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4. TAN SOLO UN FÓSFORO

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Pencroff tapó los orificios que separaban una roca de otra con troncos, ramas y barro, y luego preparó la cocina de la nueva casa. Solo faltaba encender el fuego y hacer la cena.

En ese momento, Harbert le preguntó si tenía fósforos.

–Claro. Sin ellos estaríamos en aprietos.

–Haríamos fuego como los indios, frotando dos troncos, uno contra el otro –dijo el muchacho.

–Bueno, prueba, y veremos si consigues otra cosa que romperte los brazos.

–Si es algo muy sencillo.

–No digo que no –replicó Pencroff–, aunque más de una vez quise encender fuego de ese modo y no lo logré nunca. Pero, ¿dónde están?

Pencroff no encontró la caja de fósforos en su chaleco. Revisó los bolsillos del pantalón y tampoco.

–¡Buena la hemos hecho! –dijo mirando a Harbert–. La perdí. Y tú, ¿no tienes nada para hacer fuego?

–¡No!

El marino y el joven buscaron la caja en la arena, en las rocas, cerca del río, por todas partes. Pero no la encontraron. En aquellas circunstancias, era una pérdida grave y, por el momento, irreparable.

–¿Y ahora qué haremos?

–Ya nos arreglaremos. Seguramente Spilett tiene fósforos –respondió Harbert.

–Lo dudo. Spilett debe haber conservado su libreta y su lápiz en lugar de los fósforos.

Pero el joven confiaba en que, de alguna manera, conseguirían encender una hoguera. Y aunque Pencroff no estaba tan seguro, solo quedaba esperar. Lo que sí estaba claro era que, esa noche, no comerían huevos.

Al atardecer, Gedeón Spilett volvió solo. Estaba cansado y muerto de hambre, pero aún así contó lo sucedido durante las horas de ausencia. Nab y él habían recorrido la costa mucho más allá de donde el ingeniero y el perro habían desaparecido. Pero no encontraron ni un rastro sobre la arena, ni una huella de pie humano. Era evidente que aquella zona estaba deshabitada. Cuando comenzó a oscurecer, Spilett propuso regresar, pero el fiel criado había decidido seguir la búsqueda durante la noche. No aceptaba que Ciro Smith pudiera estar muerto.

Después de su relato, el periodista comió algunas almejas y se acomodó en la arena, dispuesto a dormir un rato. En aquel momento Pencroff le preguntó, con el tono más natural del mundo, si por casualidad le quedaba algún fósforo.

Gedeón Spilett revisó sus bolsillos y no encontró nada.

–Tenía, pero debo haberlos tirado.

–¡Maldición! –exclamó el marino, sin contenerse.

El reportero lo oyó y le preguntó:

–¿Usted no tiene ninguno?

–Ni uno y, por lo tanto, no hay fuego –respondió Pencroff, e insistió–: Señor Spilett, quizá no buscó bien…

El periodista volvió a registrar sus bolsillos y, de pronto, palpó un pedacito de madera escondido en el forro del chaleco. Era un fósforo, el único, y no podía romperlo. Con mucho cuidado sacó aquel insignificante objeto que para ellos tenía tanta importancia.

–¡Un fósforo! –exclamó Pencroff–. ¡Ah, es como si tuviéramos un cargamento entero!

El marino lo frotó contra una piedra áspera. El corazón le latía con fuerza, como si en aquel acto se jugara la vida. El fósforo se encendió y con él, un manojo de hojas y leña seca.

–¡Por fin! –gritó–. ¡En mi vida había estado tan nervioso!

El fuego ardía y un calor agradable inundó el lugar. Pero era fundamental impedir que se apagara y para eso debían estar atentos.

Así pasaron la segunda noche. Además del fuego, solo tenían la ropa que llevaban puesta, un reloj que Spillet no había tirado por no darse cuenta y un cuaderno. Ni un instrumento, ni un arma, ni siquiera una navaja. Aquellos náufragos eran muy diferentes de los de las novelas de aventuras, que siempre llevan o rescatan del naufragio muchas cosas útiles. Ellos no tenían nada y no debían esperar nada más que lo que lograran con su esfuerzo.

La isla misteriosa

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