Читать книгу Nirliit - Juliana Léveillé-Trudel - Страница 14
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ОглавлениеEl viaje hasta tu tierra es largo, Eva. Salluit, en el paralelo sesenta y dos, mucho más allá de donde desaparecen los árboles; Salluit, ovillado al pie de las montañas; Salluit, el fiordo en el nacimiento de la espalda. Y a solo dieciséis kilómetros, el gran estrecho de Hudson, que quizá te conduzca hasta el océano Ártico, quién sabe.
Solo se puede llegar por aire, y como las ocas, nirliit, emprendo una y otra vez el viaje del sur al norte y del norte al sur, cada vez que vuelve el verano, cada vez que el verano toca a su fin. El avión hace una primera escala en La Grande Rivière, a tres horas de vuelo al noroeste de Dorval. La belleza rugosa y sobrecogedora del paisaje aparece cuando el Dash-8 inicia el descenso y sale de las nubes para sobrevolar el gigantesco embalse Robert-Bourassa, aguas oscuras hasta el infinito, enmarcadas por prietas hileras de píceas. El minúsculo aeropuerto de La Grande recibe la habitual fauna nórdica. Geólogos enviados por el Ministerio de Recursos Naturales. Enfermeras. Trabajadores sociales. Yo. No sé muy bien en qué categoría incluirme. Desconocidos que nunca se dirigirían la palabra en la ciudad entablan animadas conversaciones, ríen a carcajadas. Blancos. Qallunaat. Los inuit no hablan. A nosotros no. Nosotros tampoco hablamos. Los blancos a un lado, los inuit al otro. Por blancos también me refiero a los negros: en estas latitudes todo el que no es inuit pasa a ser blanco. Seguro que a Martin Luther King le hubiera hecho mucha gracia.
Segunda escala: Puvirnituq, «Hedor a carne podrida». Rebautizo todas las películas y canciones que se me ocurren: Hedor a carne podrida, mi amor, Siempre nos quedará Hedor a carne podrida, El último tango en Hedor a carne podrida, Medianoche en Hedor a carne podrida, Hedor a carne podrida, Hedor a carne podrida… Puvirnituq el patito feo, Puvirnituq el Bronx del norte, Puvirnituq las sonrisas y los suspiros cómplices. Piouvi, PUV. No tiene nada de una postal, es cierto, nada que ver con Kangiqsujuaq o Salluit, las reinas de la belleza nórdicas. Nada de espléndidas montañas ni de vertiginosos acantilados, solo una llanura abrupta quebrada aquí y allá por una leve colina. Un pozo de miseria ideal para fomentar una delincuencia floreciente y alzarse año tras año con el premio a la comunidad más violenta de Nunavik. Nada que incite a demorarse, y sin embargo no queda otro remedio. Puvirnituq es una chica del montón con unos ojazos que solo descubres si te fijas bien en su cara. Hay que ver el río, cuyo curso serpentea soberbio por la tundra antes de desaguar en la bahía de Hudson, en el extremo oeste del pueblo. La desembocadura es sin duda el lugar más hermoso en varios kilómetros, pero hay que mantener los ojos fijos en el agua, sobre todo evitar mirar a un lado, o nos toparemos con el otro río, el de los residuos, el vertedero municipal, que exhibe sus maravillas de metal y plástico como si quisiera competir con las de la naturaleza. Yo no puedo evitar pasear la mirada de un río a otro, incapaz de despegarla del retrato implacable de lo que le hemos hecho al país.
Salluit, al final del viaje. Solo los gansos van más al norte. En el aeropuerto espero tu rostro en vano. Me gustaría oír tu voz ronca pronunciando el ansiado Welcome back, esas dos palabras que por lo general bastan para convencerme de que he hecho bien en volver. Tuggasugit Salluni: «Bienvenida a Salluit». Me enseñaste a decirlo el año pasado, me enseñaste a decir un montón de cosas en ese idioma tuyo de una poesía áspera, me repetiste las palabras con paciencia. Una niña, soy como una niña a la que le cuesta articular las sílabas de esa lengua desconcertante llena de cus, kas y jotas. Alentaste amablemente mis laboriosos esfuerzos, y con cada palabra que lograba asimilar, una sonrisa resplandeciente te iluminaba la cara, aliana: «Estoy contenta».
En el fondo nos comprendemos muy poco, es lo que tiene la barrera de la lengua. Los blancos se desesperan con vuestro inglés limitado y vuestro francés casi inexistente, pero ¿quién de nosotros se atreve con vuestro idioma? ¿Quién puede hablaros en el de Agaguk?* ¿Quién se molesta en trastabillar con las cus, kas y jotas para comprenderos y hablar la lengua de la tundra? ¿Quién? ¿Cómo vamos a reprocharle a nadie que no domine nuestra lengua cuando no sabemos decir nada en la suya? Esa lengua cada vez más entreverada de inglés; esa lengua que no ha seguido el ritmo de los avances tecnológicos, que no sabe decir computer; esa lengua en la que malamente se entienden jóvenes y ancianos; esa lengua a la que han conquistado Justin Bieber y Rihanna y que se derrite casi a la misma velocidad que el permafrost.
No estás entre el gentío que se agolpa junto a la valla de la pista de aterrizaje. Tres días de niebla, tres días sin avión, tres días aislados del mundo. No estás, y sin embargo llueven los Welcome back por todas partes. Salgo del avión como un juguete de un paquete de cereales, y cinco segundos después los niños se me entierran en el abdomen y me abrazan como pequeñas boas constrictor. Qué gusto estar en casa.
* Protagonista de la popular novela sobre los inuits, Agaguk, del escritor quebequés Yves Thériault, publicada por primera vez en 1958 y cuya acción transcurre en las regiones polares de Quebec.