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VII

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TOMÓ EL EXTREMO TRASERO DEL COLUMPIO, lo alzó y lo soltó como péndulo. El columpio subió hasta que los pies de Willy rozaron las hojas del manzano. Cuando bajó, Hubert volvió a impulsarlo.

—Cinco —dijo Hubert al soltar el columpio.

—¡Más alto! ¡Más alto! —gritó Willy.

—¡Seis!

Gerty le jaló la camisa.

—Es mi turno, Hu. —Dio algunos saltitos a su lado.

Arriba y abajo. Diez veces cada uno, y luego debía regresar a seguir con los quehaceres de la casa.

Entre las hojas se filtraban rayos de sol que bailaban sobre el tupido jardín. Hacía falta cortar el césped primaveral, pero esa tarea no la realizaban sino hasta finales de mayo. Sin embargo, parecía que el verano se había adelantado. En el jardín contiguo, el señor Halbert estaba parado sobre una escalera de tijera, podando los arbustos. De cuando en cuando, se detenía y se quitaba una hoja imaginaria de la cabeza calva. Y era una cabeza extraordinaria, pues resplandecía de forma majestuosa bajo el sol. Hubert se preguntó si sería cierto que la señora Halbert se la pulía todas las noches con cera Mansión. Con razón el viejo Halby la cuidaba tanto. Se inclinó hacia el frente y recortó, gruñó e hizo una pausa para darse una palmada en la cabeza. Tijeretazo, gruñido, pausa, palmada.

Nadie había oído hablar al viejo Halby, salvo cuando les daba los buenos días de mal humor. Pero eso era por las mañanas, cuando los chicos salían rumbo a la escuela, y Halby se veía muy distinto a esa hora, con la cabeza calva protegida por un bombín. Madre siempre les decía que no debían hablar con extraños, salvo que alguien se los presentara. Tal vez Halby opinaba lo mismo.

—Es mi turno, Hu —insistió Gerty.

—¡Ocho! —anunció Hubert—. Todavía faltan dos, Gert.

El jardín de los Halbert estaba pulcro y cuidado, a diferen­cia del de ellos. Tenía rosales bien podados y el césped recortado en bucles y círculos, con una pequeña pérgola de madera en una esquina e incontables setos ornamentales por doquier. Halby incluso tenía un rociador que emitía un zumbido constante mientras giraba sin parar. A veces, en verano, Hubert subía a su habitación por las tardes para mirar desde la ventana a los Halbert tomando el té en el jardín. El señor Halbert leía el periódico mientras la señora Halbert tejía. Casi no hablaban. Era un auténtico desperdicio que tuvieran un jardín tan hermoso y no hicieran en él más que leer y tejer.

Leer y tejer. Tejer y leer. Arriba y abajo.

—¡Diez! —anunció Hubert.

—¡Es mi turno! ¡Mi turno!

—Está bien, Gerty. —Mientras Willy bajaba del columpio, Hubert tomó a Gerty por las axilas para subirla al asiento.

—Puedo llegar más alto que Willy porque soy mayor, ¿verdad, Hu?

—Llegarás tan alto como un papalote, Gert. —Hubert alzó el asiento y la soltó—. Cuidado con los ladrillos, Willy —gritó.

Los ladrillos estaban apilados torpemente en la orilla de lo que Madre les había prometido que sería un auténtico jardín inglés desnivelado, pero que ahora no era más que un gran agujero cuadrado en medio del césped. Durante el invierno, el señor Stork había ido todos los jueves a cavar. A principios de marzo plantó semillas de pasto y pronto empezaría a recubrir las orillas con ladrillos, unos ladrillos amarillentos y viejos que consiguió en algún lugar incierto por unos cuantos peniques. A ninguno de los niños le agradaba el señor Stork; tampoco la señora Stork, que iba a hacer la limpieza. Los apodaban “los viejos Storktolos”, porque tanto la señora Stork como su esposo —a quien ella llamaba “mi tigre”— se la pasaban parloteando como cotorras y, sobre todo, les encantaba hacer montones de preguntas. Lo único bueno que tenían, según Madre, era que no cobraban mucho. “Pero yo sé más de pilotear aviones que Stork de jardinería.”

Cotorreo y parloteo. Parloteo y cotorreo. Arriba y abajo.

—Seis —dijo Hubert y empujó a su hermana con fuerza.

Por un instante cerró los ojos y sintió la calidez que lo rodeaba, anunciando la llegada del verano. Percibió la ligera fragancia de los lirios que florecían en el valle. Abrió los ojos y miró las filas ordenadas de azucenas tendidas en la sombra que proyectaba la casa. Sólo ellas no eran una desgracia para el jardín de los Halbert. De forma automática alzó la mirada hacia la ventana de la recámara de Madre, y luego hacia la del cuarto que compartían Dunstan y él. En ese preciso instante, un rostro blanco desapareció de la ventana. Pensó que debía de ser Dunstan y sintió un escalofrío repentino. Había ocurrido otras veces que se encontraba absorto, por lo regular haciendo algo en su taller, y al dar la media vuelta se topaba con Dunstan observándolo. “Sólo mirando”, contestaba Dunstan si le preguntaba qué estaba haciendo, aunque otras veces decía: “Los gatos pueden ver al rey”.

—Diez. Se acabó, Gert. —Detuvo el columpio.

—¿No puedo columpiarme sola, Hu?

—Bueno, está bien, pero no te vayas a caer.

Alzó la mirada al cielo y parpadeó para sacudirse el mareo del movimiento pendular. Había tres o cuatro nubes blancas y esponjosas acercándose. Suspiró. No quería entrar y dejar atrás el jardín, el sol, el columpio. En la casa debía de hacer frío. Pero había muchas cosas por hacer…, y después de ce­nar, la reunión.

Willy estaba construyendo una torrecita de ladrillos. Con gran concentración iba por ellos y los colocaba, después de examinarlos para asegurarse de que no estuvieran quebrados o rotos. Por un brevísimo instante, Hubert sintió deseos de ser como Willy. Luego descartó la idea, pero mientras se dirigía a la puerta trasera de la casa se preguntó si algún día tendrían su jardín desnivelado. Ese pensamiento era como una manita que oprimía su interior.

En el jardín contiguo, el viejo Halby seguía dando tijeretazos.

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