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10. EL MISTERIO DEL DUGONGO

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Pasaron la noche en la cima del volcán apagado y, a la mañana siguiente, observaron el panorama con atención. Nada aparecía en el horizonte.

Contemplada desde la altura, la isla tenía una forma extraña, como si fuera un animal fantástico, una especie de monstruo dormido sobre el mar. La zona donde los náufragos habían sido arrojados por el viento era una amplia bahía que terminaba en dos cabos separados por un estrecho golfo, que parecía la mandíbula de un enorme tiburón. Hacia el Norte, la costa se redondeaba como el cráneo achatado de una fiera y luego formaba una especie de joroba, cuyo centro ocupaba el volcán. Y desde allí, seguía recta como la cola de un gigantesco cocodrilo que se hundía dentro del mar.

Ya conocían su situación: era una isla. Pero, ¿estaba habitada? No se veía ninguna señal de presencia humana: ni una cabaña, ni la más pequeña columna de humo. Por lo tanto, hasta que no la explorasen por completo, podían suponer que no estaba habitada.

Otra pregunta difícil de contestar era si habría alguna isla vecina y todo dependía de su ubicación. Poder precisar su lugar en el mapa, sin instrumentos, sería muy difícil.

Antes de dar a sus compañeros la señal de partida, Ciro Smith les dijo con serenidad:

–Este es, amigos míos, el pequeño rincón del mundo donde Dios nos ha arrojado. Aquí tendremos que vivir quién sabe hasta cuándo, aunque también puede suceder que aparezca algún barco… Y como pasaremos algún tiempo aquí, creo conveniente dar nombre a los lugares que vayamos conociendo.

–Las Chimeneas, por ejemplo –propuso Harbert.

–¡Muy bien! –exclamó el marino–. Llamaremos a nuestro campamento las Chimeneas. Ya es algo poder decir adónde se va y de dónde se viene. A lo mejor así se sabe que uno está en alguna parte.

–A la bahía que está frente a las Chimeneas, podríamos llamarla bahía de la Unión; a la del Sur, bahía Washington; a este monte, Franklin –propuso Smith–. Estos nombres nos recordarán nuestra patria. Pero para los ríos, golfos, cabos y promontorios busquemos otros que se relacionen con su aspecto. Así será más fácil recordarlos. ¿Qué les parece?

La idea del ingeniero fue aprobada.

–Propongo que a la península del Norte la llamemos Serpentina, y promontorio del Reptil a la cola en que termina, porque es verdaderamente una cola de reptil –dijo el corresponsal.

Todos aprobaron esos nombres.

–Ahora –dijo Harbert–, a ese golfo que se parece a una mandíbula abierta, lo llamaremos el golfo del Tiburón.

–¡Bien dicho! –exclamó Pencroff–, y falta dar nombre a las dos partes que forman la boca.

–¡Cabos Mandíbula! –exclamó Nab, que también quería ser padrino de algún lugar y había encontrado un nombre excelente.

Al río cerca de donde los había arrojado el globo lo llamaron de la Fortuna. Al terreno sobre la muralla de granito, meseta de la Gran Vista.

–¿Y a la isla?

–El nombre del ciudadano que defiende la unidad de nuestra patria. ¡Llamémosla Lincoln!

La proposición del ingeniero fue aprobada con tres hurras y luego emprendieron el regreso bajando por la ladera de la montaña.

Siguieron el curso de un río que los llevó hasta un lago al que llamaron Grant. Era inmenso y en sus márgenes crecían árboles y revoloteaban muchísimas aves. Martines pescadores se posaban inmóviles sobre las piedras, espiando, sumergiéndose de repente y reapareciendo con un pez en el pico. También los patos silvestres, los pelícanos, las gallinas de agua y los picos–rojos nadaban en sus aguas, dulces y limpias. Una pared de piedra lo separaba de la playa y desde allí, muy cerca, se veía un resplandeciente horizonte de mar.

–¡Este lago es hermoso! –dijo Gedeón Spilett–. ¡Y cualquiera viviría en sus orillas!

–¡Entonces, viviremos aquí! –propuso Ciro Smith.

El lago Grant era alimentado por el río que bajaba desde el monte Franklin. Pero el ingeniero deseaba averiguar dónde desagotaba sus aguas que, sin duda, iban al mar. Debía existir un desagüe en alguna parte, pero no lo encontraron.

–Sin embargo, por algún lado debe comunicarse con el mar –repetía el ingeniero–. Y si ese desagüe no se ve, debe estar en el interior de la pared de piedra.

–¿Qué importancia tiene eso, Ciro? –preguntó Gedeón Spilett.

–Muy grande –contestó el ingeniero–, porque si el agua pasa a través del muro de piedra, es posible que allí haya alguna cavidad habitable.

Los colonos volvieron a rodear el lago por completo sin encontrar lo que buscaban. Estaban a punto de emprender el regreso a las Chimeneas cuando Top, que hasta entonces había estado muy tranquilo, comenzó a ir y venir hacia la orilla. De repente se detenía, miraba el agua y levantaba una pata como si hubiera descubierto algún animal y se preparara para cazarlo. Después, ladraba con más furor. Al principio, nadie le prestó atención, pero sus gruñidos terminaron por intrigar al ingeniero.

–¿Qué has visto, Top?

El perro dio varios saltos. Estaba inquieto. Parecía seguir desde la orilla algo invisible, sumergido en el lago. Sin embargo, no se veía nada. Allí había algún misterio. Y, de pronto, el perro se tiró al agua.

–¡Aquí, Top! –gritó Ciro Smith, que no quería dejar a su perro en aquellas aguas sospechosas.

–¿Qué es lo que pasa ahí abajo? –preguntó Pencroff, examinando la superficie del lago.

–Top habrá olfateado algún animal –contestó Harbert.

El perro estaba a más de veinte pies de distancia y Ciro Smith lo llamaba a los gritos, cuando una cabeza enorme, cónica, de ojos grandes y largos bigotes apareció en la superficie.

–¡Un dugongo! –exclamó Harbert.

El enorme animal se había lanzado sobre el perro y su amo no podía hacer nada para salvarlo. Desde la costa, Spilett y Harbert le tiraban piedras cuando Top, apresado por el dugongo, desapareció.

El valiente Nab quiso arrojarse en auxilio del perro pero el ingeniero lo detuvo a tiempo. Bajo el agua tenía lugar una lucha inexplicable porque, en aquellas condiciones, Top no podía resistir. La diferencia de tamaños entre los animales era tan grande que la muerte del perro era segura.

En eso vieron reaparecer a Top. Una fuerza desconocida lo había lanzado por el aire. El perro voló, cayó en medio de las aguas revueltas y pronto llegó nadando a la orilla. No estaba herido y se había salvado milagrosamente.

Ciro Smith y sus compañeros no comprendían qué había ocurrido. Y comprendieron menos cuando, con Top en tierra, parecía que la lucha continuaba bajo las aguas. Sin duda ahora la pelea era con algún otro poderoso animal. Pero aquello no duró mucho. De pronto, el agua se tiñó de rojo y el cuerpo del dugongo salió a la superficie. Tenía una herida en el cuello, que parecía hecha con un cuchillo. ¿Qué animal lo había matado? Nadie pudo explicarlo.


La isla misteriosa

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