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I

LOS NÁUFRAGOS DEL AIRE

1. UN GLOBO A LA DERIVA

–¿Remontamos vuelo?

–¡No! ¡Caemos!

–¡Vive Dios! ¡Arrojen lastre!

–Ya lo tiramos todo.

–¿Se vuelve a elevar el globo?

–No.

–¡Oigo ruido de olas!

–¡El mar está debajo del canasto!

–¡Y muy cerca!

–¡Entonces hay que tirar todo lo que pesa! ¡Todo!

Estas palabras resonaron en el aire, sobre un desierto de agua, el 23 de marzo de 1865. Desde hacía cinco días, un terrible huracán azotaba todo lo que encontraba a su paso. Destruía ciudades y campos en América, en Europa, en Asia. También se hacía sentir en el mar que, embravecido, desintegraba naves entre las olas. Y aquel día, un globo recorría el agitado cielo del océano Pacífico a gran velocidad, envuelto en el movimiento giratorio de una columna de aire.

En el globo viajaban cinco personas y un perro. ¿De dónde venían? ¿Por qué volaban en medio de semejante tempestad? Estas y otras cuestiones se develarán de aquí en adelante.

Los pasajeros no podían calcular la ruta recorrida desde su partida ni dónde se encontraban. A su alrededor todo era bruma. Ningún reflejo de luz, ningún ruido llegaba hasta ellos en aquella oscura inmensidad, mientras la nave se balanceaba en las alturas. Pero, de repente, un rápido descenso les permitió ver que estaban sobre las olas y comprendieron el peligro que corrían. Fue entonces cuando decidieron tirar por la borda hasta los objetos más útiles: provisiones, monedas y armas, tratando de ganar altura y de evitar caer al mar. Aún así, el globo continuaba descendiendo. Se había roto y el gas se le escapaba poco a poco. ¿Estaban perdidos? Parecía que sí, pues no divisaban ningún lugar en donde aterrizar. Solo el inmenso mar y sus olas, que se agitaban con violencia.

Decididos a luchar hasta el fin, los tripulantes del globo hicieron lo único que podían hacer en su intento por mantener la nave en el aire. Uno de ellos, con voz enérgica, gritó:


Desesperados, los tripulantes cortaron las cuerdas que unían la red al canasto. Este cayó al mar y el globo, sin su peso, se elevó. Pero unos minutos después, volvió a perder altura. El gas seguía escapándose. Entonces se oyó un ladrido.

–¡Top ha visto alguna cosa! –exclamó alguien.

Poco rato después otro gritó:

–¡Tierra! ¡Tierra!

El viento siguió arrastrándolos a su antojo y media hora más tarde se encontraban a pocos metros de la costa. Pero el globo, flojo, deshinchado, descendía cada vez más. Los pasajeros pesaban demasiado para él y sus pies ya tocaban el agua.

De pronto, el mar los golpeó. Se oyeron gritos. La nave, envuelta en una especie de remolino, dio un salto y se elevó. Poco después, chocó contra la arena y sus tripulantes cayeron. Entonces, el viento la volvió a elevar y, ya libre de su carga, desapareció en el aire.

Pero solo cuatro de los cinco tripulantes llegaron a la playa. El quinto había desaparecido. Y apenas los cuatro náufragos –si los podemos llamar así– pisaron tierra, exclamaron:

–¡Quizá llegue a nado hasta la orilla! ¡Busquémoslo!

La isla misteriosa

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