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1. DEMOCRACIA Y DEMOCRATIZACIÓN: DOS PALABRAS RECURRENTES

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La definición de la palabra «democracia» evolucionó a lo largo del tiempo, alejándose de su sentido ideal inicial para adaptarse al contexto conforme se iba imponiendo el consenso. La «implantación pacífica» de la «revolución de los claveles» en Portugal significó una repetición para una gran parte de los periodistas de Triunfo que fueron a vivirla directamente en el país vecino.114 Haro Tecglen, al observar los distintos caminos de Grecia y Portugal para establecer la democracia la definía como «el respeto a la opinión de los demás y a su expresión».115 La semana anterior, el 1 de marzo de 1975, en un artículo titulado «A propósito de la democracia», se interrogaba sobre su sentido y sus usos:

La palabra «democracia» brota ahora a cada línea leída, restalla en cada discurso. […] Algunos [políticos] —los inmovilistas o inmovilizables— aseguran que la tenemos ya y que está instituida; otros saludan su brote o su nacimiento, hay quien la ve venir y quienes, con desesperación creen que se aleja. Casi nadie la emplea por sí sola: se la rodea de «peros» y «aunques», o se la adjetiva hasta hacerla componente de una palabra duplicada.

Los abusos de la palabra le hacían perder su auténtico sentido, la democracia aparecía entonces inseparable de la justicia, pero su corta existencia, unos dos siglos —siendo la lejana democracia ateniense un caso aparte y limitado a la ciudad de Atenas, como lo recordaba Haro—, facilitaba la instrumentalización por sus enemigos. Subrayaba la dificultad de aprehender el verdadero sentido de la palabra: «porque, en realidad, es algo que no existe. Es un ideal que se persigue. Es un sistema político, una forma de gobierno, un régimen; pero está en elaboración».

El 10 de enero de 1976, tras cuatro meses de secuestro —la sanción máxima que se había cumplido a pesar de la muerte de Franco y de las promesas de Fraga Iribarne—, volvió a salir la revista con el título del artículo de Eduardo Haro Tecglen en la portada: «La respuesta democrática». Llamaba la atención sobre el contraste entre las apariencias y la realidad; la desaparición de Franco y de una dictadura anacrónica, convertida en el mayor obstáculo al cambio y a la integración en el Mercado Común,116 no significaba que se iba a pasar inmediatamente a la democracia:

Hay, ciertamente, una gran transformación aparente y una voluntad de un futuro distinto. El hecho de que ningún indulto haya venido a mitigar la suspensión de Triunfo hasta el cumplimiento exacto de su condena nos puede parecer una prueba de algo que una reflexión política nos indica también: que es mucho mayor el cambio visible que el cambio real.

Los primeros meses de 1976, los adversarios políticos se acusan unos a otros de no ser demócratas. El 14 de febrero de 1976, cuando la derecha acusaba al PCE de ser antidemócrata, Haro Tecglen comentaba las declaraciones del líder del Partido Comunista Francés, Georges Marchais, que recordaba que ya hacía unos 10 o 15 años que los partidos comunistas occidentales preconizaban la pluralidad y la democracia. Ante esta evolución, el anticomunismo parecía arcaico:

Hasta los más rígidos [políticos], los más intransigentes, se están amparando hoy bajo el término «democracia», que ha venido a tener un valor semántico independiente de su función histórica y de gobierno: se entiende ahora que democracia es la manera de discrepar, de pensar todo de nuevo, de revisar lo que se tenía como verdades […] Esta gran ventaja de un pensamiento que tiende a liberarse se está pagando con la incertidumbre, la confusión, la inseguridad.117

Las ambiciones electorales la hacían pasar a un segundo plano cuando las elecciones constituían su base.118 Para Haro era evidente que no se podían esperar cambios profundos con dos antiguos ministros de Franco en este primer Gobierno presidido por Arias Navarro y con Fraga Iribarne de ministro de Gobernación. Ambos seguían asociando oposición y comunismo como durante el franquismo: «Un antidemócrata, apoyado en antidemócratas […] no puede traer la democracia».119 Evoca poco la figura del rey al que se refiere como «objeto de un pacto tácito» cuyas declaraciones hasta ahora no inspiraban desconfianza.120 En el momento del referéndum de la Constitución, reconoció que desde el principio el rey Juan Carlos había apoyado la democracia y que, para la mayoría de los españoles, la Monarquía parecía sinónimo de estabilidad. Sin embargo, apuntaba que no lo había elegido el pueblo y que esta aceptación era el resultado de la campaña de desprestigio de la Segunda República.121

En octubre, hizo un balance negativo de los cien días del nuevo Gobierno: «Son unas Cortes que por su naturaleza, su procedencia, su designación, no tienen ningún interés en una solución democrática para España».122 Esta contradicción pesa sobre la transición y sobre su memoria hasta hoy. La opción democrática solo la veía en una parte de la prensa y en la calle, con todos los peligros que comportaba esta movilización con posibles actos violentos que ningún Gobierno puede tolerar. La memoria de los años treinta pesaba de manera explícita o implícita. Insistía sobre la mala voluntad de las Cortes —franquistas—, el título del 19 de junio de 1976, «Los frenazos», revelaba su intento de no ir hasta el final del proceso iniciado de legalización de los partidos. Las contradicciones entre las medidas exigidas para democratizar el sistema en un marco aún no democrático provocaban estos vaivenes continuos. Sin embargo, a pesar de sus reticencias para legalizar el Partido Comunista, los procuradores no tuvieron más remedio que abrir el paso a la legalización de los partidos.

La desconfianza hacia Arias Navarro creció en los primeros meses de 1976. Era obvio que el que había presidido el último Gobierno de Franco y anunciado su muerte con lágrimas en los ojos no era la persona idónea para acabar con su herencia, pero el nombramiento en julio de Adolfo Suárez como sucesor fue una desilusión dentro y fuera del país.123 En un contexto de crisis económica y de riesgo de huelgas, las declaraciones del nuevo presidente del Gobierno, en septiembre, a la revista Paris Match a propósito de la democratización de España revelaban su voluntad de situarse en la continuidad del régimen anterior. Evocaba ante un asombrado periodista francés una conversación con Franco en la que le habría dicho: «Ahora debe Usted prepararse a la batalla por la democracia». Haro Tecglen comentaba irónicamente: «“el búnker” no tiene por qué quejarse de la falta de continuismo»…124

Haro sigue día a día lo que llama el «subgobierno», reprochando al nuevo Gobierno su falta de dirección clara, unas medidas antidemocráticas, la represión violenta con la muerte en Almería del estudiante Francisco Javier Verdejo Lucas por disparos de la Guardia Civil y un largo etcétera. Temía una evolución hacia lo que definía como «semidemocracia» o «semiautocracia».125 La prohibición del Congreso del PSOE le parecía un error grosero ya que minaba la credibilidad democrática del Gobierno no solo dentro del país, sino fuera, dada la fuerza de los partidos socialistas en Europa. El 13 de noviembre de 1976, el título era explícito: «La democracia se aleja».

Entre sus comentarios a propósito del referéndum, domina la idea desalentadora de que no se podía hacer más: «Quizás sea todo lo que puede dar de sí el término “democracia” en este momento, quizá sea lo que es posible obtener de la autocracia que se mantiene, todo lo que ella puede permitir sin desnaturalizarse como es, lógicamente, su propósito». Recordaba que: «Se ha dicho del referéndum que era la democracia del dictador» y tanto Franco como Hitler habían acudido a él. En este caso, su análisis era que solo serviría para reforzar el poder del Gobierno de cara a su ala derecha dejando los verdaderos debates para la preparación de las elecciones legislativas. El Gobierno actuaba con demasiada cautela, separando a los partidos no legalizables, como el PC, de los legalizables, como el PSOE, que pedía la autorización de celebrar su Congreso en Madrid en diciembre.126 No tenía más remedio que autorizarlo, ya que iban a participar unos invitados europeos prestigiosos como Mario Soares, Willy Brandt, François Mitterrand… Para dar una mayor sensación de democracia, pensaba que el Gobierno iba a seguir ampliando poco a poco los límites de la tolerancia y ahora sí reconocía la habilidad de Suárez: «un político excepcional en un país de políticos mediocres». Preveía también los límites de su carrera política: «El puesto histórico de Suárez podrá ser un día el de haber dirigido la campaña de transición dentro del mundo dominante, del mundo de la derecha, con habilidad y entereza. Más allá no habrá puesto para él». Su tarea no era fácil, con los resortes del poder franquista que habían sobrevivido a su creador, pero tampoco lo era para la oposición que «tenía que reinventarse», que «abrirse la nueva vía dentro de la intrincada selva de democracia vigilada y autoritaria».127 Estas palabras recurrentes ponen de relieve las contradicciones.

Las tensiones se agudizaron con el secuestro del presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol, que coincidió con la comparecencia en Madrid ante la prensa nacional e internacional del secretario general del PCE, Santiago Carrillo, que provocó violentas reacciones de los opuestos al cambio. Haro Tecglen citaba el editorial del periódico conservador ABC que pedía cuentas al Gobierno por su presencia en España e intentaba reactivar el miedo a 1936.128 Para la extrema derecha, la conferencia de prensa pública del líder comunista era un desafío a la legalidad y, en un momento en el que se vislumbraba la posibilidad de un pacto constitucional, lo aprovechaba para presionar al presidente Suárez e intentar que se echara atrás. Consciente del riesgo de confusión, el PCE había condenado rápidamente el secuestro reivindicado por el GRAPO, una organización aún poco conocida —solo da las siglas de los autollamados Grupos de Resistencia Antifascistas Primero de Octubre—,129 lo que explica las diferentes versiones sobre la ideología de los secuestradores.

Sin embargo, el referéndum del 15 de diciembre de 1976 sobre la Ley para la Reforma Política, después de que las Cortes franquistas la aprobaran en noviembre, probó que la mayoría del país quería la democracia. Mostraba de nuevo la habilidad de Suárez: de los 23 millones de votantes solo medio millón se identificaba con «la etapa anterior del Régimen». El problema era que estaban decididos a mantenerse en el poder.130

A pesar de un análisis crítico de la acción de Suárez, Haro Tecglen reconocía en 1977 una mayor credibilidad de su Gobierno con la supresión de algunas de las jurisdicciones especiales reclamada por los sectores democráticos y los profesionales de la justicia —como la del Tribunal del Orden Público (TOP)— y la excarcelación de Carrillo, ahora convertido en «ciudadano normal».131 Pero había que ir más lejos, los españoles esperaban una «normalización» de la vida política, cuya primera etapa eran las elecciones. Insistía de manera reiterada sobre el desfase entre la idea que dominaba en España de la democracia como «un sistema definido y definitivo» cuando no era más que «un ensayo, un desarrollo de unos principios y de unas ideas».132 La dificultad del Gobierno era que quería «actuar dentro de la legalidad vigente, aun para modificarla y cambiarla»133 y temía una vuelta atrás al observar la lentitud en llevar a cabo las reformas prometidas.134

En una democracia la pluralidad política es la norma y la legalización del PCE era, por lo tanto, imprescindible. En abril de 1977, Haro Tecglen lamentó «el episodio tragicómico de la legalización»135 el Sábado Santo, con Madrid medio vacío. Podía dar al PCE una sensación de triunfalismo, cuando su legalización hubiera debido ser el resultado natural de la democracia: «El Gobierno que, al legalizar el Partido Comunista entra en el terreno del juego limpio, ha perdido algo de su imagen, al hacerlo de una manera que parece impuesta». Suárez y una parte de la derecha habían entendido que la persecución muy dura del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo (1940-1973) no solo no había podido acabar con el PCE, sino que la clandestinidad y el exilio lo habían reforzado. Para Fraga Iribarne, a quien Haro Tecglen citaba, fue un «golpe de Estado», «un acto contrario a la legalidad», olvidaba que esta «legalidad» la había impuesto la dictadura. Sin embargo, Haro reconocía que, para la derecha, tener que ver a Santiago Carrillo y a Dolores Ibárruri «la Pasionaria» en mítines, en televisión o en el Parlamento iba a ser difícil, ya que los dos habían sido el blanco principal de la demonización del comunismo desde la Guerra.

En «La historia y el miedo en las elecciones», Haro Tecglen citaba la reacción de Pierre Viansson-Ponté en Le Monde, el periódico de referencia francés, el 7 de mayo de 1977 ante las primeras elecciones del posfranquismo: «Jamás un pueblo ha estado así invitado a escribir, sin revolución y bajo la Monarquía, la palabra democracia sobre una página blanca de su historia…» sin que nadie pueda prever el resultado. Matizaba esta visión optimista del presente a la luz de la historia: «La historia nunca se borra: se arrastra, se continúa, se mezcla en el presente y en el futuro. En todas partes es un peso: en España, es una carga». La prueba era la reaparición de lo que llamaba «los viejos temas de la democracia que en España duró apenas cinco años —de 1931 a 1936—». La impresión de cambio se basaba en las grandes ciudades, pero en el interior del país seguía existiendo:

[…] una España pesada y antigua de caciquismo, amenaza, presión y chantaje, donde todavía las gentes bajan la voz y miran con desconfianza en torno suyo antes de dar sus opiniones políticas disidentes —disidentes del antiguo régimen, disidentes del régimen que se perpetúa— en las que el cambio no existe […]

A los optimistas daba el ejemplo de las Juntas de Argentina y Chile, unos países donde se creía que la democracia era un hecho.

Después del derrumbe del partido de Fraga Iribarne, Alianza Popular, en las elecciones de junio de 1977 y el buen resultado del Partido Socialista,136 Haro Tecglen contó con la habilidad de Felipe González para hacer entrar a la oposición en las estructuras administrativas donde estaba ausente y que invitó a reunirse alrededor suyo.137 El presidente del Gobierno había cumplido su promesa de estabilizar el país, pero Haro Tecglen designaba, el 2 de julio de 1977, «La democracia suarista» como «una imagen invertida de la ética democrática». A partir de lo que era una mera coalición electoral Suárez había creado un partido para gobernar, pero de su ideología personal no se sabía nada. Como Arias Navarro que quería una democracia «a la española» —poco democrática—, Suárez proponía también otra democracia «a la española», «ajena a las normas, usos y costumbres de lo que se entiende por democracia» y seguía avanzando sin consultar a la oposición. El 20 de agosto de 1977 comentaba que el último año España había batido el récord mundial de utilización de la palabra «democracia», sobre todo en las altas esferas del poder, de cuya voluntad democratizadora dudaba:

Jugaba a fondo la magia del lenguaje, la seguridad de que la repetición de una palabra al infinito llega a hacer palpable la existencia de aquello que nombra. Una mentira repetida cien veces tiene el valor de una verdad, decían los nazis. Nuestros mutantes han utilizado este sistema. Creemos que ya tenemos la democracia. Ellos son la democracia.138

Transición y democracia en España

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