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8. LAS PREOCUPACIONES DE PENCROFF

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–Le aseguro, Pencroff, que eso no me preocupa –le dijo el corresponsal.

–Pero le repito: no tenemos fuego. ¡Ni modo de encenderlo!

–¿No está Ciro aquí? –advirtió Spilett–. ¡Ya nos dirá él como encender fuego!

–¿Con qué?

–Con nada.

¿Qué podía agregarse a esa afirmación? El ingeniero era para ellos la suma de toda la inteligencia humana. Y aunque les hubieran dicho que una erupción volcánica iba a destruir aquella tierra, habrían respondido: ¡Ciro lo resolverá!

Pero el ingeniero dormía y, mientras tanto, Pencroff trató por todos los medios de encender fuego, incluso frotando dos leños, a la manera de los indios. Ciertamente, si el movimiento que hizo se hubiera transformado en calor, habría alcanzado para hacer funcionar una caldera. Pero el resultado fue nulo.

–¡Cuando me hagan creer que los indios encienden fuego de este modo, hará calor en invierno! –se quejó.

Sin embargo, su mal humor desapareció cuando vio que Harbert tomaba los dos trozos de leña y los frotaba con rapidez.

–¡Frota, hijo mío, frota! –le dijo en tono burlón.

–¡Sí, froto –contestó Harbert, riendo–, pero lo único que busco es calentarme en lugar de tiritar, y pronto tendré más calor que tú, Pencroff!

Así de desprotegidos pasaron la noche. Sin una hoguera, el ingeniero habría tenido frío, pero sus compañeros se quitaron sus gabanes y lo abrigaron. Él era quien necesitaba el mayor cuidado.

Al día siguiente, Ciro Smith se despertó y, una vez más, preguntó:

–¿Isla o continente?

–¡Otra vez con su idea fija! –respondió Pencroff–. No lo sabemos.

–Pues debemos averiguarlo. Con un poco de comida me pondré bien del todo. ¿Tienen fuego?

–¡Ay! ¡No lo tenemos ni lo volveremos a tener! –se lamentó el marino y contó lo sucedido el día anterior.

El ingeniero se divirtió con la historia del único fósforo y con su intento de hacer fuego como los indios. Luego intentó tranquilizarlo:

–No se preocupe, Pencroff, lo tendremos –prometió.

–¡Es muy fácil! –exclamó Spilett, dando un golpecito burlón en el hombro del marino, quien no creía que fuera tan sencillo.

–Amigos míos, mañana sabremos si estamos en una isla o en tierra firme –anunció el ingeniero–. No hay nada que hacer hasta entonces.

–¡Sí que hay! –dijo Pencroff.

–¿Qué?

–Fuego –repitió el obstinado marino, que también tenía su idea fija.

–Ya lo haremos –replicó el ingeniero Smith–. Mañana subiremos a la cima de la montaña a explorar. Hasta mañana, repito, no tenemos nada que hacer.

–¡Sí, fuego!

–¡Ya se hará fuego, Pencroff! –lo retó el periodista–. ¡Un poco de paciencia!

El marino miró a Spilett y, con los ojos, pareció decirle: “¡Si usted lo va a hacer, tendremos que esperar para comer asado!”. Pero se calló.

Mientras tanto, Ciro Smith, a quien no le preocupaba la cuestión del fuego, se quedó pensativo algunos instantes y después explicó:

–Nuestra situación es sencilla. O estamos en un continente y podremos llegar a algún lugar habitado, o estamos en una isla. En este caso, si en la isla hay gente, nos relacionaremos con ella. Si está desierta, tendremos que arreglarnos solos.

–¡Es sencillita la cosa! –se rió Pencroff.

–¿Pero dónde cree que vinimos a parar? –preguntó Spilett.

–No lo sé. Por la dirección y la velocidad que tenía el viento cuando partimos de Richmond, podemos estar cerca de las islas Tuamotú, o hasta de Nueva Zelanda. Si es así, encontraremos ingleses o maorís y podremos volver a nuestra patria. Pero si esta es una isla desierta, tendremos que establecernos aquí como si no fuéramos a irnos nunca.

–¡Nunca! ¿Nunca, Ciro?

–Más vale imaginarse lo peor –contestó el ingeniero–. Así uno se guarda la sorpresa de lo mejor.

–¡Bien dicho! –exclamó Pencroff–. Y esta isla, si lo es, ¿no podría estar en la ruta de los barcos?

–Lo sabremos cuando subamos a la cima de la montaña. Pero para poder hacerlo necesitamos alimentarnos. Nab, Pencroff y tú, Harbert, deberán demostrarnos que son buenos cazadores.

–Señor Ciro, si estuviera tan seguro de poder asar una presa como lo estoy de traerla…

–Tráigala, Pencroff, que yo me ocuparé del resto –prometió Ciro Smith.

Entonces Pencroff dio por terminado el asunto, murmurando incrédulo:

–Si a mi vuelta encuentro fuego en casa, es porque el rayo en persona habrá venido a encenderlo.

Mientras Spilett y Ciro exploraban el litoral, Nab, Harbert, el marino y Top volvieron al bosque. Debían recoger leña y cazar todo animal de pluma o de pelo que encontraran.

Al principio, los náufragos marchaban confiados aunque, después de una hora, su actitud cambió: no habían cazado nada y Nab exclamó, burlón:

–¡Bueno, Pencroff, si esta es la caza que prometió, no necesitará fuego para asarla!

–Paciencia, Nab –contestó el marino–. Caza no faltará. Pero veremos si hay fuego.

De pronto, Top ladró. Si allí había un animal comestible, no era el momento de discutir cómo lo cocinarían, sino cómo podrían apoderarse de él.

Impulsado por su instinto y por su apetito feroz, el perro fue el primero en descubrir la presencia de una extraña tropa de animales que corrían de acá para allá y saltaban como si fueran a levantar vuelo.

–¡Son canguros! –exclamó Harbert asombrado.

–¿Y se comen? –preguntó Pencroff.

–En estofado son muy ricos –contestó Nab.

Aquellos animales parecían elásticos: rebotaban como pelotas y, por más que Top los persiguió intentando imitar sus saltos, no tuvo éxito. Los canguros desaparecieron así como habían aparecido: a los brincos. Pero el animal no se dio por vencido. Siguió husmeando entre los arbustos y, poco después, apareció con el premio a tantos esfuerzos: había cazado un animal parecido a un conejo, aunque más grande y con orejas más largas. Era una mara, la liebre de la Patagonia.

–¡Hurra! –exclamó Pencroff, quitándosela de entre los dientes–. Ya tenemos asado y ahora solo falta fuego.

Ese día Top comprendió que en aquella comunidad todo debía compartirse.

El regreso fue lento, porque el bosque les impedía caminar en línea recta y, algunas horas más tarde, cuando las “chimeneas” estuvieron a la vista, el marino, señalando con la mano, exclamó:

–¡Harbert! ¡Nab! ¡Miren!

Una humareda se escapaba entre las rocas que ya eran su casa.

La isla misteriosa

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