Читать книгу Nirliit - Juliana Léveillé-Trudel - Страница 15
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ОглавлениеMe lo cuenta Lizzie, tu compañera, la que te vio todas las mañanas durante, no sé, ¿cinco años, tal vez? Quizá menos. Vosotros cambiáis de trabajo muy a menudo.
Detesto los «vosotros»: «Vosotros los blancos». Lo he oído con demasiada frecuencia, y cada vez siento el impulso de largarme, de dejar plantado a mi interlocutor con su «vosotros». Yo no soy «vosotros» y, no obstante, también lo digo, ves, acabo de decirlo: «Vosotros los inuit. Vosotros los inuit cambiáis de trabajo muy a menudo».
Acabo de decirlo, Eva, y probablemente hayas entendido lo que quería decir en el fondo, algo así como que no sois capaces de conservar vuestro dichoso trabajo, de volver todas las mañanas, de controlaros con la bebida la noche anterior, de levantaros a una hora decente. Perdóname, en realidad no es lo que pienso, no como antes. ¿Sabes?, estoy segura de que a la mayoría de nosotros, los blancos, tampoco nos apetece ir a trabajar por la mañana, solo que apechugamos y punto, pero somos cientos de miles los que pensamos como vosotros, los inuit: joder, lo que daría yo ahora mismo por ir a cazar caribús, por favor llevadme a la tundra, sacadme de aquí, ¿y si esta mañana digo que estoy enferma, que mi hijo está enfermo, que se me ha averiado el coche, y si…? Pero no, no está bien. La diferencia es que vosotros no intentáis escudaros en ninguna excusa: estaba pedo, me quedé dormido, salí a cazar.
Lizzie, tu compañera, la que te vio todas las mañanas durante, no sé, ¿cinco años, tal vez?, me lo cuenta con un tono frío, casi distante. Él arrojó tu cuerpo al agua, tu frágil cuerpo a las aguas oscuras y encrespadas del estrecho de Hudson, tu cuerpo al fondo, donde se reunió con el de las docenas de pescadores que habían terminado su vida bajo el mar, porque los inuit nunca os ponéis el chaleco salvavidas. Aceptáis la muerte antes incluso de que se anuncie, porque desde hace milenios la vida es inmisericorde en medio del frío abrasador de enero, con cinco horas de luz al día, y porque, de todos modos, ¿dónde, si no, sería más feliz un pescador?
Tu cuerpo en el agua y tu espíritu en todas partes, en la superficie del mar, en la tundra, en ese cielo del verano ártico que nunca se oscurece, baila, Eva, baila, «Yo extraña a ti», digo con tu francés macarrónico.
Lizzie dice que no han hallado tu cuerpo, ese que se sentó durante todos estos años en la silla que veo por el rabillo del ojo; tu cuerpo, sobre el que descansaba el rostro sonriente de la recepción del Northern Village of Salluit; tu cuerpo detrás del mostrador de recepción; tu cuerpo, lo primero que se veía al entrar, y tus ojos y tu sonrisa, yo extraña a ti.
Lizzie dice: «No, no habrá ceremonia, al menos no este mes, el cura no está, no vuelve hasta agosto, no habrá ceremonia». Y la oigo pensar: «Sin cuerpo no hay ceremonia», oigo gritar a las docenas de jesuses que cubren su mesa de trabajo: «¡Sin cuerpo no hay ceremonia!». Estoy harta de su compasión por el Jesús doliente; me entran ganas de gritarle: «¡Nosotros también sufrimos, joder!». Y entonces lo recuerdo: Lizzie también, Lizzie tampoco tenía el cuerpo de su marido ni el de su yerno ni el del padre de su yerno, ellos también yacen en el fondo del fiordo desde hace dos años. Ocurrió durante mi primer verano. Anda, es verdad, otro verano en el que llegué justo después de la muerte. Tres pescadores en una canoa, solo regresó la barca.
Vuestras vidas parecen sacadas de una tragedia griega. Con vuestro sufrimiento lancinante y vuestra desesperación se las haríais pasar canutas al mismísimo Shakespeare. No sé cómo hacéis para soportarlo, yo, que bastante tengo ya con mis pequeñas miserias ordinarias.