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III

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HUBERT REVOLVIÓ EL AGUA Y LA LECHE en la olla grande. El silencio de los niños sentados ante la mesa a sus espaldas sólo lo interrumpía el roce del cucharón contra las paredes de la olla. Poco a poco, los grumos de polvo de cacao se fueron disolviendo, dejando tras de sí estelas color marrón. Hubert cuidó que, al hervir, la leche no se derramara por la orilla.

Sus hermanos esperaron en silencio. Ninguna desgracia ni culpa previa había podido silenciarlos de esa manera. Aun cuando Madre guardaba cama, ellos conversaban y reían como de costumbre.

Y Madre había podido bajar a cenar los domingos, hasta que de pronto…, Hubert no consiguió re­cordar la última vez que había estado con ellos, apa­ciguándolos, jorobándolos, observándolos. Y riendo… porque Madre tenía una risa peculiar. Y todos comían, incluso Madre, hasta estar llenos como costales. Y ella les preguntaba:

—¿Queda rastro alguno de apetito? —y luego decía una plegaria con el tono de voz que reservaba para Jesús. Después se ponía de pie, se limpiaba las manos en el delantal y afirmaba—: ¡Listo!

El chocolate caliente empezó a hervir, así que Hubert lo quitó de la estufa y lo virtió en la primera de las tazas alineadas sobre el escurridor. “¡Listo!” De pronto la mano le empezó a temblar y un chorrito de chocolate goteó por la base de la olla. Hubert inhaló profundo y se mordió el labio con fuerza. Miró la cicatriz que tenía en el índice derecho. “¡Sé un hombrecito!”, le dijo su madre cuando aquella cicatriz era una herida que dejaba entrever el destello blanco del hueso.

—¡Sé un hombrecito! —masculló entre dientes. No había dejado de verter el chocolate. Llenó la última taza con mano firme. Luego llevó la olla al fregadero y la llenó de agua fría.

—¡Está listo! —anunció.

Elsa se puso de pie para ayudarlo, y entre los dos repartieron las tazas. Los niños les agradecieron en voz baja.

—Gracias, Hu.

—Gracias.

—Gracias, Elsa.

—Gracias.

Mantenían la mirada baja. Sólo Gerty tuvo la audacia de darle un sorbo.

—Más azúcar —pidió mientras Hubert y Elsa tomaban asiento. Ambos la miraron, sin responder. Tenía un bigote blanco alrededor de los labios—. Bueno —agregó—, es que no está lo suficientemente dulce.

—Silencio, que falta la plegaria.

—Sí, la plegaria —dijo Elsa. Echaron las sillas hacia atrás y se pusieron de pie, cabizbajos. Hubert clavó la mirada en la mesa. En la superficie de su chocolate comenzaba a formarse una nata. Con delicadeza le sopló y vio cómo se arrugaba—. Señor —arrancó Elsa—, te damos gracias por estos dones…

—¡Escuchen! —la interrumpió Jiminee.

—¿Pero qué te…?

—¿Qué es…?

—¡Escuchen!

—Alguien está tocando la puerta.

Todos escucharon hasta que el sonido se repitió. Hubert se dirigió a la puerta abatible de la cocina y la abrió. El sonido era inconfundible. Quizá paraba unos diez segundos para luego reiniciar. Toc, toc, toc.

—¿Quién podría ser? —murmuró Gerty.

—Tal vez sea la señora Stork —dijo Diana.

—La señora Stork no haría ese alboroto —intervino Elsa—. Además, no le toca venir en viernes.

Jiminee esbozó una sonrisa pícara.

—Recuerdo que v-v-vino un viernes, v-v-vino a…

—¿Por qué no puedes recordar las cosas importantes por una vez en la vida? —preguntó Dunstan con una furia repentina, proveniente de la tenebrosidad de sus fantasías macabras.

Por lo regular no viene en viernes, Jiminee. Además —agregó Elsa—, ¿por qué vendría la señora Stork a estas ho­ras de la noche?

—A lo mejor es el repartidor.

—A lo mejor se ir-irán si no abrimos—dijo Jiminee.

—A ver —intervino Hubert—, sea quien sea tenemos que ir a ver.

—Por supuesto —dijo Dunstan.

Todos voltearon a ver a Elsa.

—Está bien —dijo—. Voy yo.

—Creo que debería ir un hombre —señaló Gerty de repente, con voz arrogante.

—A nadie le importa lo que tú creas —contestó Dunstan, furioso—. No eres más que una niña tonta. —Nadie le respondió. El silencio se quebró con otro arranque de golpes a la puerta: toc, toc, toc. Desde la puerta, Hubert notó que Dunstan palidecía y le temblaba el labio al caer en cuenta de que era su responsabilidad por ser “el mayor” de los varones. Poco a poco, la discreta fuerza de las opiniones infantiles se asentó sobre sus hombros—. A nadie le importa lo que creas —repitió, casi titubeante.

¡Toc, toc! ¡Toc, toc!, tocaron a la puerta.

—¿P-p-por q-q-qué no vas, Dun? —preguntó Jiminee.

—Porque le da miedo —contestó Gerty—. Eso creo yo.

Dunstan apretó los puños encima de la mesa refregada y meneó la cabeza gacha y tensa.

—Claro que no —susurró.

—Bueno, entonces, ¿por qué no…? —empezó a decir Gerty, pero Hubert la interrumpió.

—Iré yo —dijo—. De cualquier forma, estoy más cerca. —Salió al pasillo y la puerta abatible se agitó a su paso. Por un instante se quedó quieto, atento al silbido de la puerta. Una vez que ésta se detuvo, Hubert siguió andando por el pasillo y subió los escalones que llevaban al vestíbulo principal.

En la puerta había un hombre robusto; traía un uniforme azul claro y un gorro bien puesto en la cabeza, cuya visera le tapaba los ojos.

—¡Pero bueno! ¡Ya era hora! Eres más lento que un sepulturero viejo y bruto —dijo entre risas.

—Hoy no, muchas gracias —respondió Hubert y empezó a ce­rrar la puerta.

—Espera, espera —intervino el hombre—. Ni siquiera me preguntaste a qué vine.

—Bueno, ¿a qué viene?

—A ver a Vi.

—¿A Vi?

—Sí, a Vi. La señora de la casa. —Cruzó el umbral de un paso—. Imagino que será tu madre, amiguito.

—Me temo que no está en casa.

—¡Ja! ¿Cómo que no está? Pero este es el número 38, ¿no?

—Sí, pero me temo que no es la casa que busca.

—En eso tienes razón. No es la casa lo que busco —dijo y volvió a reírse—. Sólo dile a Vi que la busca el Sargento de Vuelo Millard. Apuesto a que para el Sargento de Vuelo Millard siempre está en casa.

—No…

—Mira, llevo un tiempo lejos, ¿sabes? ¡Y en Adén… ca­rajo! —Se asomó al vestíbulo y sonrió—. Lo recuerdo muy bien. Nunca olvidaría algo tan bueno. Es mi primer permiso en un año y vine directo aquí.

—Creo que no conocemos a nadie llamado Miller.

—¡Millard! No Miller, Millard. —El Sargento de Vuelo Millard se puso tenso, pero luego se relajó—. Bueno, quizá no recuerde mi nombre, pero dile que… dile que trate de re­cordar…, veamos…, la noche del 18 de enero del año pasado. —Soltó una risotada—. Memoria de fichero. Así se llama, amiguito. Presiono un botón, saco un archivo y ahí tengo la respuesta. ¡Bum! Así nomás. —El Sargento de Vuelo Millard de pronto avanzó medio metro de un brinco y azotó la palma de la mano sobre la mesita de la entrada—. ¡Así nomás!

Hubert permaneció quieto.

—Madre no está en casa.

—No me vengas con eso, amiguito —dijo el hombre en voz baja—. No me vengas con eso. Eso dicen todas… “No quiero volverte a ver.” Pero no hay que hacerles caso, ¿sabes? Hay una sola cosa que debes saber sobre las mujeres, niño, y te lo digo desde el fondo de mi corazón: siempre dicen lo contrario a lo que en realidad quieren decir. —Miró a Hubert fijamente a los ojos—. Así que no me hagas perder el tiempo y ve a buscarla, ¿de acuerdo?

—Lo siento mucho, pero Madre no está en casa.

—A ver, amiguito. No vengo con malas intenciones. Si tu mamá no está en casa, pues no está en casa y ya. Pero no se atrevería a dejar a un crío de tu edad solito, ¿o sí?

—Pero es que no está. En serio.

El Sargento de Vuelo Millard se acercó más a Hubert.

—No me vengas con eso, hijo. Soy un hombre paciente. Sólo entra y dile que estoy aquí.

Hubert reculó ante la amenaza implícita en la voz del desconocido.

—Creo que debería irse, si no le molesta.

El Sargento de Vuelo alzó la mano de golpe.

—Ándale, niño, ve, ve —dijo y bajó la mano un poco—. No tienes papá, ¿verdad? Tu papá no está en casa, ¿o sí?

—No tenemos…, digo…

El hombre lo tomó de los hombros.

—¿Es eso? ¿Tu papá está en casa?

Hubert intentó zafarse, pero el hombre lo sostuvo con fuerza y lo sacudió. Hubert percibió el olor a cerveza en su aliento.

—Sí. Eso es.

—Pequeño demonio, ¿por qué no lo dijiste desde el principio? —Soltó al niño de forma abrupta—. Vengo desde Victoria, ¿eh? —Se asomó de nuevo al vestíbulo—. Qué idiotez —murmuró. El reloj del vestíbulo marcaba las nueve y media—. Bueno, al menos sigue estando abierto. —Se dirigió hacia la puerta y se detuvo un instante para mirar a Hubert. La luz de la lámpara encima de la puerta iluminaba el piso recién pulido sobre el que estaba, de modo que su figura robusta parecía estar parada a la orilla de un mar de oro—. Qué idiotez… —repitió Millard lentamente—. Bueno, le dejaré un recuerdito mío, para que no me olvide. —Dio un paso al frente, alzó una de sus pesadas botas y la azotó con toda su fuerza sobre los tablones del suelo.

Hubert escuchó las pisadas que se alejaban por el sendero frontal y luego el chasquido de la verja. Después de eso, silencio. Fue hacia la puerta y se arrodilló para mirar el suelo. El casquillo de las botas había dejado hendiduras profundas en la madera lisa. Hubert acarició los agujeros, como un rastreador que examina las marcas del enemigo que ha pasado por ahí antes. De pronto recordó el reloj de Madre y las iniciales grabadas con delicadeza: C. R. H. Al pasar los dedos por las mordidas del casquillo en el suelo, le pareció que el diseño regular, al igual que las iniciales alambicadas del reloj, estaba grabado en algún código y que era indispensable descifrar su mensaje secreto para que todo volviera a ser claro y pulcro. Sintió una tranquilidad inesperada al agacharse junto a los tablones heridos, como si reafirmaran la vacuidad de la casa.

Luego se puso de pie. Al parecer había pasado mucho tiempo desde que salió de la cocina. Apagó la luz del pórtico y le cerró la puerta a la noche primaveral del exterior. Hacía rato que era hora de irse a la cama.

La casa de nuestra madre

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