Читать книгу Nirliit - Juliana Léveillé-Trudel - Страница 21
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ОглавлениеRaglan Money Day, Navidad en julio. El acontecimiento más esperado del año, el día R, el día en que Glencore restituye a los habitantes de la comunidad una parte de los beneficios obtenidos con la explotación de la mina Raglan, situada en el territorio de Salluit. El dinero corre a raudales por todas partes, ríos de dólares surcan la tundra, por aquí, damas y caballeros, los hay a patadas, todo el mundo recibirá su valioso cheque. Todo el mundo, sí, todo el mundo, desde los recién nacidos hasta los ancianos; las mujeres y los niños primero. Un frenesí demencial se apodera del pueblo, lobos que se disputan la carcasa fresca de un caribú.
Lauren, la manitobana extenuada que se encuentra al frente de la Northern Store, teme ese día fatídico con semanas de antelación. Lauren, diez años de vida en el norte grabados en cada una de las arrugas de su cara, Lauren, la misionera del comercio, sacrificada como tantos otros en el altar de la Northwest Company. Lauren me cuenta cómo era el pueblo antes, antes de que llegaran los generosos cheques sellados con el emblema de Glencore, cuando por las calles de Salluit circulaban a lo sumo diez coches: el de la Northern, el de la Coop, el del hotel, el de Air Inuit, el de la policía, el del colegio y el del ayuntamiento. Lauren me habla de un lugar donde existían las drogas y el alcohol pero no se consumían tanto, donde la violencia no estallaba con tanta frecuencia, donde la gente se sentía en cierto modo orgullosa de su trabajo. Laurent es de Manitoba, no conoce al cantautor Félix Leclerc, al que traduzco para ella: «La mejor manera de matar a un hombre es pagarle por no hacer nada».
Lauren me dirige una sonrisa triste y asiente con la cabeza antes de seguir preparándose para la guerra. Esta noche el pueblo al completo tomará por asalto su territorio, se agolpará delante de su ventanilla para cambiar el cheque tan ansiado por dinero contante y sonante, fajos de billetes que acariciarán con cariño y amontonarán en un cuarto de la casa. Hundirán las manos en ellos locos de contento, los lanzarán al aire y, si tienen suerte, se quedarán fritos encima borrachos como una cuba; no se verán con ánimos de ponerse al volante de su flamante coche deportivo y de empotrarlo contra un poste de teléfono o de llegar a las manos con algún miembro de su familia. Esta noche y durante varios días, Salluit jugará a los forajidos como si fuera el Far West hasta que todo el tesoro haya desaparecido igual que los bancos de hielo del Ártico. No llevará mucho tiempo, Lauren lo sabe, uno puede fundirse miles de dólares en un abrir y cerrar de ojos, y en menos de una semana, los cupones para alimentos expedidos por el gobierno regional de Kativik circularán otra vez por la tienda, cuando dos días antes se compraban televisores y ordenadores por docenas.
Me pregunto si Isakie volverá este año. Isakie de Ivujivik, el pueblo vecino, que sin embargo no tiene derecho al maná minero. El año pasado mandaron a Isakie a Salluit para el fin de semana del Raglan Money Day. Isakie no tiene nada de particular, salvo que conduce los camiones de la limpieza en Ivujivik. Un trabajo esencial en cada una de las catorce comunidades de Nunavik, donde algunos camiones deben abastecer de agua a las casas y otros recuperar las aguas residuales. O, en lenguaje poético, un tanque con agua y otro con mierda. Isakie se pasó el fin de semana del Raglan Money Day recogiendo la mierda de los sallumiut, que estaban demasiado ocupados celebrando su súbita riqueza para hacerlo ellos mismos. Isakie se dejó la piel, solo en su inmenso camión, para responder a la demanda de un extremo a otro del pueblo. Isakie no recibirá un céntimo de Raglan, pero ha visto todo: el alcohol, los coches, la droga, los televisores, las motos de nieve, las montañas de billetes verdes o marrones y a saber qué más. Me pregunto si a Isakie le entraron ganas de dejarlos ahí plantados con su mierda mientras bailaban la danza del dinero ante sus ojos, mientras eran los reyes del mundo y él un pobre imbécil que no formaba parte de los elegidos. No creo que a Isakie le apetezca volver este año.
Empiezan a aborreceros en los otros pueblos, ¿verdad, Eva? ¿A que cada vez se oye más eso de que los habitantes de Salluit miran a los demás como si fueran mierda de foca? Empiezan a alzarse voces, voces que se preguntan por qué no se reparte el dinero entre todas las comunidades de Nunavik, porque, en el fondo, el territorio no solo pertenece a la gente de Salluit, sino a todos los inuit. Yo os quiero a pesar de todo, Eva, con el mismo amor posesivo que vosotros. Salluit es mi pueblo, qué poco se necesita para ser chovinista; se me parte el corazón como a una madre a la que le cuentan las trastadas de sus hijos. Suelo defenderos, pero de vez en cuando yo también reacciono como Lauren, la manitobana extenuada, y asiento con la cabeza y una sonrisa triste.
Lauren no es la única que se prepara para lo peor esta noche, también las enfermeras, los policías y los trabajadores sociales, todos los que saben que las juergas aquí suelen acabar mal. Si nos pusiéramos cínicos podríamos hacer apuestas. ¿A cuántos heridos tendrán que evacuar en avión Médivac al hospital de Puvirnituq, «Hedor a carne podrida, mi amor»? ¿Cuántos camorristas llenarán la minúscula cárcel del pueblo? ¿Cuántos vehículos terminarán en la cuneta en su primera vuelta? Pero el cuánto que os interesa es ¿cuánto vais a recibir este año, cuánto, ay, cuánto más o menos con respecto al año pasado? Este año no tendrás tu parte, Eva. Me pregunto qué habrías hecho con ella. Entre otras cosas, nunca te pregunté qué hacías con tu dinero. Los blancos no nos atrevemos a hablaros de esos billetes que salen de las entrañas de la mina, ya que podríais interpretarlo como envidia, desprecio o codicia. Por supuesto que el mundo está lleno de blancos consumidos por la envidia, el desprecio y la codicia, pero no todos. Yo no, te lo juro, Eva. Yo no.