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V

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JIMINEE LO SIGUIÓ POR LAS ESCALERAS.

—¿Cómo era ese ho-ho-hombre, Hu? —le preguntó.

Hubert hizo una pausa en el rellano frente a la biblioteca y se asomó al pasillo.

—Un hombre cualquiera —dijo.

—¿Q-q-qué tipo de hombre?

De repente Hubert no quiso seguir subiendo las escaleras que llevaban al cuarto de Madre.

—Mira, era un tipo alto, con bigote.

—¿Como el otro hombre?

—¿Cuál otro hombre? —Hubert caminó hacia los interruptores de la esquina para apagar la luz del vestíbulo.

—El otro hombre que vino.

—¿De qué hablas? ¿Cuándo?

Jiminee sonrió.

—N-n-no me acuerdo cuándo. El otro d-d-día. También era de noche y…

—¿Y qué? —preguntó Hubert.

—Y… Madre abrió la puerta. Y lo m-m-mandó a volar…

—No recuerdo que viniera ningún hombre. Creo que lo alucinaste.

La sonrisa de Jiminee se desdibujó, pero luego regresó con más fuerza.

—Pero la oí, Hu. Le dijo: “V-v-vete y no v-v-vuelvas jamás”. La oí.

El cansancio de Hubert se esfumó.

—¿Cuándo?

—Ya t-t-te dije. No me acuerdo, Hu.

—Trata de recordarlo, Jiminee.

—No p-p-puedo…, ya sabes que no p-p-puedo. —La voz le temblaba.

Hubert apagó la luz del rellano intermedio, de modo que sólo la luz del rellano superior los iluminaba.

—¿Cómo pudiste escuchar algo así, Jiminee? Debías estar en la cama.

—No sé, Hu. Pero l-l-lo oí.

—¿Estabas caminando dormido de nuevo?

—Supongo.

El tictac del reloj del vestíbulo parecía retumbar con más fuerza en la oscuridad. Hubert sabía que no tenía caso hacerle más preguntas a Jiminee; sólo lo alteraría y empezaría a mentir. Nunca servía de nada preguntarle cosas a Jiminee.

—Perdón por decir que alucinaste, Jiminee.

—Está bien.

Jiminee no tenía malicia alguna. Hubert suspiró.

—Supongo que debemos subir —dijo, pero no quería moverse. Por un momento deseó compartir habitación con Jiminee y no con Dunstan, a pesar de que hablaba dormido y caminaba sonámbulo por la habitación.

—¿Hu?

—Dime.

—¿No te da miedo la oscuridad, Hu?

—No, no mucho.

—N-n-no, a mí tampoco. Me gusta —dijo Jiminee, y Hubert pensó que era cierto, pues su hermano jamás prendía las luces si debía subir a buscar algo. Era casi como si él también pudiera ver en la oscuridad—. Pero a Dinah sí —continuó—. Siempre le da miedo l-l-la oscuridad.

—Ya sé. Pobrecita Dinah.

—Sí, pobrecita. Qué pena. Hay m-m-mucha oscuridad, ¿verdad, Hu?

Hubert tomó a su hermano del brazo.

—Vamos a dormir ya.

La escalera de roble era lo suficientemente ancha como para que subieran tres chiquillos tomados de los brazos. Al llegar al rellano principal se hacía más angosta, y los escalones que llevaban al piso superior eran más altos; ahí estaban las habitaciones de los niños. El rellano principal llevaba a la recámara de Madre, al estudio de Hubert y al cuarto vacío donde había un piano vertical. Ninguno de los dos miró hacia la recámara de Madre, y siguieron hacia el rellano superior. Hubert se apresuró, como si no fuera Jiminee quien venía atrás de él, sino una ominosa criatura silenciosa, proveniente de la oscuridad.

—¿Por qué corres, Hu? —le preguntó Jiminee al llegar a la cima de la escalera.

Hubert se detuvo bajo la lámpara del rellano, y la presencia de sus hermanos en sus respectivas habitaciones le infundió cierto alivio.

—No corrí —contestó—. Pero ya es hora de dormir. Tenemos muchas cosas que hacer mañana.

—B-b-buenas noches, pues.

—Buenas noches, Jiminee.

Al entrar a la habitación que compartía con Dunstan, el pretexto que le dio a Jiminee para subir corriendo —eso de que “tenemos muchas cosas que hacer mañana”— le cayó sobre los hombros con la misma fuerza opresora que había sentido en la cocina. ¿Qué iban a hacer?

La luz de la luna iluminaba la habitación, y Hubert notó que había un trozo de papel sobre su almohada. Lo abrió. La luna era tan luminosa que le permitió leerlo sin problemas. La nota decía: “Te veo en el cuarto de Madre a las siete. Elsa”.

Tras desvestirse y meterse a la cama, intentó tranquilizarse pensando que al día siguiente decidirían lo que se debía hacer. Elsa era buena para tomar decisiones. Se llevó la mano a la cara y, justo antes de conciliar el sueño, percibió en sus dedos el aroma a lavanda del jabón de Madre.

La casa de nuestra madre

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