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2. CINCO PRISIONEROS EN BUSCA DE LIBERTAD
ОглавлениеLas personas a las que el huracán acababa de arrojar en aquella playa no eran ni aeronautas de profesión ni amantes de expediciones aéreas, sino cinco prisioneros de guerra. El 20 de marzo se habían fugado de la ciudad de Richmond y su viaje, en el que mil veces estuvieron a punto de morir, había durado cinco días.
En 1865, el país que hoy conocemos como Estados Unidos de Norteamérica se hallaba en plena Guerra de Secesión. Esta guerra era el resultado del enfrentamiento entre los estados del Norte, que buscaban la unión del territorio, y los del Sur, que querían separarse de sus vecinos norteños. Profundas diferencias, entre ellas la abolición o no de la esclavitud, los enfrentaba.
Richmond era sureña y el ejército del Norte, comandado por el general Ulises Grant, intentó tomarla, aunque sin suerte. En la batalla, muchos de sus oficiales habían caído en poder del enemigo y estaban presos en la ciudad. El ingeniero Ciro Smith era uno de ellos.
Alto, de unos cuarenta y cinco años, pelo corto y canoso, en él se sumaban la inteligencia y la habilidad en las tareas manuales. Era un pensador y, al mismo tiempo, un hombre de acción que había luchado valerosamente, hasta que fue capturado en el campo de batalla de Richmond.
A Ciro Smith lo acompañaba un fiel criado, hijo de esclavos, a quien el ingeniero había otorgado la libertad. En agradecimiento, Nab, que en realidad se llamaba Nabucodonosor, no se separaba de su antiguo amo. Lo quería tanto, que hubiera dado la vida por él.
Otro de los prisioneros era Gedeón Spilett, un corresponsal enviado por su diario para informar las novedades del frente de batalla. Spilett, un hombre alto y robusto, era de esos periodistas valientes que no retroceden ante nada para obtener la información.
Ciro Smith y Gedeón Spilett se hicieron amigos durante su prisión en Richmond. Un deseo muy fuerte los unía: escapar y volver a combatir junto al ejército de Grant. Pero eso parecía imposible porque, si bien podían moverse libremente en la ciudad debido a que estaba sitiada, eran vigilados por orden del gobernador.
Por aquel tiempo, otras personas también deseaban atravesar los límites de Richmond, pero por motivos muy diferentes. Eran partidarios del Sur que querían reunirse con su ejército. Pero así como los prisioneros norteños no podían salir de la ciudad, tampoco podían hacerlo los sureños, pues, como ya hemos dicho, las tropas del Norte la tenían rodeada.
Una de esas personas, un tal Jonathan Foster, tuvo la idea de elevarse en globo para atravesar las líneas sitiadoras. El gobernador de Richmond autorizó la maniobra y mandó construir un globo aerostático. En él irían Foster y cinco soldados. Pero antes de la partida se desató un huracán y, como era imposible viajar en globo con ese mal tiempo, debieron aplazarla.
Dos días después, la tormenta continuaba. Fue entonces cuando un desconocido se acercó a Ciro Smith. Era un marino llamado Pencroff, joven, fuerte, capaz de todo y que no se asombraba por nada. Un hombre que había recorrido todos los mares y al que le había sucedido todo lo imaginable. A Pencroff lo acompañaba Harbert Brown, un chico de quince años, huérfano, y al que él quería como a su propio hijo. El marino también deseaba irse y, como conocía la reputación de Ciro Smith, no dudó en proponerle un plan de fuga:
–Señor Smith, ¿quiere usted escapar?
–¿Cuándo…? –respondió el ingeniero sin pensarlo, y luego agregó–: ¿Y cómo?
–En ese globo holgazán que no utiliza nadie.
El ingeniero comprendió inmediatamente. El plan era sencillo aunque muy arriesgado. Durante la noche era posible acercarse al globo y huir en él. Podían morir en el viaje, porque la tempestad era muy fuerte. Pero tenían alguna probabilidad de éxito y no debían dejar pasar esa oportunidad de escape, tal vez la única.
–No estoy solo –comentó Ciro Smith–. Deberán ir con nosotros mi amigo Spilett y mi criado Nab.
–Tres –murmuró Pencroff–, y Harbert y yo. El globo está preparado para llevar a seis, así que es posible.
–¡Entonces, está decidido! Nos encontraremos esta noche –afirmó el valiente ingeniero y se despidieron.
Por supuesto que Spillet aprobó el proyecto apenas lo oyó. Y Nab, como siempre, estuvo dispuesto a seguir a Ciro Smith. Cinco hombres iban a lanzarse al espacio en pleno huracán.
Llegó la noche. La niebla era espesa y llovía. Hacía frío. Las calles de Richmond estaban desiertas y la plaza, en la que el viento agitaba con violencia el globo, no estaba vigilada: a nadie podía ocurrírsele una aventura como la que estaba a punto de iniciarse.
El primero en llegar fue Pencroff. Después lo hicieron Ciro y sus compañeros. Los faroles de gas se habían apagado. En silencio, los cinco hombres subieron a la barquilla. Y cuando estaban cortando el cable que la mantenía en tierra, Top, el perro del ingeniero, entró de un salto en el canasto. En ese momento, el globo partió.
El huracán tenía una fuerza espantosa y durante cinco días viajaron arrastrados por el viento, sin saber hacia dónde y sin poder descender en ninguna parte. Recién entonces divisaron el inmenso mar y cuatro tripulantes cayeron en una playa, a más de seis mil millas de su país. El que faltaba era el ingeniero Ciro Smith.