Читать книгу La casa de nuestra madre - Julian Gloag - Страница 19
X
ОглавлениеLA PUERTA DEL JARDÍN ESTABA CERRADA por dentro, a pesar de que Hubert había tenido cuidado de dejarla abierta cuando salieron a hacer las compras. Elsa y él se pararon en un lugar sombreado por los plátanos. Hacía mucho calor. Las copas de los árboles se mecían con indolencia por la ligera brisa y la brea del pavimento emitía oleadas de calor resplandecientes.
Se miraron en silencio. Hubert agarró la canasta de la compra por otro lado, pues tenía la palma pegajosa y marcada por las tiras de mimbre. Tendrían que rodear la cuadra para entrar por el frente.
Era una calle muy silenciosa. Las escuelas habían terminado clases el día anterior y casi todos los niños venían del otro lado de West Avenue. Pocos vivían en las casonas con terrazas que daban al parque, y quienes vivían en ellas asistían, en su mayoría, a internados. Durante el verano, muchos de ellos se iban a pasar las vacaciones junto al mar. De cualquier modo, bajo ninguna circunstancia se relacionarían con niños que asistían a escuelas del ayuntamiento.
Calles como Monmouth Terrace, Ipswich Terrace y Abergavenny tenían la típica apariencia desértica del verano. Hasta los perros echados a la sombra de las puertas de las casas pasaban prácticamente desapercibidos.
—¿Y luego? —dijo Elsa.
Hubert hizo una señal con la cabeza y emprendieron el camino. Le daba cierto gusto que no hubieran podido entrar por el jardín, y sabía que Elsa sentía lo mismo. De ese modo retrasaban un poco más tener que ver a la señora Stork. El temor constante de que la señorita Deke, la profesora, los descubriera se había esfumado con la llegada de las vacaciones. Pero la señora Stork, la vieja Storktola, reina del parloteo, seguía yendo todos los jueves. Cada vez que llegaba el día de la señora Stork, Elsa debía inventar una excusa para no ir a la escuela y quedarse cuidando a Willy, de modo que la señora Stork no lo sonsacara. Ahora que todos los hermanos estaban en casa, la señora Stork se empeñaría en sacarle la sopa a alguno de ellos. Era evidente que sospechaba algo.
Debieron deshacerse de ella hacía mucho. No debieron permitirle quedarse durante tanto tiempo. “Nunca dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”.
Hubert pisaba fuerte la franja sin pavimentar que flanqueaba la pared, y se formaban nubes de polvo alrededor de sus sandalias. No servía de nada pensar en lo que deberían haber hecho.
Dieron vuelta en la esquina de Ipswich Terrace. En esa calle no había árboles, salvo al final, junto al parque, donde todas las noches cuatro o cinco damas bien vestidas se reunían a conversar. Lo hacían incluso si llovía. Hubert había visto una vez sus rostros brillantes resguardándose de la lluvia con paraguas rojos y amarillos y púrpura, como carpas de feria. Ahora no estaban ahí; sólo había sol. Hubert se llevó la mano libre a la cabeza y se la pasó por el cabello. Estaba ardiendo.
La puerta delantera estaba cerrada, pero mientras cruzaban el sendero de entrada, se abrió de golpe y Gerty salió corriendo a recibirlos. Dos franjas de mugre le enmarcaban la nariz.
—¡Elsa! ¡Dun dice que Willy y yo ya no podemos salir!
Elsa frunció el ceño.
—¿A qué te refieres?
—Dice que ya no podemos salir al columpio…, al jardín. ¡Dile que no es justo! Sí podemos, ¿verdad, Elsie?
Elsa apretó el asa de la cesta con fuerza y se le dibujaron dos circulitos rojos en las mejillas, pero habló con serenidad.
—Tal vez lo dijo por algo en particular, Gert. ¿No te explicó por qué? Tal vez el columpio ya no es seguro.
—No, ¡no dijo por qué! Sólo dijo que no debíamos.
—Eres una mentirosa, Gerty Hook. —La voz de Dunstan cruzó el umbral de la puerta, y sólo la palidez de su rostro se percibía entre las sombras.
—¡Compórtate, Dunstan! —Elsa llevaba la barbilla en alto, luego de que las dudas de las semanas previas se hubieran esfumado.
Hubert se sintió repentinamente orgulloso de su hermana.
—Sigue, sigue —le murmuró.
—No toleraré que les digas a los peques lo que pueden hacer y lo que no.
Dunstan se quedó inmóvil en la puerta. En la opacidad del vestíbulo, sus palabras retumbaron con claridad y rigor.
—Dices que no lo tolerarás, pero no te das cuenta de ciertas cosas. No te das cuenta de que el jardín es un lugar de descanso… y no es apto para los gritos y las risitas tontas de Gerty. No te das cuenta de eso, ¿verdad, Elsa?
Elsa dio un paso al frente y entrecerró los ojos para distinguir mejor a su hermano entre las sombras.
—Ni una palabra más, Dunstan. Eres insolente y…
—Exacto. No soportas escuchar. Eres tú la que decide todo. A lo mejor te interesará saber que Diana está de acuerdo conmigo. ¡Úntale eso a tu pan y cómetelo!
Elsa temblaba de rabia.
—¡Me importa un comino lo que Diana piense! ¡Esto no es de su incumbencia! Si se decidió en la reunión familiar… Además, no puedes ir por ahí dando órdenes. ¿Quién te crees que…?
—¡Me vale! Siempre haces lo mismo. Supongo que no te importa lo que piense Madre, ¿verdad? —Por un instante su voz perdió el tono de reproche, pero luego lo retomó con más fuerza—. ¡Me vale que me tenga que importar!
Elsa desvió la mirada y le habló directamente a Gerty.
—Willy y tú pueden usar el columpio cuando quieran, Gerty.
Gerty empezó a esbozar una sonrisa. Miró a Hubert y, con delicadeza, se quitó su mano de encima del hombro. Con toda la calma de que alguien de cinco años es capaz, recorrió el sendero de la entrada y subió los escalones. Al pasar junto a Dunstan, lo miró directo a los ojos y le sacó la lengua, sin detenerse un segundo.
Dunstan se estiró y la tomó del brazo, la jaló hacia él y se acercó a ella con expresión intimidante.
—Escúchame bien, Gerty. Eres una mentirosa, y eso es pecado. Y los pecadores tienen que pagar por sus pecados. Si te subes una vez más al columpio, Dios te castigará. Te arrancará las entrañas, vas a ver, porque eres una pecadora.
Gerty forcejeó en silencio. Por un instante Hubert se quedó inmóvil, pero luego tiró el canasto al suelo y corrió hacia sus hermanos.
—¡Déjala en paz! —gritó.
Cuando Dunstan alzó la mirada, desconcertado, Gerty se liberó y se escabulló en la oscuridad del vestíbulo.
Hubert le dio un puñetazo en la cara a Dunstan, que se tambaleó hacia atrás. Sus pies se resbalaron en el tapete raído y cayó de espaldas. El golpe hizo que las gafas se le cayeran de la nariz y le quedaran colgando de una oreja. Confundido y a ciegas, pero sin titubear, Dunstan se apoyó en las manos para sentarse.
—Te lo merecías —le dijo Hubert, quien en ese momento se percató del dolor en el puño. Y se lo dijo más como pretexto que como justificación. De pronto su enojo también se escabulló. Se asomó hacia el vestíbulo, como si fuera a encontrarlo en la bandeja plateada que la señora Stork había olvidado pulir una vez más o en la helada jovialidad de los cazadores galopantes que colgaban de la pared. Dunstan se levantó despacio y, con torpeza, se puso de nuevo las gafas—. Te lo merecías —murmuró Hubert de nuevo.
Dunstan dio un paso al frente.
—¡Me tiraste los lentes! —exclamó fulminando a su hermano con la mirada. Hubert no se atrevió a verlo a los ojos; miró hacia arriba, hacia abajo y hacia los tablones del suelo, que aún conservaban las marcas brillantes que había dejado la bota del Sargento de Vuelo Millard—. Me tiraste los lentes —repitió Dunstan e hizo una pausa—, y nunca se me va a olvidar. —Se dio media vuelta y subió corriendo las escaleras.
Iba a la mitad cuando Hubert le gritó:
—¿Y qué hay de lo que tú le hiciste a Gerty? —¿Por qué sonaba tan poco convincente si tenía la razón? Dunstan ni siquiera volteó a verlo.
Hubert se quedó largo rato en la misma posición. Dunstan le había pegado a Gerty y él le había pegado a Dunstan. Era lo justo…, sí, era lo justo. Sin embargo, últimamente Dunstan encontraba la forma de hacer que lo justo y lo injusto parecieran algo irrelevante o hasta tonto.
—No debiste pegarle, Hu.
Hubert apenas volteó a ver a su hermana.
—Se lo merecía.
—Tal vez. Pero tenemos que ser un equipo, Hu. No debemos pelear entre nosotros.
—Pero lastimó a Gerty. Y nos cerró la puerta del jardín adrede, ¿no? —En ese momento se enfureció con su hermana.
Elsa suspiró. Se dirigió a la mesa del vestíbulo y tomó un sobre. Lo miró por encima y se lo guardó en el bolsillo del vestido.
—¿Una carta? —preguntó Hubert. Elsa asintió—. ¿No vas a abrirla?
—Ahora no. Hay que lidiar con la señora Stork. Ve a ver dónde está. Yo llevaré los cestos a la cocina. —Se estiró para tomar la campana de latón que estaba junto a la bandeja del correo. No hizo sonido alguno; desde que tenían uso de razón, aquella campana no tenía badajo.
—Elsie, ¿crees que sea cierto que Diana les dijo a los peques que no pueden usar el columpio?
Elsa agitó la campanilla.
—Claro. Sabes que Dunstan es incapaz de mentir. —La posó con delicadeza sobre la mesa y le sacudió ligeramente el polvo con la mano—. Más vale que vayas a ver dónde está la señora Stork.
Hubert se agachó para estirar el tapete.
—De acuerdo —contestó.