Читать книгу Nirliit - Juliana Léveillé-Trudel - Страница 23

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A veces nos sentimos bien y protegidos porque estamos solos y tranquilos a orillas de un fiordo precioso, porque estamos lejos del bullicio de las grandes ciudades, porque cuando subes a la cima de cualquiera de las montañas de los alrededores puedes abarcar todo el pueblo con la mirada, recorrer mentalmente el camino desde el fondo de la bahía hasta el estrecho, ver el cielo estallar en mil colores cuando el sol empieza a ponerse detrás de los acantilados. Una belleza que golpea como un puñetazo en el estómago; solo la tundra produce ese efecto, ese paisaje completamente desmesurado y abrumador, solo en los confines del mundo sin apenas nadie para admirarlo.

A veces se nos olvida todo lo demás, estamos completamente acaparados por el viento del norte, escuchamos las noticias de la ciudad, que nunca hablan de nosotros, que ocurren en otros lugares, lejos, en otro país, y nos importan tanto como nosotros a la gente de esos lugares. Cuando la niebla cubre las casas y pasan días sin que aterrice un solo avión, el resto del mundo no existe, únicamente nosotros, aquí, solos. Pero a veces también el norte y el resto del mundo están sintonizados en una misma frecuencia. A veces todo está conectado, de una punta a otra de este inmenso país. Para la mayoría de los blancos, el norte forma parte de nuestro ADN, como una traza lejana en la sangre, en nuestra sangre, por la que también corre la de los pueblos originarios, acordaos de vuestras tataratatarabuelas, jovencitos. Vivimos dispersos por este vasto continente, en ciudades y pueblos cuyos bonitos nombres hacen soñar a los europeos, bonitos nombres que nos apresuramos a traducir porque nos sentimos muy orgullosos de saber que «Quebec» significa «donde el río se estrecha» en algonquino, que «Canadá» significa «pueblo» en iroqués o que «Tadoussac» procede del innu y se traduce por «mamas». Tenemos bonitas palabras en el diccionario, como «tobogán», «kayak» y «caribú». Hubo un tiempo en que descendientes de generaciones de campesinos oían la llamada del bosque y corrían a reunirse con los «salvajes», un tiempo en el que estábamos íntimamente unidos. Por desgracia, tenemos mala memoria. Ya no nos acordamos de nada, y en las ciudades, donde el hormigón oculta el cielo, gente ocupada camina sin mirarse por las carreteras que han partido el bosque y de cuando en cuando posan la vista en «ellos». Ellos, esos desechos borrachos como una cuba que no son más que la sombra de los orgullosos cazadores que fueron; ellos, cuyos formidables talentos ya no tienen utilidad alguna en esta modernidad nuestra tan agotadora; ellos, exterminados hasta la médula por una de las mierdas que, al parecer, conlleva por fuerza la civilización. Ellos, como una enfermedad vergonzosa, como un malestar agudo en el bordillo de la acera, como un niño-problema que cubre de oprobio a sus padres. Han abandonado la reserva o el pueblo para acabar de una forma u otra en el cemento de Montreal, Winnipeg o Vancouver y afianzar a los ajetreados ciudadanos en la visión que tienen de ellos: unos borrachines, unos vagos, unos irresponsables.

Aterrizan de improviso en el campo de visión de Charline, secretaria, cincuenta y cuatro años de prejuicios bien cuidados como el seto de cedro que se alza delante de su casa de Sainte-Julie; cincuenta y cuatro años de tintes baratos, de cabinas de bronceado y telenovelas; cincuenta y cuatro años en todo su esplendor de contribuyente indignada que los ve como un ataque a sus estrechas convicciones.

«Son más feos que pegarle a un padre, ¿verdad?».

Y tú, Charline, gordita, ¿qué tal todo?

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