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9. ¿ISLA O CONTINENTE?

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–¡Ya lo está viendo, amigo! –exclamó el corresponsal–. ¡Hay fuego, verdadero fuego!

–Pero ¿quién lo encendió? –preguntó Pencroff.

–¡El sol!

La respuesta era exacta. El sol les había proporcionado aquel fuego.

–¿Tenía usted una lupa, señor? –preguntó Harbert a Ciro Smith.

–No, hijo mío, pero hice una con los cristales de mi reloj y el de Spilett.

El marino miró el aparato y al ingeniero sin decir una palabra. Luego, con la ayuda de Nab, asó la mara sobre una llama clara y crepitante. Cenaron y durmieron y, al día siguiente, emprendieron la excursión que les develaría su futuro.

La montaña que iban a escalar tenía dos picos entre los que se abría un amplio valle y una ladera inmensa y pedregosa. El bosque se extendía desde el valle hasta casi llegar a la cima de uno de los picos. El otro, por el contrario, era árido y, desde la cumbre hacia abajo, formaba profundas quebradas que quizá habían sido corrientes de lava en el pasado remoto. Debía ser un volcán.

Los cinco náufragos subieron lentamente y con precaución. Algunas veces se encontraban con precipicios que no podían atravesar sin dar rodeos. Otras, el camino se hacía más fácil, adornado de hermosos bosquecitos y arroyos de aguas cristalinas y hermosas cascadas. Todo les llamaba la atención, pues todo era nuevo para ellos. Hasta una especie de carneros de cuernos retorcidos que descubrieron pastando en aquella región.

–No son carneros, son muflas –reconoció Harbert.

–¿Y también sirven para hacer guisados? –preguntó el marino, siempre práctico y hambriento.

–Sí –contestó el muchacho–. Y dan buena lana.

–¡Pues, entonces, para mí son carneros! –dijo Pencroff.

Durante el ascenso los sorprendió el atardecer pero siguieron adelante. A cierta altura se encontraron frente a una profunda cavidad: era la boca de un cráter. En efecto, aquella montaña era un volcán apagado: ni siquiera una humareda se escapaba de sus costados, ni un murmullo salía de aquel pozo oscuro que quizá llegaba hasta el centro del planeta.

Cuando llegaron a la cima, la oscuridad era completa y resultaba imposible ver lo que se escondía más abajo. ¿Los rodeaba el océano? ¿O aquella tierra era parte de algún continente? De pronto, la luna en cuarto creciente iluminó la superficie líquida. Entonces Ciro Smith dijo en tono muy grave:

–¡Una isla!

–¡El mar! ¡El mar por todas partes! –exclamaron todos, como si no hubieran podido contener las frases que los convertían en isleños.

La isla misteriosa

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