easy» comenzó a sonar. Le encantaba esa canción, aunque no tenía idea lo que decía, pero por cómo cantaba ese hombre, de seguro era una canción de amor. Un hombre que le cantaba su amor a la mujer de su vida y era como estar en otro sitio, con otra persona, incluso ella misma llegó a pensar que era otra. No le importó que salieran de Copiapó, quizás irían un rato a una de las playas. Abel no dejaba de hablar y ella prefería que su vista se perdiera en la oscuridad. Le gustaba ver el mar en la noche, le gustaba quedarse tirada en la arena escuchando las olas y mirando hacia el cielo. Era una forma de perderse, una forma de olvidarse de ella y de los demás. No supo cuánto rato anduvieron arriba del auto.

Fueron hasta el lugar que llamaban el museo del viento. Se bajaron y miraron las extrañas formas que las rocas proyectaban. Sólo ahí se dio cuenta de lo lejos que estaba de su casa. Se asustó un poco, pero le gustó sentirse lejos y sin nadie que la estuviera controlando. Caminaron un poco y ahí, entre ese paisaje marciano, comenzaron a besarse. Él solo le dio unos besos un poco desabridos; ella simplemente le ofreció su boca sin mucho entusiasmo. Ni siquiera lo abrazó. Abel continuó besándola y a los segundos le metió la mano bajo su falda. Luego la tomó en brazos y la llevó bajo una de las grandes rocas de forma extraña. Ella volvió a asustarse un poco, pero también tenía ganas de besar a un hombre, de perderse bajo su cuerpo. Las manos gruesas de Abel se metieron entre sus calzones y entonces ella lo empujó hacia atrás con toda su fuerza. Abel se golpeó con la roca en la cabeza. Fue sólo un segundo. La cara de Abel cambió, se vino sobre ella y le apretó el cuello. Ella lo quiso empujar, pero no tenía fuerza, sus brazos se agitaban en el aire, mientras él le sostenía la cabeza contra el suelo. Escuchó el ruido del cierre del pantalón de Abel y luego algo gordo y blando que le acercaba a la cara.

–¡Chupa! –le gritó y después sintió unos golpes en la cabeza y la presión sobre su rostro y otra vez ¡chupa!, hasta que las luces de un auto asustaron a Abel. Hubiese querido gritar, llorar, salir corriendo, pero en vez de eso se quedó al lado de Abel. Más miedo le dio que algún conocido la hubiese visto. El auto se acercó donde Abel había dejado estacionado el suyo. Eran los pacos. Abel se arregló el pantalón y fue donde ellos, ella lo siguió asustada. Los pacos se habían bajado de su furgón y caminaban con precaución hacia el auto de Abel. Fue en ese momento que Abel habló.

–Hola mi cabo, es mi auto.

–Hola Abel, nos llamó la atención que estuviera solo el auto acá, pensamos que a lo mejor alguien te lo había robado.

–Andaba por acá con una amiga.

–Mire el picarón, tengan cuidado, de repente por acá andan algunos giles mirones, no son peligrosos, aunque nunca se sabe. Tengan cuidado.

–Prefiero devolverme –dijo ella, aprovechando el momento–, me esperan en la casa

–Es mejor que se vayan –aconsejo uno de los pacos–, a veces acá es un poco inseguro.

Pensó que nunca más volvería a salir con Abel. No le gustaba su olor, ni que siempre estuviera sudado, ni que fuera tan caliente. Tampoco le gustaba que fuera violento, así no le gusta a nadie, además que ni se le paraba. Nunca más iba a salir con él. Aunque tuviera auto, no valía la pena enredarse con un tipo así. Esos hombres son sólo problemas.

Un abismo sin música ni luz

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