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I

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MADRE MURIÓ A LAS CINCO CINCUENTA Y OCHO. Lo último que hizo fue estirar el brazo para alcanzar el reloj dorado en la mesilla de noche. Aprisionado sin fuerza entre sus dedos huesudos, el reloj cayó de golpe, y en ese instante cesó su ritmo suave y quedó marcado el minuto preciso, el testimonio de un crimen.

Es posible que Madre viviera unos minutos más, pero no había forma de que se lo hiciera saber a sus hijos. Desde hacía ya varias semanas, era incapaz de musitar más que un par de susurros, y la cuerda bordada de la campana que colgaba sobre su cama llevaba tiempo desconectada del badajo en la cocina.

—No soporto las campanas —había dicho Madre hacía muchos años, cuando alquiló el número 38 de Ipswich Terrace—. Suficiente tengo ya con los domingos y los funerales.

Aun si la campana hubiera servido, estaba demasiado débil para tirar de ella. Su energía antaño inextinguible se había marchitado: no podía siquiera levantar una cuchara sin ayuda de Elsa.

Y Elsa, que había encontrado a Madre dormida al asomarse a su habitación tras volver de la escuela, no se atrevía a perturbar su hora de descanso. Sin embargo, al ser la mayor y, por ende, la responsable de asumir tanto su propia ansiedad como la de sus hermanos, se obligaba a volver a la habitación a menudo para escuchar si Madre despertaba. Pero no oía nada. Había muchos ruidos en la casa: el sonido de platos que chocaban entre sí en la cocina, donde Diana y Jiminee lavaban la vajilla; el gorjeo de la risa de Willy en el cuarto de juegos y la voz de Gerty diciendo “Ya me toca, Willy”; la eterna tos de Dunstan, sentado en la “biblioteca” entre volúmenes de sermones forrados en piel; un súbito estallido de martillazos proveniente de la recámara de Hubert. Elsa los tenía presentes de forma inconsciente (si alguno se hubiera detenido por mucho tiempo, habría ido a investigar), aunque no los escuchara en realidad.

La espera terminó cuando el reloj de abajo marcó las seis y media. Elsa abrió la puerta y entró. La habitación olía igual que siempre: a las viejas cortinas y a las luces nocturnas, al jabón de lavanda, al polvo que se levantaba entre los tablones pulidos del piso y a la cera abrillantadora que venía en unas latas rojas y doradas que una señora les vendía tres veces al año. Madre también olía igual. “Olor a Madre”: el suave perfume que despedía el enorme frasco del tocador.

La cabeza de Madre estaba girada hacia Elsa, con los ojos entreabiertos. Tenía el brazo izquierdo extendido, el codo recargado en el borde de la cama y la mano abierta en señal de recibir. Acariciadas por la brisa nocturna que entraba por la ventana abierta, las puntas que anudaban el turbante en su cabeza ondeaban con el aire como banderolas disparejas.

Elsa atravesó la habitación y se detuvo sobre el tapete de yute junto a la cama. Rodeó la fría muñeca con su mano por un instante. Luego se agachó y recogió el reloj. Estaba muy frío. Lo calentó entre las manos mientras le daba cuerda una y otra vez. La luz de la vela se estremeció y luego volvió a aquietarse. Había que acortar el pabilo.

Afuera, los estorninos trinaban antes de retirarse al cobijo de la noche. Desde el melancólico jardín de altas paredes llegaba el perfume de los lirios del valle que crecían fuertes al otro lado de la ventana. Era un mayo cálido, casi veraniego. El tiempo de los lirios había comenzado antes de tiempo y en breve llegaría a su fin.

Elsa levantó el rostro ligeramente. Escuchó el murmullo de los niños que, al otro lado de la puerta, esperaban a que los llamaran para entrar. Sólo ella sabía de la muerte de su madre, así como sólo ella se había dado cuenta en las últimas semanas de que Madre estaba muriendo poco a poco. Madre también lo sabía, desde luego, pero era un secreto entre ellas que ninguna se atrevía a compartir. Madre no era partidaria de mortificarse por asuntos desagradables.

De pronto Elsa dijo en voz alta:

—Tengo trece años. Tengo trece años —repitió, como para impugnar la creciente sombra de la habitación, tiniebla que aumentaba por culpa de la llamita de la veladora nocturna. Miró el reloj que sostenía en la mano: cinco cincuenta y ocho, decía. Sabía que esa no era la hora. Lo colocó de nuevo en la mesilla de noche, donde pertenecía.

Se dio la vuelta y atravesó la habitación hasta llegar al tocador; tomó el soporte que sostenía la peluca de Madre y lo puso en la mesa en medio de la recámara. Fue a buscar el peine de carey, guardado en el primer cajón junto con los pañuelos de hombre ligeramente perfumados que Madre solía usar. Luego se sentó en el borde de la silla de mimbre y comenzó a peinar la peluca.

Introdujo el peine con firmeza entre los rizos castaños, los estiró hasta alisarlos y observó cómo recobraban su forma. Desde que Madre se había debilitado tanto que no podía moverse, para Elsa se había convertido en la labor de cada noche. Siempre había sabido que Madre usaba peluca, y el resto de los niños lo sabía también: Elsa se lo explicó tan pronto tuvieron edad suficiente para saberlo. Incluso Willy, el más pequeño, lo sabía. No obstante, el tema sólo se había mencionado dos veces en presencia de Madre; la última, cuando Madre dijo:

—Estoy muy cansada esta noche, hija. Por favor, Elsa, cepíllame el cabello y sé una niña buena.

La ocasión anterior había sido dos años antes, cuando Jiminee tenía cinco. Ocurrió a la hora de la merienda, en un momento en el que Jiminee de pronto volteó a ver a Madre y le dijo: “Hola, pelucona”. Se produjo un profundo silencio mientras Madre observaba a Jiminee sonrojarse al otro lado de la mesa. De repente Madre echó a reír a carcajadas. No dijo nada, sólo se rio. Y todos comenzaron a reír y a mecerse en sus sillas y a sacudir la mesa hasta que las tazas de té chocaron entre sí. Sólo Jiminee permaneció indiferente; estático, ruborizado y parpadeante, con una sonrisa que se dibujaba y se apagaba con el mismo ritmo que una serie de luces navideñas. Cuando cesaron las risotadas, volvieron todos a tomar el té y el incidente no fue mencionado de nuevo, aunque durante varios días Jiminee inspiró un gran respeto entre sus hermanos.

Mientras peinaba la peluca, Elsa sintió en su estómago el recuerdo de aquella cálida risa y tuvo ganas de llorar. Dejó quietas las manos y bajó la cabeza. “Elsa nunca llora.” Luchó contra esa sofocante sensación en la garganta y cerró los ojos con fuerza. Por fin brotaron dos lágrimas que le cayeron por la nariz. Se secaron casi al instante. La habitación estaba prácticamente a oscuras y la figura tendida en la cama no era más que un pálido reflejo. Cepillar le resultaba reconfortante.

De repente la luz de la vela titiló con fuerza y estuvo a punto de apagarse. Atemorizada y en silencio, Elsa levantó la mirada: alguien estaba de pie en el umbral de la puerta.

—¿Quién es? —preguntó—. ¿Dun?

—No, soy yo: Hubert.

Elsa se relajó un poco.

—¿Qué ocurre, Hu?

—Ya pasan de las siete, Elsa.

La llama de la vela se agitó débilmente.

—Entra. Y cierra la puerta.

Cuando la luz recuperó su brillo y Hubert se acercó, Elsa volteó el rostro para que su hermano no notara que había estado llorando.

—¿Madre sigue dormida? —preguntó el chico, aún entre susurros.

Elsa se inclinó para dejar el peine en la mesa. En medio de aquel silencio, el chirrido de la silla de mimbre al moverse los asustó a ambos, y el peine cayó al suelo con un chasquido agudo. Hubert se puso de rodillas para recogerlo y entregár­selo a Elsa. Ella lo miró de frente al recibirlo; ya no le importaba que Hubert viera sus lágrimas.

—Has estado…

—¡Sí! —respondió ella.

—¿Qué pasa, Elsa? —Ya se había puesto de pie y miraba hacia la cama.

—No, Hu: quédate donde estás.

—Es Madre, ¿verdad?

—Sí —respondió—. Ella… Ya acabó todo.

—Pero no es posible que…

—Se acabó, Hu. Ya sé. Yo sé que… no tiene ningún caso hacerse falsas esperanzas.

Hubert frunció el ceño de forma tan parecida a como lo hacía Dunstan, que Elsa se vio obligada a contener el aliento en medio de aquella habitación a media luz. Él levantó la mano y se quitó el cabello que le caía sobre la frente. En la ca­lle principal, a lo lejos, un autobús aceleró y el ruido del tráfico se hizo de pronto insoportablemente intenso, para enseguida desvanecerse como el pulso de un corazón agotado.

—¿Qué vamos a hacer, Elsa?

—No lo sé. Es decir, tengo que pensarlo. Debo tener un plan.

—Tenemos que pensar en algo.

—¿Acaso no siempre se me ocurre algo?

Hubert no respondió. Del pasillo detrás de la puerta llegó un estallido de tos. Elsa se quedó de piedra.

—Dunstan.

—Son todos —dijo Hubert—. Debes decírselo.

—No esta noche. Les diré mañana.

—Tienes que decírselo a todos. No tiene ningún sentido que lo pospongas, Elsa —Hubert habló en voz baja.

—No me digas lo que tengo que hacer. ¡Que no se te olvide que soy la mayor! —exclamó. El niño de nueve años la miró y asintió. Elsa respiró hondo y se puso de pie. La silla de mim­bre volvió a chirriar—. Está bien. Me lavaré la cara, y mientras tú ve a buscarlos.

Se acercó al lavamanos y metió los dedos en el agua helada de la jarra.

—Será mejor que encienda la luz —dijo Hubert. Ya no susurraba.

—No, Hu, déjala así.

Se estiró para tomar la toalla de Madre, pero titubeó y volteó a ver a Hubert. Rápidamente, bajó la cara y se secó el rostro con la falda. Regresó a la silla y volvió a sentarse. Se dio unas palmaditas en la nuca, se alisó la falda húmeda sobre las rodillas y cruzó los brazos sobre el regazo.

—De acuerdo —dijo—. Estoy lista.

La casa de nuestra madre

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