Читать книгу Nirliit - Juliana Léveillé-Trudel - Страница 17
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ОглавлениеVerano ártico. No se hace de noche. Nunca. El sol desaparece tras las montañas salpicando las nubes de un resplandor anaranjado. Desaparece, pero no se pone. El día oscurece, pero nunca por completo. Ve y explícaselo a los demás en el sur. Intenta explicarles el grado exacto de luminosidad, la impresión que produce, el color del cielo. Diles que depende, depende de si el día ha sido soleado o no, los días de sol dan noches más claras; los días pardos, noches más pardas; de noche los gatos, todo el mundo, pardos. Diles que es como si fueran las nueve de la noche en julio, sí, eso es, las nueve de la noche en julio. Todo se tiñe de gris o plata, el fiordo es plateado. Diles que cuando el fiordo se vuelve plateado es tan hermoso que dan ganas de llorar. Muchas veces me entran ganas de llorar, pero no necesariamente porque esté triste. Es solo que aquí todo es demasiado, demasiado hermoso o demasiado duro.
«¿Tú duermes? Es increíble, ¿cómo diantres hacen para dormir?».
No duermen. Los niños se pasan la noche correteando por el pueblo, jugando a cosas de niños, a veces no, a veces roban gasolina de los cobertizos y rocían todo lo que pillan para prenderle fuego, luego vuelven a echarle gasolina para que siga ardiendo, y cuando esta se les acaba, van a buscar más a casa de otra persona. Quads, motos de nieve, barcos: todos llevan gasolina, la hay por todas partes. A veces pienso que van a prenderle fuego a algo grande, algo como una casa. A veces pienso que van a quemarse, que van a destruirse, pero hace tanto tiempo que caminan sobre la línea que jamás debe rebasarse y que desafían a la muerte con tanta insolencia que son intocables.
Con la edad la cosa empeora; las pequeñas hogueras ya no bastan, los cobertizos y las casas tampoco. Hace casi dos otoños, el hijo de Qumaaluk, tu otra compañera, se vació encima el bidón de gasolina. Hecho cenizas con veintidós años, pasó a engrosar las alarmantes cifras de nuestras estadísticas de la desesperación, las cuales se disparan bajo el peso de centenares de indígenas que cada año se despiden con un sonoro «fuck off!». El hijo de Qumaaluk se voló por los aires en el cobertizo, me lo dijo ella misma en el aeropuerto. Antes de salir de Montreal las tragedias boreales ya rugen en mis oídos. Cuando te encuentras con alguien a quien llevas tiempo sin ver, puedes esperarte cualquier cosa. Aquí no preguntas «¿Qué tal?» como una absurda banalidad a la cual no esperas que te contesten, porque ese «¿Qué tal?» puede dar lugar a respuestas como «No muy bien, mi hijo se pegó fuego el otoño pasado». Qumaaluk dice que todos vamos a morir, pero que no debe ser de ese modo, Qumaaluk dice que no puede aceptar la muerte de su hijo. Qumaaluk está de pie y se ocupa de sus otros dos hijos, que aún no han cumplido los cinco y son rubios como el trigo; en eso han salido al padre, un qallunaaq. Son una fantasía genética, tienen los rasgos de los inuit y los cabellos rubios del sur. Qumaaluk está rodeada de ángeles, y es una suerte, porque aquí hay demasiados muertos que contar.
Tú, Eva, has pasado a formar parte de otras estadísticas en las que estáis sobrerrepresentadas, las de las mujeres víctimas de violencia. No de violencia conyugal, aunque podría haber sido: entre los muros de esas casas prácticamente idénticas, el amor es violento, los celos feroces, e impera la confusión entre amar y poseer, vosotros, que poseéis mucho pero tan pocas cosas.
Vuestra casa no os pertenece. Vuestro terreno tampoco. Todo ello os lo presta gentilmente el Estado. ¿Habéis visto lo buenos que somos? Os robamos vuestro territorio, pero luego os lo prestamos. ¿Es por eso por lo que tenéis ese afán de poseer? Motos de nieve, barcos, quads, camionetas para dar una vuelta alrededor de un pueblo de cuatro calles. Para escapar de esas casas superpobladas donde vivís hacinados. En realidad os falta espacio en vuestra inmensidad nórdica. ¿Cómo es posible que toda esa riqueza se parezca tanto al tercer mundo?
Los obreros os tienen envidia. «Joder, ya me gustaría a mí tener pelas para comprarme una Ski-Doo y un barco, sería la hostia no tener que currar y pasarme el día pescando, qué bien se lo montan los muy cabrones». Eso ya lo he oído antes, en el sur también hay muchos a los que les gustaría estar en el lugar de los que viven de los subsidios públicos.
El dinero os cae del cielo, pero se acaba tan pronto como llega; os hemos enseñado distracciones caras, ¿no es así, Eva? ¿Te acuerdas de tu ex, el director del colegio? ¿Te acuerdas del buen padre de familia que te daba alcohol cuando tenía ganas de sexo? Aquí el alcohol cuesta un ojo de la cara, pero es normal, aquí todo cuesta un ojo de la cara, hasta un litro de leche, así que todo el mundo paga sin rechistar los doscientos dólares que vale una botella pequeña de vodka. El director del colegio no tenía que pagar tanto, los blancos podemos traer alcohol del sur, traer mucho y distribuirlo como mejor nos parezca: una mamada, una botella pequeña. Es la ley de la oferta y la demanda.
¿Alguna vez te dijeron que tenías unos ojos —y una sonrisa— magníficos?
El norte es peligroso para las mujeres guapas. Nancy corre a mi encuentro: la preadolescente refunfuñona y regordeta se está transformando en una preciosa jovencita. Se la ve guapísima con el pelo recogido y sus largos pendientes, su cuerpo, más esbelto y delgado, sus grandes ojos, que ha empezado a pintarse. Le sienta fenomenal tener trece años, a ella y a sus coquetas amigas, y me pregunto hasta cuándo, cuánto tiempo os queda. ¿Cuánto tiempo antes de que un novio demasiado atrevido os imponga vuestra primera vez, si es que no lo ha hecho ya? ¿Cuánto tiempo antes de quedaros embarazadas y no atreveros a pensar en el aborto? Ni siquiera en el caso de una niña de trece años, ni siquiera en el de una víctima de violación o de incesto.
Tú lo sabes, Eva, fuiste abuela con cuarenta años: tu hijo Elijah y la hermosa Maata, la hermosa y minúscula Maata, dieciséis años y un bebé en la capucha del abrigo, dieciséis años y cajera en la Coop, el bebé en el carrito, junto a la caja, pero qué orgullosa estabas, Eva. A los inuit os gustan los niños más que nada en el mundo, por lo general los queréis mal, pero los queréis.
¿Cuánto tiempo antes de que la dureza de la vida nórdica haga estragos en vuestra deslumbrante belleza? ¿Cuánto tiempo antes de que engordéis veinte kilos como consecuencia de los numerosos embarazos y de las Coca-Colas que bebéis una tras otra? ¿Cuánto tiempo antes de que el alcohol, el tabaco y las noches en vela os cubran la cara de arrugas prematuras, de que se os piquen casi todos los dientes con los distintos tipos de caramelos que se venden en la Coop? ¿Cuánto tiempo antes de tener veinticinco años y aparentar cuarenta? A veces muy poco. A veces alcanzáis la cima de vuestra belleza a los trece años y a los catorce se acabó. A veces sois demasiado duras con vosotras mismas o bien es la vida la que os lo pone difícil. A veces, con catorce años, las bonitas rosas del norte están ya marchitas.
A Julia, por ejemplo, se la veía despampanante el verano pasado, más bonita que una futura reina, pero eso se terminó; ahora Julia tiene la cara abotargada por el alcohol y las drogas, el cuerpo más grueso por culpa de todas esas porquerías que la Coop vende más baratas que las verduras, los ojos apagados por no se sabe qué tristeza. Ay, Julia. Julia arrastrando sus pesados pies por las calles de Salluit; ha dejado el colegio y no hace nada en todo el día, aparte de pasear su desesperanza, su renuncia al mundo, a veces sola, a veces con otros que comparten la misma miseria. Suelo cruzarme con ellos y las niñas que me siguen me cuchichean al oído, señalándolos: los drop-out*. Podrían cuchichearme «los apestados» o «los sidosos» en el mismo tono, el tono de las calamidades, el tono de la vergüenza y el desprecio, sin embargo, pobrecitas mías, es muy probable que vosotras también corráis la misma suerte, con ese colegio que no sabe reteneros entre sus muros.
* Desertor escolar. (N. de la T.)