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IV

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—¿QUIÉN ERA, HU? —PREGUNTÓ ELSA.

Antes de contestar, Hubert ocupó su lugar en la mesa y tomó su taza de chocolate, que para entonces estaba helada. De pronto se sintió exhausto.

—Un hombre —dijo—. Lo mandé a volar.

—¿Qué quería?

—Lo mandé a volar. —Le estaba costando mucho trabajo mantener los ojos abiertos, a pesar de la pregunta que le retumbaba en la mente. Se obligó a abrir los ojos y mirar alre­dedor. Todos estaban bastante adormilados y tenían poco interés en la identidad del visitante desconocido. Ni siquiera Elsa intentó ahondar en ello.

—¿Por qué no calientas tu chocolate, Hu? Seguro ya se enfrió.

Él meneó la cabeza.

—Da igual. De cualquier forma, ya no lo quiero. —Había ocurrido algo, pero ninguno de sus hermanos parecía darse cuenta. “No sirve de nada quedarse ahí sentados”… Las palabras parecían salidas de los labios de Madre, pero dirigidas sólo a la mente de Hu. Debían hacer algo, tomar alguna decisión—. Hay que llevar a arreglar el reloj de Madre. —Los chiquillos lo miraron, desconcertados—. Dije que hay que llevar a arreglar el reloj de Madre. —Eso era. Eso era lo que debían hacer. Era tan obvio que por eso lo anunciaba en voz tan alta y desafiante.

—¿Por qué, Hubert? —preguntó Elsa.

—Porque es lo que hay que hacer.

—Pero, ¿por qué?

—Tengo sueño —murmuró Gerty.

—¿Por qué no lo arreglas tú? —dijo Dunstan.

Hubert frunció el ceño.

—No sé si pueda. Pero podría llevarlo con el relojero. Él se hará cargo.

—No entiendo por qué es necesario arreglarlo —insistió Dunstan.

—Explícanos, Hu —intervino Elsa.

—Porque…, ¿no lo ven? —Recordó las incontables ocasiones en que se había llevado el reloj a la oreja para escucharlo y las ocasiones en que lo había mirado fijamente con la intención de no perderse el movimiento del minutero. Ahora estaba solo en la mesa de noche de Madre, roto, marcando la misma hora por siempre…, diciendo una mentira. No era correcto—. Porque dijiste que todo seguiría igual, Elsie. Eso dijiste. ¿Cómo podría ser igual si el reloj de Madre está descompuesto?

—No seas bobo, Hu, no me refería a eso —contestó Elsa.

—Pero, Elsie…, todo debe seguir adelante. ¿No lo ves? Tenemos que…

Diana se puso de pie para interrumpirlo.

—Se debe quedar como está, Hubert —declaró y alzó la cara, de modo que la cabellera rubia le cayó hacia atrás—. Es lo que Madre querría. —No lo miró a los ojos, ni a él ni a nadie más, pero sus palabras fueron contundentes, a pesar de su gentileza.

De pronto Hubert se sintió indefenso.

—Pero, Dinah…

—Además —agregó Dunstan—, si quieres saber qué hora es, puedes ver el reloj de la entrada o el de la cocina.

—A ver, chicos, es hora de ir a dormir. —Elsa se puso de pie y los demás siguieron su ejemplo. Sólo Hubert permaneció sentado. Miró el reloj colgado arriba del fregadero. Era eléctrico. Y el delgado segundero rojo recorría de forma imparable la esfera del reloj. Giraba de forma tan fluida y constante que a veces daban ganas de que fuera más rápido o más lento, o de que simplemente se detuviera. Pero Hubert pensó que no era como el reloj de Madre. A aquel segundero… no le importaba nada; simplemente seguía adelante.

—¡Hubert!

Bajó la mirada.

—Dime.

—¿Ayudas a Jiminee a lavar los platos? Dinah y yo arroparemos a los peques.

—No soy peque —intervino Willy con voz somnolienta.

—Está bien —dijo Hubert—. Está bien. Lo haré.

Jiminee ya estaba juntando las tazas.

—Pi-pi-pido lavar —dijo.

Hubert echó la silla hacia atrás.

—Yo seco entonces.

—Ah, y, por favor, Hubert —dijo Elsa desde la puerta—, no olvides apagar las luces cuando subas.

Hubert asintió.

—De acuerdo.

Tomó la toalla del perchero y se paró junto al fregadero a mirar cómo la boquilla del grifo escupía agua. Y no pudo evi­tar pensar que Elsa tampoco entendía nada, en realidad.

La casa de nuestra madre

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