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6. LOS LADRIDOS DE TOP

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Cuando Harbert y Pencroff llegaron a las “chimeneas”, Gedeón Spilett estaba en la playa. El viento era fuerte y el cielo anticipaba una tormenta.

–Vamos a tener una mala noche –comentó el marino.

El periodista lo miró y le dijo:

–Aceptemos que Ciro Smith ha desaparecido. Pero, ¿su perro también?

–También.

–¿No le llama la atención que los dos hayan muerto ahogados? ¿Y que no encontremos ni el cuerpo del perro ni el de su amo?

–Con un mar tan agitado, no es extraño –contestó el marino–. Las corrientes pudieron arrastrarlos lejos.

–Pues yo respeto su experiencia en el mar, Pencroff, aunque pienso que la desaparición de Ciro y de Top, vivos o muertos, tiene algo de increíble.

Pero Pencroff no tenía esperanzas de que Ciro Smith y su perro estuvieran con vida. Y como ellos sí lo estaban, se ocupó en preparar la comida.

La tormenta se desató durante la noche. La arena, alborotada por el viento, se mezclaba con la lluvia, y la tempestad era tan fuerte como la que los había llevado desde Richmond hasta aquellas tierras.

A pesar del ruido de los truenos, después de comer Harbert y Pencroff se durmieron profundamente. Solo Spilett permaneció despierto, reprochándose no haber acompañado a Nab. Temía que algo le hubiera sucedido en aquella tierra desconocida. De todos modos, con esa tempestad no podrían encontrar sus huellas y solo quedaba esperarlo. Si al día siguiente no aparecía, irían a buscarlo.

De repente, oyó un ruido y, de una fuerte sacudida, despertó a Pencroff.

–¿Qué pasa? –preguntó este, incorporándose con la rapidez de los hombres de mar.

El periodista estaba inclinado sobre él y le gritaba:

–¡Escuche, Pencroff, escuche!

El marino no distinguía más que el ruido de la tormenta.

–Es el viento.

–No. Me parece haber oído…

–¿Qué?

–Los ladridos de un perro.

–¡Un perro! –exclamó Pencroff, y se levantó de un salto.

–Sí, ladridos… Escuche… –insistió el periodista.

Recién entonces Pencroff creyó oír algo a lo lejos.

–¿Y bien? –dijo Spilett, oprimiéndole el brazo.

–¡Sí, sí! –contestó el marino.

–¡Es Top! ¡Es Top! –exclamó Harbert, que acababa de despertarse.

Los tres salieron de las “chimeneas”. Durante algunos minutos quedaron aturdidos, aplastados por la ráfaga, mojados por la lluvia y cegados por la arena. Después, volvieron a oír los ladridos. El marino silbó. Entonces, los ladridos se oyeron más cerca y pronto un perro entró en las “chimeneas”.

–¡Es Top! –exclamó Harbert.

En efecto, era Top, el perro del ingeniero Ciro Smith. ¡Pero estaba solo! ¡Sin su amo y sin Nab! ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Lo había guiado su instinto? ¿En medio de la tempestad y sin conocer ese lugar? ¡Aquello parecía inexplicable! Y todavía más inexplicable era que Top no estuviese ni cansado, ni mojado, ni sucio...

–¡Si apareció el perro, el amo aparecerá también! –gritó el periodista.

–¡Entonces, vamos! –agregó Harbert–. ¡Top nos guiará hasta él!

–¡Sí, en marcha! –gritaron los tres y salieron detrás del perro.

Las nubes no dejaban filtrar la luz de la luna. La arena se levantaba con violencia. Caminaban de prisa para no caerse y una inmensa esperanza redoblaba sus fuerzas. Suponían que Nab había encontrado a su amo y que había enviado a su fiel perro a buscarlos. Pero, ¿el ingeniero estaba vivo?

Top los conducía hacia el Norte y, después de caminar a ciegas durante gran parte de la noche, por la mañana llegaron a una playa en la que las dunas, altísimas, formaban una especie de laberinto sin fin. De repente, el perro corrió y se internó entre aquellas verdaderas montañas de arena. Lo siguieron y, desde lo alto de un médano, vieron a Nab arrodillado junto al ingeniero Ciro Smith.

La isla misteriosa

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