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Los regímenes internacionales de derechos humanos: la visión institucionalista

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Como se señaló en la sección anterior, el enfoque institucionalista plantea que los Estados (actores autointeresados y racionales) deciden crear regímenes internacionales (en cualquier área temática), porque estos cumplen la función necesaria de hacer posible la generación de ciertos bienes comunes que no se podrían generar sin cooperar. El problema con este argumento, desde la perspectiva del área temática de los derechos humanos, es que la existencia de ese bien o interés común para los Estados no es evidente. ¿Por qué el Estado X tendría interés en establecer normas y mecanismos que “empoderen” a terceros actores (internos y externos) para vigilar e incidir sobre su comportamiento en materia de derechos humanos? (Neumayer, 2005: 927; Engstrom y Hurrell, 2010: 36). Los beneficiados por la existencia de los regímenes internacionales de derechos humanos son, en primera instancia, los actores de la sociedad civil nacional e internacional y los gobiernos de terceros Estados, los cuales son dotados de herramientas normativas e institucionales para promover su agenda, en detrimento de la libertad de decisión y acción del gobierno del Estado monitoreado, criticado o condenado. Parece difícil, entonces, desarrollar un argumento en la línea del institucionalismo sobre la creación de los regímenes internacionales de derechos humanos que parezca, a priori, plausible y atractivo. Tal vez sea por ello que resulta difícil encontrar este tipo de argumentos en la literatura.

Jack Donnelly, no obstante, desarrolla un argumento que podría inscribirse dentro de esta línea. Este autor plantea que el origen del régimen de derechos humanos que la ONU desarrolló alrededor de la Declaración Universal de los Derechos Humanos a finales de la Segunda Guerra Mundial fue una demanda presentada por los propios países integrantes de la comunidad internacional. Esta demanda, no obstante, no era relativa a un bien material, sino “moral”: la aversión generada por las atrocidades perpetradas por los nazis antes y después de la Segunda Guerra Mundial propició un consenso sobre la necesidad de contar con normas que repudiaran este tipo de comportamiento. Esta “demanda moral” fue satisfecha, de acuerdo con Donnelly, por una oferta que contó con los makers necesarios, muchos takers y ningún breaker significativo. La debilidad procedimental del régimen que se estableció se explica, según este autor, precisamente por la debilidad intrínseca de los intereses de corte “moral”, y por la ausencia de intereses materiales involucrados en la demanda en cuestión (Donnelly, 1986: 614-616). Este argumento suena plausible y parece confirmar el lugar común que plantea que el surgimiento de los derechos humanos, como un tema central en la agenda internacional tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, fue resultado del shock o la conmoción moral que generó el holocausto en la “conciencia de la humanidad” (González, 2002; Freeman, 2002). Sin embargo, Donnelly solamente especula, no demuestra empíricamente mediante un estudio detallado y sistemático, que los makers del régimen hayan reaccionado ante una demanda moral o que hayan actuado con la intención de satisfacerla mediante el establecimiento de un régimen que posibilitara la generación de un bien común.

Por otro lado, en la literatura no existe un argumento que intente explicar el impacto de los regímenes internacionales de derechos humanos en el comportamiento de los Estados desde una perspectiva institucionalista. Un argumento dentro de esta línea teórica plantearía que estos regímenes tendrían una influencia significativa en el comportamiento de los Estados, en la medida en la que pudieran generar información simétrica sobre el (in)cumplimiento por parte de los mismos y, con base en esa información, establecer costos de reputación. Bajo esta lógica, los regímenes internacionales de derechos humanos podrían incentivar el cumplimiento de sus normas, ya que los Estados evitarían adquirir una mala reputación en la materia, pues esto afectaría las posibilidades de ser considerados como socios confiables, no solamente en el área temática de los derechos humanos, sino en cualquier otra. Ciertamente, los regímenes internacionales de derechos humanos cumplen muy bien con su función de generar información sobre el (in)cumplimiento de sus normas por parte de los Estados, y con base en ello construyen reputación. Sin embargo, los mecanismos causales relacionados con una mala reputación que propone el institucionalismo parecen no ser relevantes, o no darse, en el área temática de los derechos humanos. La teoría dice que los Estados evitarán tener una mala reputación porque ello tendrá como consecuencia no ser “invitado”, en el futuro, a un nuevo ejercicio de cooperación, tanto en materia de derechos humanos como en cualquier otra área temática. Sin embargo, no encontramos indicios empíricos de que se den este tipo de dinámicas en la práctica. Los Estados con reputación de no cumplir con las normas de derechos humanos no parecen tener ningún impedimento para seguir participando en nuevos esfuerzos de la comunidad internacional por cooperar en la materia. Estados con las peores reputaciones en estos asuntos, por ejemplo, no han tenido mayores problemas para ser elegidos como integrantes del nuevo Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Paralelamente, no hay indicios de que los Estados hayan hecho una reflexión como “no participaré en ningún tipo de acuerdo con el Estado X, porque su comportamiento dentro del régimen internacional de derechos humanos me dice que es un Estado que suele no cumplir”. Desde esta perspectiva, el institucionalismo propondría que los regímenes internacionales de derechos humanos no pueden tener una influencia relevante sobre el comportamiento de los Estados, ya que el área temática en cuestión no se presta a que las malas reputaciones generen costos significativos en la práctica. Esta hipótesis, no obstante, tendría que ser abordada explícita y sistemáticamente para poder determinar su validez con precisión.


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