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2. ¿QUÉ TIPO DE DEMOCRACIA?

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Esta era la pregunta. El escaso prestigio de los partidos y la confusión reinante en torno a esta palabra que todo el mundo parecía reivindicar, pero cada uno con «una idea propia» en un contexto europeo poco propicio, le parecían factores inquietantes.139 Todo iba a depender de la futura Constitución: «Una Constitución promulgada es siempre el texto básico de un país: la democracia tiende a considerarlo sagrado». Sus siete redactores habían mantenido en secreto su contenido, pero se acababa de publicar un borrador en la prensa que había provocado inmediatamente las críticas de la Iglesia y de la Judicatura.140

La baza del Gobierno de Suárez era presentarse como el único posible, pero fue evolucionando, a pesar suyo, hacia una mayor democratización: «Estamos condenados al Gobierno Suárez: pero el Gobierno Suarez está cada vez más condenado a gobernar en contra de su franquismo de origen, y de sus tentaciones absolutistas».141 Al no estar en condiciones de tomar el relevo, la oposición aceptaba esta «democracia vigilada». Haro lo expresaba claramente el 21 de enero de 1978 en «La izquierda española/ Los caminos de la libertad»: «[…] la cuestión española en estos momentos es la afirmación de la libertad frente a las varias formas posibles de dictadura: de la más visible o declarada hasta la que se puede llamar “democracia limitada” o “controlada”». Notaba que Suárez había creado UCD a su imagen para gobernar y que nadie le podía quitar su «careta de centro» que le permitía lograr el consenso.142 Tal situación conducía a lo que llamaba una «trampa colectiva»: todos criticaban al Gobierno, pero nadie quería que cayera: «Nadie sabe lo que vendría después, y todos lo temen».143 El pluralismo democrático significaba debate y discusión, algo totalmente prohibido durante el franquismo y que le costaba a la derecha aceptar. Al no ser una democracia «un régimen concluido en el que la soberanía del pueblo se transporta con toda pureza a la administración de la “cosa pública”, sino una pugna continua entre los ciudadanos y los importantes vestigios de lo que en un tiempo fue poder absoluto».144 Insistía sobre la idea de pacto con lo preexistente: las leyes fundamentales. Citaba a Carrillo, que había elegido la vía de lo posible: ya que era imposible conseguir la República y caso de pedirla se perdería la democracia, había aceptado la monarquía constitucional. Todos estos datos muestran cómo se fue construyendo un consenso por parecer la única alternativa viable entonces.

En 1978, el contexto no era el mismo que el de las elecciones de junio de 1977:145 «Probablemente lo que se ha agotado en este año es todo el aspecto episódico y folklórico de la fiesta democrática. Se busca hoy alguna profundidad más».146 El temor al caos estaba tanto en la derecha como en la izquierda y cada uno denunciaba la responsabilidad del otro. El bipartidismo, que querían quizás algunos, estaba fracasando, la bipolarización se iba a la calle y reaparecía la inquietud de llegar de nuevo a unos extremos para las futuras elecciones. La derecha acudía a sus viejos argumentos: la Constitución iba a provocar la «destrucción de la Patria, de la religión, de las costumbres: autonomías, libertad religiosa, enseñanza laica y divorcio». En la portada del número de este artículo del 17 de junio de 1978 titulado «Las perspectivas» se destacaba un titular «Jaque al fascismo» que dejaba leer en filigrana la historia de los años treinta. Sin embargo, Haro Tecglen insistía de nuevo sobre el hecho de que la Constitución a pesar de sus fallos representaba la democracia. El desencanto lo revelaba la frase colocada al pie de una fotografía de las Cortes: «Se ha conseguido descargar la constitución de su carácter mítico y sagrado, gracias a la lentitud de los procedimientos, a los eufemismos de lenguaje, a los pactos y maneras de consenso».

Promulgada la Constitución, el 6 de enero de 1979, Haro Tecglen denunciaba otro peligro el de tener un jefe imprescindible en la persona de Suárez. Después de las elecciones del 1.° de marzo con el triunfo de UCD, volvía sobre las irregularidades en el proceso democrático con unas Cortes que no eran constituyentes, un rey educado por Franco y ahora elegido por el pueblo y que había designado al presidente del Gobierno. Sin embargo, su conclusión era esperanzadora: «Parece que estamos condenados a Suárez, a su dominio del país, a su neofranquismo», pero la posibilidad de tener nuevas Cortes con un papel de los partidos políticos abría nuevas perspectivas para el futuro.147 Lo único que podía hacer UCD era seguir convenciendo a la derecha, que gobernaba en su nombre y a la izquierda que su gobierno era un mal menor… El futuro seguía inseguro. Tampoco tranquilizaba la postura de la Iglesia, monseñor Tarancón en las tres «Cartas cristianas» dedicadas a las elecciones afirmaba la neutralidad política de la Iglesia, pero intentaba apartar a los partidos que no correspondían a «su concepto de la vida» y favorecer a otros como la Unión de Centro Democrático. Imponer su visión a los no creyentes como en el caso del divorcio era para Haro «una agresión a la democracia» pero recordaba de nuevo el peso de la historia: «La izquierda española aprendió con mucho dolor lo que significa enfrentarse a la Iglesia».148

La preparación de las elecciones municipales previstas el 3 de abril se hizo bajo el signo del desencanto y los resultados fueron una buena sorpresa. El título del 14 de abril, «La primera ruptura», comentaba «La satisfacción democrática» ante los resultados, «la primera gran innovación de la política española desde la muerte de Franco». La elección de alcaldes de izquierda constituía una ruptura y se podía ver el futuro con menos pesimismo. Hasta ahora solo se habían tomado medidas semidemocratizadoras y desde arriba, por primera vez, la democratización se acercaba a los ciudadanos.

Durante 12 meses, el Gobierno sometió al Parlamento los 55 proyectos de ley que iban a permitir el cambio democrático.149 Para la oposición, lo primero era hacer una Constitución, aunque imperfecta, ya que la alternativa era la autocracia. Ahora los partidos de izquierda podían volver a tener un papel después de la ruptura brutal de 1939.150 Haro recordaba el balance educativo-cultural positivo de la Segunda República, su lucha contra el analfabetismo y su voluntad de fomentar un proletariado consciente: «Crearon sus propias fuentes de cultura: los Ateneos libertarios, las Casas del Pueblo, las ediciones a bajo precio, las clases para adultos, las conferencias, las escuelas nocturnas» y las Milicias de la Cultura y Altavoz del Frente cuando la Guerra. Esta cultura política perdida con la derrota la tenían ahora que reconstruir.

El 30 de junio de 1979 abordaba otro tema sensible: «La discusión de los estatutos: un riesgo agudo». Era un tema esencial de la convivencia democrática en un país donde las luchas identitarias estuvieron siempre asociadas a la democracia. La posición de los militares era que respetarían la Constitución, cuyo artículo segundo preveía «la unidad de la patria». Para Haro, había que «despojar estos temas de toda carga sentimental, de toda pasión irracional» pero era difícil. La crisis mundial afectaba más a una España «desgobernada»,151 que la falta de afirmación de la democracia hacía más frágil. La nueva guerra fría que amenazaba hacía temer lo peor. Los tratados con Estados Unidos, que, en 1953, habían servido más al régimen que al país, impedirían la tradicional neutralidad española y el viaje relámpago de Suárez a Washington para entrevistarse con Carter no le tranquilizaba.152 El 26 de enero de 1980, el Gobierno «retocado» con Ricardo de la Cierva como ministro de Cultura y el presidente del Gobierno reforzado después de su viaje a Estados Unidos le parecía «un tirón más del freno en los movimientos autonómicos» («El refuerzo del poder»).

En 1980, se iniciaron unos primeros análisis críticos globales de esta primera etapa de la Transición: «Tenemos que examinar que la llamada transición, o la evolución, o la reforma, se ha iniciado sin una voluntad patente —por negación de mecanismos— del pueblo español».153 Se había aceptado al rey y a Suárez, pero no era la voluntad popular, no se había consultado al pueblo, era por lo tanto difícil que se reconociera «como protagonista de su historia». Sin embargo, la semana siguiente, presentaba en «El Tribunal Constitucional: una esperanza de democracia» la posibilidad de «equilibrar, enderezar y sostener el sentido de la democracia en España». Remitía a un precedente: el Tribunal de Garantías Constitucionales de la República, prueba de la labor democratizadora emprendida entonces con la que se reanudaba. Sin embargo, los ataques a la libertad —la esencia misma de la democracia— seguían, con la polémica alrededor del «libro del cole» —se acusaba a la concejala comunista del Ayuntamiento de Madrid, Cristina Almeida, de haber introducido este libro escrito por unos ácratas daneses—, algo intolerable para el nuevo ministro de Cultura Ricardo de la Cierva154 que acababa de prohibir la película El crimen de Cuenca, cuyas cintas habían sido secuestradas por un tribunal militar.155

Haro Tecglen analizaba el deterioro de la situación y la «degradación del espíritu cívico» comparando la manifestación democrática del 24 de enero de 1977 con la falta de reacción ante el apoyo de «un amplio sector de la población» a los autores del crimen de Atocha en su proceso en 1980.156 Algo inquietante para la democracia a la que la extrema derecha echaba la culpa de la violencia.

En marzo de 1981, se analizaba el golpe en un largo editorial, «El incidente no ha terminado», que concluía llamando a la vigilancia y matizando la victoria de la democracia con el recuerdo del intento de golpe de Sanjurjo (la sanjurjada) del 10 de agosto 1932 que la Segunda República no tomó suficientemente en serio, mientras, Haro escribía un artículo más general sobre «El destronamiento de la diosa Razón».

En mayo de 1982, Gérard Imbert sintetizaba en Triunfo la evolución que hemos observado en los artículos de Haro, cómo el país pasó de la esperanza a una construcción rápida de la democracia al desencanto y al miedo al golpe, que culminó con el 23F, que probaba la fragilidad de las nuevas instituciones:

El Tejerazo como modelo marca la agonía del referente político mediante el simulacro de golpe de Estado y sustituye al referente democrático el espantajo del golpe […] Ya no se trata tanto de «construir» la democracia sino de apuntalarla, de defenderla contra un peligro de involución. El golpe muestra la fragilidad, la impotencia y el desencanto ante la democracia.157

El consenso no era una elección entusiasta en un contexto en el que la defensa de la democracia y la violencia estaban estrechamente mezcladas desde 1975.

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