Читать книгу La casa de nuestra madre - Julian Gloag - Страница 10

II

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NO ESTABAN MUY SEGUROS DE ENTRAR. Cuando Elsa gritó “¡Primero el mayor!”, Diana se decidió al fin a cruzar el umbral de la puerta. Esperaron, nerviosos al percibir la solemnidad del rostro de Elsa. Sólo la figura de Dunstan, recargada sobre la puerta, parecía imperturbable.

Y entonces habló Elsa, haciendo un gran esfuerzo por impedir que se le quebrara la voz:

—Niños…, niños… —se detuvo.

Aprovechando el silencio, Willy, de cuatro años, se separó del grupo en medio de la habitación y se apostó en la cabe­cera de Madre. Los niños lo observaron. Tocó las puntas de la bufanda de Madre y le dio unas palmaditas en el brazo tendido. Apoyó la cabeza en su hombro y la olisqueó. Despacio, se dio la vuelta.

—Está muy callada —anunció.

Como si las palabras de Willy fueran premonitorias, los niños se agruparon alrededor de la cama; Dunstan, sin embargo, siguió inmóvil en la puerta. Miraron a Madre, con la cabeza acurrucada en el hombro, en señal del último estertor, y las rodillas encogidas bajo la manta. La luz sólo alumbraba su amplia frente y sus pómulos, de modo que los ojos se le veían negros y enormes, y parecían mirar fijamente los pies de los niños. En un abrir y cerrar de ojos, la madre que amaban se había convertido en un extraño objeto envuelto en un silencio sepulcral.

—Niños —anunció Elsa—: Madre ha muerto.

Ellos no parecieron oírla.

Diana se inclinó y puso su mano sobre la de Madre.

—Madre —dijo con suavidad—. Madre. Hace frío, Madre. —Y trató de levantarle el brazo para guarecerlo bajo las cobijas.

La abrupta maniobra provocó que la cabeza de Madre se desparramara hacia la izquierda y que los hombros se resbalaran un poco; luego todo se detuvo. Diana estalló en llanto y le soltó la mano.

Un segundo después, Dunstan estaba a su lado.

—Está bien, Dinah. Está bien. —La abrazó mientras lloraba. A pesar de que había dos años de diferencia entre ellos, Diana era muy pequeña para tener doce y siempre buscaba la protección de Dunstan, quien la defendía con una intensidad que no pocas veces había asustado a otros niños. Ahora Diana lloraba y su cabello dorado se guarecía bajo el cabello negro de Dunstan—. Está bien, Dinah.

—Pero tiene frío. Está muy fría.

Los niños miraban la escena atónitos. Luego Jiminee, cuya sonrisa iba y venía, se echó a llorar también.

Hubert, que había estado junto a Elsa, dio un paso al frente.

—Madre ha muerto —exclamó con fuerza suficiente para acallar los sollozos. Elsa asintió.

—Es cierto. Mamá está muerta.

Un breve suspiro escapó del grupo de niños. Willy alzó la barbilla.

—¿“Muerta”? ¿Qué significa eso? —preguntó.

—¿“Muerta”? —murmuró Hubert—. Muerta es como… como Jesús.

—Al que crucificaron, murió y después enterraron —agregó Dunstan—. Pero al tercer día resucitó y… —titubeó— y volvió a levantarse.

—Madre no volverá a levantarse —dijo Elsa con firmeza.

Dunstan frunció el ceño.

—¿Por qué no? ¿Tú cómo sabes…?

—Simplemente no va a pasar —respondió ella.

Diana levantó la cabeza del hombro de Dunstan y ambos miraron fijamente a Elsa. En apariencia, eran polos opuestos: el rostro de Dunstan era una versión caricaturizada de las figuras de labios enjutos y mejillas raquíticas que avanzaban en procesión por un estrecho camino rumbo al cielo en el cuadro que colgaba en el baño de visitas. Sus ojos oscuros, amenazantes como los de una rana, amplificados tras los gruesos cristales de las gafas, y su cabello negro y puntiagudo, contrastaban inmensamente con la melena rubia, la piel blanquísima y los ojos azules de Diana, que parecían de otro mundo.

Aunque Dunstan podía lograr que hasta las palabras más ordinarias sonaran despiadadas, en ese momento guardó silencio. Diana se separó de él y se detuvo en el centro de la habitación; parecía una extraña en medio de tanta familiaridad. De pronto se volvió tan ajena, pensó Hubert, que si alguien le preguntara su nombre era probable que no lo recordara.

El grupo que rodeaba la cama comenzó a desbandarse. La pequeña Gerty se acercó a Elsa y la miró con seriedad.

—¿Puedo jugar con el peine ahora, Elsa?

Ella asintió. Gerty tenía apenas cinco años, pero usar el peine de carey era un viejo privilegio suyo. Antes de aprender a caminar, gateaba como un bulto regordete hacia la mesa para tomarlo. Con el peine en la mano, se sentaba en la alfombra gastada, como hacía ahora, y jugueteaba con él y con su cabello, sin prestar atención a sus hermanos ni a su madre mientras ésta les leía las enseñanzas de Jesús.

Hubert se alejó del costado de Elsa y se dirigió al lavamanos. La barra de jabón estaba sobre el plato de porcelana. Tocó la superficie aún pegajosa y levantó la mano para percibir el familiar olor a lavanda, como si fuera necesario examinar o hasta poner a prueba tanta familiaridad. En el borde de la tina blanca, adornada con dibujos de hojas puntiagudas y flores azul marino, había un triángulo irregular que se había roto hacía unos meses y que él había arreglado con pegamento a prueba de agua. Lo presionó con el dedo y el mosaico cedió con facilidad, como un diente a punto de caerse. Tendría que intentarlo de nuevo, quizá con un pegamento más fuerte, y esta vez habría tiempo suficiente para que se secara.

—¡Madre no está muerta! —Era la voz chillona de Diana. Se puso de pie, con los puños apretados, como un ángel guardián junto a la cabecera. Los niños la observaron—. Tiene frío, eso es todo. ¡Tiene frío! —La silla crujió tímidamente al ponerse Elsa de pie—. ¡No, Elsa! ¡Tiene frío! Hay que traer cobijas para calentarla. ¡Y un balde de agua caliente!

Elsa, desconcertada, echó un vistazo a la habitación sombría. Abrió la boca para decir algo, pero luego la cerró y apretó con tanta fuerza que la sangre se fue de sus labios. Los niños esperaban sus palabras, pero no encontró ninguna que pudiera contrarrestar la vehemencia de Diana.

—¡Tiene frío! —gritó Diana de nuevo. En respuesta recibió el sonido de los pies de Hubert, que corrió hacia el interruptor de la luz. Los deslumbró el fulgor repentino que iluminó el techo blanco y lúgubre sobre sus cabezas y que cernió sombras afiladas donde antes no las había—. ¡Ay, no! —Diana gritó de dolor.

Al igual que sus hermanos, Diana se dio vuelta en direc­ción a la cama y observó. Las suaves líneas del rostro de Madre se habían transformado en afilados cortes sobre la carne, y los ojos azules habían perdido su expresividad. La boca estaba entreabierta en el ocaso impreciso de una muerte de la que ya no quedaba ninguna duda. Diana se arrodilló y apoyó la cabeza sobre la cobija. Luego alzó las manos y se tapó los oídos.

Por un momento nadie habló. Y luego Dunstan intervino:

—Ahora lo ven, niños. —No hubo respuesta. Se dirigió a la mesilla de noche y levantó la Biblia negra que estaba junto al reloj—. Léenos, Elsa.

—Sí, léenos, léenos. —La petición hizo eco alrededor de la habitación.

Despacio, Elsa se sentó y estiró el brazo para tomar el libro. Dunstan dudó por un instante, pero luego se acercó y se lo entregó. De pie frente a Elsa, bajó la mirada para verla mientras ella sostenía el libro cerrado.

—Ábrelo —le dijo.

Elsa apartó la mirada.

—¿Qué les leo? —preguntó a los niños.

—Jesús —contestó Willy. Nadie más respondió.

—Anda, ábrelo ya —insistió Dunstan.

Elsa abrió el libro al azar y tropezó con una sección muy leída. Con la mirada fija en el libro comenzó a dar vuelta a las páginas hasta que Dunstan la tomó de la mano.

—Lee lo que dice ahí —pidió.

Elsa no respondió. Leyó en silencio por un momento, moviendo los labios a medida que avanzaba. Frunció el ceño. Luego acarició la página e inhaló profundo. Y entonces comenzó a leer:

¿Adónde se ha ido tu amado, tú, bella entre las bellas? ¿Hacia dónde se ha encaminado? ¡Iremos contigo a buscarlo! Mi amado ha bajado a su jardín, a los lechos de bálsamo, para retozar en los jardines y recoger azucenas. Yo soy de mi amado, y mi amado es…

Elsa se detuvo.

—Jiminee —dijo—, ¿dónde están las azaleas?

Jiminee se ruborizó y luego sonrió.

—Yo…

—¿Dónde están, Jiminee?

Jiminee se talló la cara con los huesudos pulgares para retirar las lágrimas que le corrían por las mejillas.

—Se… se me olv-v-vidaron —sonrió—. N-n-no… no fue mi intención —aclaró y volteó a ver a sus hermanos.

—Hoy es tu día, ¿no es verdad, Jiminee?

El pequeño guardó silencio. Estaba muy pálido.

—Ay, Jiminee, ¿cómo pudiste? —repuso Diana, aún arrodillada junto a la cama.

—Sí, ¿cómo pudiste? —añadió Dunstan con aspereza.

—N-n-no… no fue mi… mi intención… No lo f-f-fue.

—Es tu deber, ¿o no?

—Sí —respondió Jiminee mientras se le borraba la sonrisa del rostro.

—Fallaste y lo sabes, ¿verdad?

—En… en serio, n-n-no fue mi int-t-tención, Dun. No quería… Sólo se… se me olvidó.

¡Se te olvidó! —gritó Dunstan.

—A v-v-veces se me olvidan las c-c-osas, tú sabes que es así. Madre lo sabe, ¿verdad, Elsa? A Madre no le importa que se me olviden… N-n-no f-f-fue mi intención hacer nada malo. —Lloraba. Los niños lo observaban y no había dónde esconderse.

—Debe recibir un castigo —dijo Dunstan—. No puede ir por la vida olvidando las cosas. Debe aprender la lección. Debemos…

—Cállate, Dun.

—¿Qué?

—No digas qué, es una grosería —intervino Gerty, de cinco años.

—Dije que te calles —repitió Hubert.

—¿Tú me dices a mí que me calle? —preguntó Dunstan, dando tres pasos hacia Hubert.

Hubert esperó. A sus nueve años, era sólo uno menor que Dunstan, aunque seguía siendo más bajo que él. Pero era más robusto, y había algo en sus maneras que lo hacía parecer imperturbable.

—¡Enano! —gritó Dunstan mientras señalaba a Hubert con un dedo amenazante.

—Eres un abusón —respondió Hubert—, así que cállate. No te preocupes, Jiminee, podrás recogerlas después —dijo, alzando la voz.

—¡No te atrevas! ¡No te atrevas! ¡Eso no está bien! Tene­mos que castigarlo. Olvidó traer las azaleas para Madre y tiene que pagar por ello. Es un pecador, ¡eso es lo que es! ¡Y pagará por ello!

—Cállate —respondió Hubert.

—No me voy a callar. No te atrevas a mandarme callar —dijo con voz fuerte y afilada, y dio un paso al frente—. No te atrevas, bobalicón insolente. ¿No comprendes? Se le ol­vidó. Olvidó las azaleas para Madre. ¿Te das cuenta? Y tendrá que…

—A Madre no le importa ya, Dun. Ya no importa —dijo Hubert mientras meneaba la cabeza.

Dunstan bajó el brazo poco a poco. Comenzó a dar media vuelta. De repente se puso a temblar y a gritar.

—¡Pero a mí sí me importa! ¡Me importa! ¡A mí me importa! —Sus gritos atravesaron la habitación como flechas ciegas que buscaban la salida—. ¡A mí sí me importa! ¡Sí me importa!

—No hagas eso, Dun —dijo Hubert—. Por favor, no lo hagas.

La rabia de Dunstan se estaba convirtiendo en dolor. Se arrodilló, agachó la cabeza y rompió en llanto. Sus palabras se diluyeron en una letanía sin sentido que trataba de abrirse paso entre las lágrimas. Gerty y Willy también se habían puesto a llorar. Uno a uno habían ido rompiendo en llanto, salvo por Hubert y Elsa.

Y cada uno de esos llantos individuales se combinó con los demás hasta conformar un grave lamento general que inundó la brillante habitación y se derramó sobre la oscuridad al otro lado de la ventana, donde el jardín se sacudía tímidamente con el viento fresco de la noche primaveral.

—Lee, Elsa. Sigue leyendo —ordenó Hubert.

La niña bajó la mirada de nuevo y la posó en las páginas, donde encontró otro pasaje. Batalló un poco con el lenguaje arcaico:

¡Oh, si tú fueras como un hermano mío que mamó los pechos de mi madre! Entonces, hallándote fuera, te besaría, y no me menospreciarían. Yo te llevaría, te metería en casa de mi madre; tú me enseñarías, y yo te haría beber vino adobado del mosto de mis granadas…

Mientras leía, el llanto de los niños pareció apaciguarse. Y cuando mencionaba a la madre, los labios de sus hermanos dejaban escapar un pequeño suspiro.

¿Quién es ésta que sube del desierto, recostada sobre su amado? Debajo de un manzano te desperté; allí tuvo tu madre dolores, allí tuvo dolores la que te dio a luz. Las muchas aguas no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos. Si diese el hombre todos los bienes de su casa por este amor, de cierto lo menospreciarían.

Elsa dejó de leer y alzó la mirada. Observó las distintas actitudes de los niños que la escuchaban y la figura inmóvil sobre la cama, aunque sus pensamientos parecían hallarse muy lejos de ahí. Los niños se quedaron tranquilos y ninguno molestó a Elsa hasta que Hubert le retiró el libro del regazo y lo llevó a la mesilla de noche, su lugar. Mientras dejaba el libro sobre la tela bordada se dio cuenta de que el reloj estaba bocabajo. Lo tomó y se llevó la parte abollada de la caja a la oreja. Luego lo agitó, le dio la vuelta y lo abrió por la parte trasera. En el interior tenía grabadas las iniciales C. R. H. con una caligrafía casi indescifrable. Hubert trazó las letras con la uña del pulgar. Luego suspiró.

—El reloj de Madre se ha estropeado —dijo.

La observación sacó a Elsa de su ensimismamiento.

—Sí, lo sé —contestó con brusquedad—. Ahora vamos, niños: es hora del chocolate. —Se levantó y aplaudió para llamar la atención de sus hermanos.

—¡Chocolate! —gritó Gerty y se puso de pie. Alguien bos­tezó, y el barullo general se intensificó—. Elsa, ¿puedo quedarme con el peine? —Gerty se paró frente a Elsa y ladeó la cabeza.

—Por supuesto que no.

—¿Por qué?—Gerty defendió su causa.

—¿Cómo que por qué? —respondió Elsa con asombro e irritación. Los niños se detuvieron a escuchar su respuesta—. Porque lo digo yo, por eso.

—Pero Madre ya no necesitará el peine —dijo Gerty. Elsa inhaló profundo—. No lo va a necesitar, ¿o sí? —insistió la pequeña con el tono que usaba para pedir más de comer.

Hubert pensó que, apenas una hora antes, Gerty habría sido incapaz de insistir así, en contra de la voluntad de Elsa. Ninguno, ni siquiera Dunstan, había desafiado jamás la autoridad de la hermana mayor. Pero todo había cambiado ya, y Hubert supo de forma instintiva que a partir de entonces los niños se aprovecharían de cualquier debilidad que Elsa mostrara.

—No lo necesitará, ¿o sí? —repitió Gerty, cuyo rostro regordete desbordaba una enorme sonrisa.

—Sí —respondió Elsa con firmeza—. Sí, Madre necesita su peine. —Luego agregó con vehemencia—: ¡Madre nece­sita todo!

—Pero… —Gerty masculló con cara de puchero.

—¡Mamá lo necesita!

—Pero no ahora —Gerty apretó el peine contra el pecho.

—Ahora… —Elsa luchó con la palabra—, ahora nada es diferente. Las cosas son tal y como han sido hasta ahora. —Miró fijamente a cada uno de sus hermanos y su expresión se suavizó—. Todo es igual que antes. Lo… lo que pasó no quiere decir que… Eso no cambia nada. ¿Comprenden, niños? Nada ha cambiado —habló con el poder de la iluminación—. Todo será exactamente igual a como era… Todo.

Los niños permanecieron callados. Elsa estiró el brazo para alcanzar el peine. Gerty trató de retenerlo un instante; luego, despacio, cedió.

—¡Vamos! —interrumpió Dunstan de forma abrupta.

Comenzaron a salir de la habitación. Hubert se quedó inmóvil, mirando a Elsa.

El repiqueteo de las pisadas disminuyó cuando los niños llegaron al pasillo y atravesaron la puerta grande, para después bajar la escalera que conducía a la cocina del sótano.

Arriba, el ruido cesó. Hubert y Elsa se miraron el uno al otro sin permitir que sus ojos se desviaran hacia la cama, envueltos por el aire que corría entre la puerta abierta y la ventana, mientras la luz de la vela se mecía y tambaleaba en ebria reverencia.

—Vamos —dijo Elsa.

—Sí —Hubert apartó la mirada de la vela, y una multitud de parpadeantes dagas amarillas se disparó ante sus ojos—. Voy a apagar la luz.

—No, yo la apago. Te toca hacer el chocolate, ¿no?

—Sí.

—Pues entonces más vale que te apresures.

—¿Y qué hay de ti? —Cerró los ojos mientras hacía la pregunta, y las dagas bailaron con más furia.

—No tardo nada.

—Está bien. —Volvió a abrir los ojos—. Elsa…

—Dime.

—Elsa, ¿tú…? ¿Tú…? —Giró un poco la cabeza y miró fi­jamente el foco desnudo en el centro del techo.

—¿Yo qué?

La imagen solitaria de la luz refulgía.

—Nada —respondió.

La casa de nuestra madre

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