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7. ¿ESTÁ VIVO CIRO SMITH?

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–¿Vive? –preguntó el marino.

Nab no respondió. Estaba aturdido por el cansancio, desencajado por el dolor.

El corresponsal colocó su oído sobre el pecho del ingeniero tratando de oír algún latido, y gritó:

–¡Vive!

Harbert corrió a buscar agua para reanimarlo. Cerca de allí había visto un riachuelo que desembocaba en el mar. Mojó su pañuelo y, cuando volvió, lo colocó sobre los labios de Ciro Smith. Las gotas de agua fresca lo reanimaron.

–¡Lo salvaremos! –gritó el periodista.

El cuerpo del ingeniero no tenía ninguna herida, pero el cansancio lo había vencido. Debían ayudarlo a recuperarse y, para eso, le dieron de comer algunas algas y lo dejaron dormir.

Mientras tanto, Nab narró lo sucedido. Había caminado hacia el Norte buscando algún indicio entre las rocas y en la playa. Pero aquella costa parecía no haber sido pisada jamás por un ser humano.

–Recién ayer por la tarde encontré unas huellas en la arena –contó el fiel criado.

–¿Huellas de pasos? –preguntó Pencroff.

–¡Sí! Estaban muy marcadas y se dirigían hacia las dunas. Las seguí hasta que oí los ladridos de un perro. ¡Era Top, y Top me trajo hasta aquí!

Nab necesitaba ayuda y repitió muchas veces el nombre de Harbert para que Top lo entendiera. Después señaló hacia el Sur y el perro corrió en esa dirección. Y ya sabemos cómo llegó a las “chimeneas”.

Para los náufragos era casi inexplicable que Ciro Smith, después de escapar de las olas y atravesar los arrecifes de la costa, no tuviera ni un rasguño. Pero lo totalmente inexplicable era que luego hubiera tenido fuerzas para subir hasta las dunas.

–Nab –preguntó el corresponsal–, ¿seguro que no fuiste tú el que lo trajo hasta aquí?

–No, señor, no fui yo.

–Es evidente que vino solo –comentó Pencroff.

–Es evidente –observó Spilett–, ¡pero parece increíble! Tendremos que esperar a que él lo aclare.

Estaban en esa conversación cuando, de pronto, el ingeniero murmuró:

–¿Isla o continente?

–¡Ah! –exclamó Pencroff–. ¡Por todos los diablos! ¡Qué nos importa, mientras usted esté bien!

El ingeniero hizo una señal afirmativa y volvió a dormirse mientras sus amigos construían una camilla con ramas, lo colocaban sobre ella e iniciaban el regreso al campamento.

Durante el camino, el corresponsal le relató los sucesos que Ciro desconocía: la llegada a aquella tierra que parecía desierta, la preocupación de Nab, su búsqueda, y todo lo que le debían al inteligente Top.

–¿No me recogieron ustedes en la playa? –preguntó Ciro Smith.

–No –respondió el corresponsal.

–¿Y no me llevaron ustedes hasta las dunas?

–No. Y si a usted esto lo sorprende, a nosotros más.

–Es cierto –comentó el ingeniero, que se reanimaba poco a poco–, es cierto, ¡esto es muy extraño!

Ciro Smith recordaba que el mar lo había arrancado del globo. Después se hundió, volvió a la superficie y vio a Top junto a él. Estaba en medio de las olas y lejos de la costa. Una corriente muy fuerte lo llevó hacia el Norte y, luego de esfuerzos inútiles, volvió a hundirse. Desde aquel momento no se acordaba de nada.

–Sin embargo –dijo Spilett–, el mar lo debe haber arrojado a la playa. Y después caminó hasta las dunas, porque Nab encontró huellas de pasos.

–Tiene razón. Habré caminado como un sonámbulo hasta las dunas… Pero no me negarán que todo es bastante raro.

El periodista estuvo de acuerdo.

Cuando llegaron a las “chimeneas”, vieron que la tormenta había destruido las protecciones del refugio y Pencroff tuvo un horrible presentimiento. Entró corriendo y, cuando volvió, dio la terrible noticia: el fuego estaba apagado.

La isla misteriosa

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