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VI

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ELLA SE LEVANTÓ ANTES QUE ÉL y estaba parada junto a la ventana cuando él entró. Se saludaron mutuamente en silencio. Ella ya había limpiado. Madre yacía horizontal en la cama; tenía la cabeza cubierta por la sábana y ya no le caía el brazo por un costado. Un rayo amarillo del sol matutino rozaba el muro sobre la cama. Hubert desvió la mirada. El aroma de la mañana veraniega inundaba la habitación.

—¿Entonces? —preguntó al fin.

—Estaba esperando a que llegaras. Encontré la llave del escritorio. —La mostró sobre la palma de su mano.

—¿Dónde la encontraste?

Elsa sacudió la cabeza.

—Iré a abrir el escritorio.

—Pero… Elsa… —titubeó; nadie había visto jamás el interior de ese escritorio.

—Pero, ¿qué?

—¿No sería mejor esperar…? O sea, ¿crees que debamos?

Elsa volteó hacia el escritorio y metió la llave en la cerradura.

—¿Por qué no? Tenemos que saberlo, ¿no crees?

—Sí, pero… Creo que deberíamos dejárselo a… a quien…

—¿A quien qué, Hu?

—A quien le digamos… lo de Madre.

Elsa apretó los labios.

—No le diremos a nadie lo de Madre.

Hubert se quedó boquiabierto. Miró a su alrededor. Ninguno de ellos se atrevía a discutir con Elsa cuando ponía esa cara. Hubert miró entonces la silueta blanca sobre la cama y no tuvo más remedio que recomponerse.

—Debemos decirle al médico. Eso es lo que uno debe hacer cuando alguien muere. Debemos hablarle al médico.

—El médico —repitió Elsa en tono burlón, pero seguía sin girar la llave—. ¿Cuál médico?

—No sé. —Hubert frunció el ceño—. No, sí sé. El que está en la esquina de la calle principal, con el anuncio de latón. “Dr. Joshua Meadows”, dice. Eso significa que es médico, ¿no? A él le diremos.

—¿Crees que Madre querría que se lo dijéramos a un médico?

—Eh… —Hubert sabía que la respuesta era “no”. A la mente le vinieron frases que había escuchado con excesiva frecuencia: “Eso de los médicos… si no puedes mantenerte vivo sin toda esa basura sin sentido, más vale que te mueras”.

—Tenemos que decírselo a alguien, Elsa. ¿Qué hay del funeral?

—No habrá ningún funeral, Hubert.

—Pero debería haberlo. Debería…

Elsa inhaló profundo.

—No habrá ningún funeral y no se lo vamos a decir a ningún médico de pacotilla. Nadie lo sabrá, salvo nosotros.

—Pero no podemos mantenerlo en secreto —susurró Hubert.

—Claro que sí. Ya lo tengo resuelto. Lo hicimos durante todo el tiempo que Madre estuvo enferma, ¿no? Así que igual nos las arreglaremos. ¿O eres un hombre de poca fe, Hu?

Hubert bajó la mirada. Despacio, con la punta del zapato trazó el diseño desvanecido de la alfombra.

—No —contestó—. Claro que tengo fe. —Por unos instantes se quedó completamente absorto en los arabescos de la alfombra. Luego se enderezó y miró a su hermana a los ojos—. Está bien. Ábrelo.

Elsa giró la llave y abrió la tapa del escritorio. Ambos miraron la estructura de cajones y huecos rectangulares.

—Ahí está el cuaderno de ahorros —dijo Hubert.

Elsa asintió; metió la mano en una de las casillas y lo sacó. Pasó las páginas hasta llegar a la última entrada.

—Saldo —leyó—: cuatrocientas treinta y tres libras, seis chelines y tres peniques.

—Es un montón de dinero —dijo Hubert.

—No, no lo es —contestó Elsa—. No durará mucho. Sólo es un ahorro. Dinero para los imprevistos. Yo ya sabía que es­taba ahí. Lo vi cuando Madre me envió a sacar dinero de la oficina postal.

—Y…, ¿este no es un imprevisto, Elsie?

Ella guardó silencio y sólo se inclinó sobre el escritorio para tomar un atado de papeles. Les quitó la liga que los mantenía unidos, cogió el de hasta arriba y lo puso sobre el escritorio para que ambos pudieran leerlo.

—Señora Violet E. Hook, número 38 de Ipswich Terrace —leyó Elsa en voz alta—. Adjunto, usted encontrará un cheque por cuarenta y un libras, trece chelines y cuatro pe­niques, con motivo de la pensión que maneja con nosotros, correspondiente al mes de abril.

—¿Qué significa eso? —preguntó Hubert.

—Bueno, significa que cada mes Madre recibe este dinero.

—¿Qué es un cheque?

—Es un papelito…, pero en realidad es dinero. Le pones tu nombre atrás y lo llevas al banco rojo de la calle Marlowe, y ahí te dan el dinero. Dinero de verdad. El mes pasado, y el antepasado también, Madre me mandó a hacerlo. Así que ya sé cómo se hace.

—Ya veo —contestó Hubert. En realidad no entendía. Para él, cuarenta y un libras era muchísimo dinero además. Nunca había visto tanto dinero junto. Era muy distinto a las sumas que hacían en la escuela. Esto era auténtico. Pensó en la cantidad que recibían sus hermanos y él cada semana: Dunstan y él, un chelín; Elsa, dos chelines; Diana, un chelín y seis peniques; Jiminee, nueve peniques, y Gerty y Willy, seis peniques cada uno. La suma de todo eso no era siquiera una libra…, ¡y ahora tenían cuarenta y una!—. ¡Somos ricos! —exclamó.

Elsa levantó la mirada de la pila de cartas atadas con un cordón que acababa de sacar.

—No, claro que no. No somos ricos. Somos pobres. Eso dijo Madre. Por eso vamos a la escuela del ayuntamiento. Madre decía que en realidad no deberíamos estudiar ahí y que a su padre no le hubiera gustado. Eso decía. Pero tenemos que hacerlo porque somos pobres. No somos ricos. No empieces a hacerte ideas, Hubert. —Volteó el montón de cartas que tenía en la mano—. Mira esto.

Hubert se asomó por encima del hombro de su hermana. Se alcanzaba a ver una parte de la carta de hasta arriba. Hubert empezó a leer:

—…los dejaremos de a seis. Por ahora nos echamos porras y nos preparamos para correr. Hacia delante, claro está. Aquí las muchachas se tapan por completo con unos paños marrón que les cubren hasta el reloj y no permiten distinguir una sola parte de su cuerpo. Con razón nunca hay chicos por aquí. Me desanima, pero no tienes que preocuparte por tu siempre fiel… —La letra era grande, clara y fácil de leer. Elsa empezó a sacar la hoja del atado, pero luego titubeó.

—Tal vez no deberíamos seguir leyendo.

—Eso —dijo Hubert—. Es algo privado, ¿no?

Elsa miró el montón de cartas.

—Sí, debe de ser privado. Como sea, no tiene mucho sentido. —Con un dedo dobló la carta que sobresalía para mirar el reverso. Sólo se alcanzaba a ver el encabezado del lado derecho, que tenía anotado lo siguiente: 89216 C/S Hook C. R.

—¿Hook? —dijo Hubert—. Debe ser pariente de Madre.

Sin contestar, Elsa volvió a meter la carta bajo el listón y guardó el atado en el hueco correspondiente.

—Espera un segundito, Elsie —dijo Hubert—. Déjame ver eso de nuevo.

—Es algo privado, Hu. Tú mismo lo dijiste.

—Pero… podría ser importante. Hook, C/S… Yo sé lo que es. Cabo Segundo. Y C. R. son iniciales. C. R. Hook. C. R. H. ¡Eso es! —exclamó, casi sin aliento—, eso es lo que dice el reloj, Elsie. ¡Es lo que dice el reloj!

—¿Cuál reloj?

—Pues el reloj de Madre, ¿cuál otro? No me digas que nunca lo has visto. —Corrió a la mesa de noche y volvió con el reloj—. Mira. —Le mostró la inscripción en la caja del reloj.

Ella lo miró, sorprendida.

—¿Cómo sabías eso, Hu?

—No te fijas mucho en las cosas, ¿verdad, Elsie?

Claro que me fijo en las cosas. ¿Cómo te atreves a decir eso? Me fijé en el cuaderno de ahorros, ¿no?, y en las cartas y los cheques, y, sobre todo, en ese cheque. Me fijé en eso, ¿o no? —dijo con voz desafiante, casi enfurecida.

Hubert cayó en cuenta de que no era miedo lo que sentía. Era algo extraño, algo que de alguna forma siempre había asociado con Jiminee. Titubeó, asombrado, pero luego dijo:

—Claro que sí, Elsa. No me refería a eso… Claro que te fijas en las cosas.

—¡Bien! —exclamó Elsa, quien seguía erguida en actitud de superioridad moral.

—Pero, ¿no es obvio? C. R. H… Debe de ser pariente de Madre…, de nosotros. Debe ser el hermano de Madre.

—Madre no tenía hermanos.

—Bueno, pues un tío… o un primo. Eso significa que tenemos un familiar, Elsa. ¿No lo ves?

—Ay, no hagas tanto alboroto, Hu —señaló Elsa con cierto desdén—. No es un tío ni un primo ni nada por el estilo. Si de verdad quieres saber quién es…, ¡es el esposo de Madre!

—¡El esposo! —susurró Hubert. Se quedó sumamente quieto, con la cabeza ligeramente ladeada—. Esposo —repitió. Alzó la mirada y se asomó al jardín, donde la suave brisa mecía las copas de los manzanos—. Entonces, Elsie…, eso significa que… ¡tenemos un padre! —Lo inundó una oleada de emoción que le burbujeó en el pecho hasta salirle por las orejas—. ¡Un padre! ¡Un padre! ¡Tenemos a alguien, Elsie! ¡Tenemos un padre!

Elsa lo interrumpió de forma abrupta.

—No, claro que no. No tenemos a nadie.

Hubert se quedó helado.

—O sea que… ¿también murió?

Elsa apretó los labios.

—¡Ojalá!

—¿Qué significa eso?

—Pues eso. Eso decía Madre. Me lo contó cuando estaba enferma. No quería tener nada que ver con él. Nunca vino a verla. Siempre huía. Madre decía que era hierba mala. Que no era un caballero.

—Pero es nuestro papá… ¡Seguro querrá vernos ahora! Seguramente nos quiere, ¿no? ¿No, Elsie?

—No tiene caso, Hubert. Madre decía que él nunca había amado a nadie que no fuera Charlie Hook. Ni siquiera nos conoce. ¿Cómo podría querernos?

—Pero tiene que. Tiene que.

—¡Hubert! Estás construyendo castillos en el aire. No nos quiere ni quiere vernos. Eso es todo. Sabía que no debía decírtelo. Creí que tú eras el más realista de todos —dijo Elsa. Hubert caminó despacio hacia la silla de mimbre junto al escritorio y se sentó. Bajó la mirada y se tapó la cara con las manos. Después de un rato, Elsa lo abrazó y apoyó la me­jilla en la cabeza de su hermano—. No llores, Hu —le susurró. Él se apretó los puños contra los ojos—. Te quiero, Hu. No llores. Nos tenemos el uno al otro. Los unos a los otros.

Poco a poco fue suavizándose esa cosa rígida que tenía en la garganta, como si se estuviera atragantando con diamantes. Bajó las manos y abrió los ojos, y esperó a que las estrellitas parpadeantes se fueran apagando.

—Estoy bien —dijo finalmente. Se puso de pie, aún con el brazo de Elsa sobre el hombro—. Sigamos.

Empezaron a revisar trozos de papel, en su mayoría recibos, que estaban apretujados en los cajones, entre trozos de listón, sujetapapeles y estampillas viejas. Las únicas cartas que encontraron eran de vendedores. Un montoncito, atado con el mismo cuidado que las cartas de Charlie Hook, estaba etiquetado como “Sermones de Padre” y contenía medias páginas amarillentas cubiertas con una caligrafía tan pequeña que era indescifrable. El hueco del centro estaba vacío, salvo por un sobre alargado en el que Madre simplemente había escrito “Mi testamento”. Elsa lo volteó. No estaba sellado.

—Esto está bien, ¿verdad? —preguntó.

—Sí, creo que sí —asintió Hubert.

En el jardín, una paloma arrullaba.

Sacó la única hoja de papel que contenía el sobre y empezó a leerla.

—Escucha —le dijo a su hermano—. “Testamento y última voluntad. Yo, Violet Edna Hook, con residencia en el número 38 de Ipswich Terrace, en mi sano juicio dispongo por medio de la presente que todos los muebles y los contenidos de la casa, el dinero en mi cuenta de ahorros postal y todos mis efectos personales se los heredo a mis queridos hijos, Elsa Rosemary, Diana Amelia, Dunstan Charles, Hubert George, James McFee, Gertrude Harriet y William John Winston, para que se los dividan por partes iguales, como ellos consideren. Les dejo también mi bendición, con la confianza de que se querrán y, al no tenerse más que los unos a los otros, encontrarán consuelo y exhortaciones continuas en las palabras y los hechos de Nuestro Padre Celestial. A mi esposo, Charles Robert Hook, quisiera de todo corazón legarle el perdón que rezo que algún día merezca y el amor que él nunca ocupó sino como un puñal que me enterró en el corazón; a pesar de todo, siempre lo apreciaré. Violet Edna Hook.”

Las cortinas se mecieron despacio y la brisa estremeció la orilla de la sábana blanca que colgaba de la cama. En lo alto del muro, la franja de luz solar se había movido muy poco. “Violet Edna Hook”, pensó Hubert. Parecía alguien diferente a Madre. Caminó a la cama y miró la silueta oculta. De pronto visualizó la daga larga y afilada que perforaba la carne de Madre y la sangre carmesí que salpicaba y manchaba la sábana blanca. Luego desvió la mirada y, tras inclinarse, metió con cuidado la orilla de la sábana bajo el colchón.

—Elsa, ¿cómo puede el amor ser una daga?

Elsa alisó el testamento con las manos.

—No sé —frunció el ceño—. Eres muy extraño, Hu.

—Me pregunto por qué Madre nunca nos dijo que teníamos un padre —dijo él.

—Sí nos lo dijo…, aquí —le dio unos golpecitos al testamento—. Y también me lo dijo a mí. Y yo ya te lo dije: en realidad no tenemos padre. No debe importarte, Hu. Madre dijo que no habría hecho ninguna diferencia. No te importa, ¿verdad? A mí no. Le prometí a Madre que no me importaría.

Hubert habló despacio.

—Debió de ser una bestia.

—Sí —contestó su hermana con entusiasmo—. Así es. Es una bestia.

—¿No crees que…? ¿No crees que debamos decirle lo de Madre?

—¡Por supuesto que no!

—¿Los demás lo saben, Elsie? ¿Dinah sabe?

—No. Sólo tú y yo —contestó. Arriba se oyeron los gritos de uno de los niños. Hubert pensó que no tardarían en levantarse todos—. No dirás nada, ¿verdad, Hu? —preguntó su hermana, ansiosa.

Él negó con la cabeza.

—Noooo —dijo, pero no sonaba convencido.

—Por favor, Hu. Tú estás de mi lado, ¿verdad? Por favor no digas nada. ¡Te lo ruego!

Hubert observó la cara pálida y un tanto alargada de su hermana y percibió la franqueza en su mirada y su boca. Elsa, la más fuerte de todos, le estaba suplicando a él. Aquello que llevaba toda la mañana sintiendo se agudizó, ese inmenso vacío, como si algo que siempre hubiera estado ahí —tal vez su corazón— se le hubiera salido y dejado un boquete.

—Está bien —contestó—. No diré nada.

—¿Me lo prometes?

—Te lo juro por mi alma. —Alzó la mano e hizo la señal de la cruz sobre su pecho vacío.

Elsa asintió, satisfecha. Luego guardó el testamento en el hueco correspondiente y cerró el escritorio.

—Tendremos que reunirnos después de cenar…, todos nosotros.

—¿Por qué?

—Para tomar decisiones. Hay muchas cosas que decidir.

—Bueno…, ¿y por qué no lo hacemos en el desayuno?

Elsa lo miró fijamente, de nuevo con su peculiar expresión autoritaria y tajante.

—Porque tenemos quehaceres. Yo debo hacer la compra e ir por el dinero a la oficina postal y… Uy, hay millones de cosas por hacer.

—Y yo debo limpiar el salón y el comedor.

—Así es. Entonces nos reuniremos después de cenar.

—No podemos dejar de hacer las cosas sólo porque…, digo, tenemos que seguir haciéndolas, ¿verdad?

—Así es. Debemos seguir adelante.

Mientras Elsa hablaba, ambos escucharon un ruidito que provenía de la puerta. Era alguien girando la perilla desde fuera. Después de un ligero rechinido, giró, volvió a su lugar y luego volvió a girar.

—¿Quién será? —susurró Hubert.

De pronto escucharon un chasquido y la puerta se abrió hacia dentro. Willy entró dando tumbos.

—¡Willy! —dijo Elsa.

El pequeño le sonrió, pero luego se puso serio.

—Tienen que irse —dijo, y señaló a Elsa y luego a Hubert—. Elsa y Hubert tienen que irse. Quiero hablar a solas con Mawi.

Hubert dio un paso al frente.

—No se puede, Willy. Ya casi es hora de desayunar. Ba­jemos a hacer el desayuno —dijo e intentó tomar la mano de su hermano.

Willy reculó hacia la cama.

—Mawi siempre habla conmigo antes del desayuno. Ustedes váyanse.

—No se puede, Willy. —Hubert se le acercó rápidamente y lo tomó entre sus brazos.

—¡Suéltame! —El pequeño forcejeó con desesperación—. ¡Mawi —gritó—, dile a Hu que me suelte!

—Madre no puede oírte, Willy. —Cargó a su hermano. Willy pataleó tan fuerte como pudo mientras le lanzaba puñetazos a Hubert.

—¡Mawi! ¡Mawi! —gritó—. ¡Me llevan, Mawi!

Elsa corrió hacia ellos y le agarró los brazos.

—Basta, Willy. ¡Basta ya! —exclamó Elsa, y Hubert sintió que el pequeño se tensaba entre sus brazos. Willy miró fijamente a Elsa. Estaba lívido. Inhaló profundo y contuvo la respiración sin quitarle la mirada de encima a su hermana—. Mejor —dijo, soltándole los brazos—. Llévalo abajo, Hu.

Cuando Hubert empezó a avanzar, Willy gritó con todo el aire que tenía en los pulmones.

—¡Mawi! —gimoteó, y su grito desconsolado inundó la casa con tal intensidad que los niños del piso de arriba se quedaron paralizados y luego bajaron corriendo las escaleras.

—Llévalo abajo, Hu —insistió Elsa.

—¡Mawi! —gritó de nuevo. Hubert lo abrazó con más fuerza para sacarlo de la habitación. Los demás niños estaban en el pasillo, con los ojos bien abiertos mientras los veían pasar—. ¡Mawi! ¡Mawi!

En el piso inferior, el lamento se repitió de forma interminable, y Hubert sintió que hacía eco en su interior con la fuerza de mil voces. No era sólo el llanto de Willy, sino también el suyo, y el de Elsa, y el del resto de sus hermanos y hermanas, que los miraban con rostro pálido desde lo alto de las escaleras.

Hubert pensó que daría lo que fuera con tal de que su hermanito dejara de llorar.

La casa de nuestra madre

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